Pasé quince días perdido en la selva de Borneo
Andrew tras ser rescatado

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Pasé quince días perdido en la selva de Borneo

Andrew Gaskell, original de Tasmania, casi pierde la vida en el Parque Nacional de Mulu. Aquí nos cuenta su historia.

Este artículo fue escrito por el equipo de VICE Australia según el relato de Andrew Gaskell.

Después de superar el horror inicial de saberse perdido, la experiencia se desarrolla a un ritmo más pausado. Vas avanzando, intentando solventar problemas mientras combates con la creciente sensación de hambre. Te duele todo el cuerpo. No dejas de pensar en comida y en todas esas personas a las que quizá no vuelvas a ver. Tienes la sensación constante de que ahí delante, entre los árboles has visto un camino o un claro, pero no es cierto. A veces sientes una extraña paz interior y otras estás al borde de un ataque de pánico. Pero sigues avanzando hasta que mueres o encuentras una salida.

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Yo encontré una salida. En retrospectiva, los días que pasé allí los recuerdo bastante parecidos. Esta es el relato de uno de los días que pasé perdido en el Parque Nacional de Mulu según lo recuerdo.

Me despertó un fuerte aguijonazo en el pie. Palmeé el suelo a mi alrededor en busca de la linterna y de la posible presencia de hormigas. "Dejadme en paz", farfullé mientras intentaba sacudírmelas. Solo quería dormir. Quería encender la linterna, pero sabía que solo parpadearía unos segundos antes de apagarse por completo porque la batería estaba a punto de terminarse.

Cerré los dedos en torno a una pequeña piedra, casi por instinto de autodefensa. Empecé a aplastar las hormigas con ella antes de que pudieran acercarse lo suficiente como para morderme. La linterna emitió varios parpadeos, iluminando a breves intervalos una escena violenta, como si se tratara de una película de acción. Cuando hube aplastado la última decena de insectos, guardé la linterna por encima de mi cabeza y traté de encontrar una postura relativamente cómoda para dormir. El escozor de los arañazos que me cubrían las piernas, no obstante, hacía que conciliar el sueño fuera una tarea casi imposible, aunque lo peor eran las palpitaciones que sentía en los pies. Había seguido el curso de varios arroyos rocosos (es más fácil avanzar por cursos de agua que a través de la espesura) y las botas me habían provocado rozaduras en los laterales de los pies. La carne, que se había hinchado con la infección, desprendía un desagradable olor y palpitaba dolorosamente. La única solución era tratar de volver a conciliar el sueño, regresar al subconsciente.

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Vista del parque nacional desde la cima del monte Mulu

A principios de agosto de 2016, tras haber perdido mi puesto de trabajo en el norte de Queensland, emprendí un viaje por el estado malasio de Sarawak. No, no me despidieron. Un buen día, mi jefe decidió que ya era hora de jubilarse y la empresa de ingeniería en la que había estado trabajando tres años y medio —razón por la que me había mudado a Queensland— se iba a disolver. Por la forma en que lo explico podría parecer que estaba cabreado, pero lo cierto es que me sentí liberado. En lugar de buscar otro trabajo, aproveché para hacer una escapada, replantearme mis prioridades y determinar quién era exactamente y qué quería hacer con mi vida.

Reservé un viaje a Malasia. Allí recorrí el estado de Sarawak durante tres meses y terminé en el Parque Nacional de Mulu. En este estado de Malasia conviven gran diversidad de etnias, cada una con su historia: los malayos (predominantemente musulmanes) son los más numerosos, seguidos de varios grupos de chinos y numerosos dayaks, tribus indígenas. Los dayaks suelen vivir en zonas rurales, donde trabajan la tierra; tienen su propia lengua y sus trajes y platos tradicionales, estos últimos particularmente deliciosos.

Fue este amor por este pueblo y los paisajes lo que me llevó a visitar el parque nacional, donde me disponía a subir a la cima del monte Muli, a 2.400 metros sobre el nivel del mar. La idea era completar la caminata en una larga jornada o tal vez acampar una noche en el parque. En Tasmania había hecho mucho senderismo, por lo que supuse que no me costaría recorrer el parque en un día. En otras palabras, me mostré excesivamente arrogante y confiado de mis posibilidades cuando debí haber sido más cauto y previsor.

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A media tarde del primer día alcancé el campamento más elevado mientras arrancaba una fuerte lluvia tropical. Decidí pasar la noche en una choza de madera y cubrir el ascenso final por la mañana. Al resguardo de la lluvia, di cuenta de las últimas raciones que tenía y me puse a dormir.

Una foto que me hice en la cumbre

Al amanecer, emprendí de nuevo la marcha hacia la cumbre, que coroné sin esfuerzo. Después de hacer varias fotos, me dispuse a hacer el camino de vuelta a casa. Entonces fue cuando las cosas se torcieron.

Cuando solo me quedaban unos pocos kilómetros, en un punto del camino tomé la dirección equivocada. Varios arroyos atravesaban el camino, y pese a mis esfuerzos no fui capaz de desandar mis pasos para regresar al camino correcto. La tarde dio paso a la noche e intenté no caer presa del pánico, confiado en que encontraría la salida en unas pocas horas. En lugar de esperar a que amaneciera, continué deambulando por la jungla, perdido. Sabía que estaba cerca, muy cerca, pero con cada paso que daba me perdía más y más en la espesura.

Cuando amaneció, no me quedaba duda alguna de que estaba perdido. Aquello no logró quebrantar mi determinación. Sin embargo, los días se fueron sucediendo hasta que llegó un punto en que perdí la cuenta del tiempo que llevaba perdido.

Este era mi aspecto en el momento en que me rescataron. Imagen vía RTM Sarawak

Comía muy poco. Al principio encontré varios frutos silvestres que no supe reconocer y que tenían un sabor amargo y desagradable. Más adelante, di con unos frutos redondos y amarillos, recubiertos por una corteza espinosa y del tamaño de una cereza grande cuya compacta carne me obligué a ingerir, acompañando cada bocado con agua que recogí de uno de los numerosos arroyos que recorrían la zona. Crucé los dedos esperando que aquellos frutos no resultaran ser venenosos. Poco tiempo después encontré unos frutos similares, aunque ligeramente más grandes y oscuros y cuyo sabor era igual de horrible. Al cabo de varios días di con un helecho autóctono, llamado paku pakis, que sabía que era comestible por mis visitas a los pueblos de la zona. Comí varios manojos de sus tallos, consciente de que no sería suficiente, porque estaba quemando más energía de la que ingería.

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Pasé los primeros días subiendo montañas e intentando orientarme. Luego traté de dirigirme hacia el oeste siguiendo el sol, para dar con el principal río que cruza la región y seguir su cauce hacia el sur hasta llegar a las oficinas del parque. Sin embargo, la espesura de la jungla me impedía ver el sol. A mi alrededor, el entorno era un frustrante sucesión de montañas y arroyos rocosos. Todos estos elementos, sumados a la falta de instrumentos de orientación, hicieron que me resultara imposible seguir una dirección constante.

Seguí deambulando, trepando, durmiendo y comiendo lo que podía. Pensé en las personas a las que había traicionado por embarcarme en esta aventura. Había asumido una serie de riesgos totalmente innecesarios y me avergonzaba de la situación en la que me encontraba. Pese a todo, en ningún momento me sentí enfurecido y procuré canalizar mis energías en la búsqueda de una salida. Nunca me abandonó la sensación de que saldría bien parado de aquello.

Tomé esta foto de mi pie una vez me hubieron rescatado. Horrible, como puede verse

Después de la noche en la que me atacaron las hormigas, amanecí con el habitual sonido de los pájaros y las cigarras. Retiré cuidadosamente el barro que tenía adherido a los pies, que habían adquirido un tono amarillento, me puse los calcetines, todavía empapados, con gran suavidad y me enfundé las botas. Me incorporé lentamente y con gran esfuerzo. Pese a mi débil estado, me dispuse a avanzar un día más entre la maleza.

Al cabo de varias horas caminando, me detuve de repente. Había oído un sonido familiar. ¿Era una voz? ¿Una voz humana? Entonces la vi en la distancia: una tarima de madera. Y estaba seguro de que lo que había oído eran voces, que además conversaban en inglés. ¡Eran personas quejándose del calor! Con el corazón desbocado, aceleré el paso hacia la tarima. Mientras me abría paso entre ramas y árboles gigantescos, me pregunté cuánto me habría desviado en dirección sur. Mi posición no era ni por asomo la que yo creía, pero no importaba. Se había acabado. Estaba fuera. Todo iba a ir bien.

Pero me equivocaba. A medida que me acercaba, me di cuenta de que la tarima que había visto no era más que un árbol caído. "¡Ayuda!", grité a los turistas que todavía me parecía oír. "¡AYUUUUUUDAAAAAAA!". No obtuve respuesta. ¿Por qué cojones no contestaban? ¿No se daban cuenta de que estaba en apuros? "¡POR FAVOR!", insistí, repitiendo mi súplica una vez más, un "por favor" prolongado y angustioso, rematado en un tono interrogativo. "¿Por favoooooooooor?".

Pero nadie respondió. No había ninguna tarima de madera ni turistas cerca. Estaba sufriendo alucinaciones y seguía perdido, y en ese momento no veía que mi situación fuera a cambiar en algún momento.

Si quieres seguir la historia de Andrew, visita su blog en andrewgaskell.com.au. Actualmente está escribiendo un libro sobre su experiencia.