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Rio 2016

Majlinda Kelmendi: la kosovesa de fuego

Esta es la historia de la primera medallista olímpica de Kosovo.
Majlinda Kelmendi en Instagram

Una delgada y menuda niña se desplazaba insegura por las calles de Pec, Kosovo, mirando el suelo en completo silencio, como si el contacto con otro ser humano la fuera a aniquilar. Enquistadas en lo más profundo de su ser, las heridas de la guerra roían la seguridad de Majlinda sin compasión. Los años de miedo, encierro y angustia, encontraron un repentino final en 1999, cuando la redonda y afable figura de su maestro, Ditron Kuka, la sintonizó con la energía oriental del "camino suave".

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El alma sanadora del profesor actuaba como una poderosa ventosa capaz de extraer hasta la última gota de miedo del cuerpo y de la mente de Majlinda, al tiempo en que la introducía en las técnicas del nage-waza (proyecciones), katame-waza (lucha mano a mano), oseakomi-waza ( inmovilización), shime-waza (estrangulaciones) y kansetsu-waza (palancas). El contacto de Kuka con Majlinda fue atómico, una reverberación de fuerzas que emanaban de los confines más profundos de Japón y se traducían en cosa de meses en una niña que era capaz de mirar a los ojos, caminar sin miedo y que comenzaba a acumular reconocimientos, copas y medallas de plástico. El respeto por todo y por todos pasaba a ser una profunda convicción moral en Majlinda, mientras las escasas disrupciones que le impedían una perfecta armonía física y mental eran aniquiladas en maravillosas katas.

Su camino de virtud en la práctica del judo atrajo la mirada de diversos cazadores de talentos, maestros judocas de todo el mundo que ya se imaginaban un ascenso en sus federaciones tras el acierto de llevar a Kelmendi a vestir los colores de sus seleccionados nacionales, sometiendo a todas sus rivales y dando un triunfo a su nueva patria. Una seguidilla de llamadas telefónicas comenzaron a ocurrir con patrones similares. Una voz segura, sincera y seductora. Promesas de paz, de hogares invisibles para los misiles y las bombas que habían decorado su niñez, hermosos y amplios dojos construido a semejanza de los erigidos en Japón, y dinero suficiente para garantizar una vida cómoda en algún barrio de clase media del Primer Mundo occidental.

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Lo único que bastaba para seguir ese destino de certezas era soltar un sí, preparar el equipaje para abandonar su natal Pec para siempre, y expulsar definitivamente el miedo a que la quietud de un cielo primaveral se volviese a transformar en una esperpéntica sinfonía iluminada por el fuego y el terror. Majilinda Kelmendi tenía una vez más la oportunidad de huir y sentir lejos el aliento de la muerte, pero se quedaría en Kosovo sumergida en el camino del judo, nutriéndose de la fortaleza que emanaba el dojo levantado desde las ruinas por las propias manos de su maestro Driton, entendiendo el arte del Chikara-No-Oyo (el uso de la fuerza enemiga a nuestro favor) como la fuerza clave de adquirir para almas abatidas en las puertas de la resurrección. No hubo oferta monetaria que la convenciera de dejar Kosovo y abandonar la convicción de que el cosmos se conjugaría para apagar la sed bélica de los líderes políticos de los Balcanes y la OTAN y así liberar a esa tierra habitada por albaneses y serbios que llevaba años sometida a una brutal guerra que había llevado a cientos de miles al exilio, el terror y la muerte.

Foto vía Majlinda Kelmendi en Instagram.

Su fulminante trayectoria la instaló en el Pabellón Olímpico 2 de Río de Janeiro con el peso del favoritismo, la bandera de Kosovo en el corazón y con "Ditron Kuka" tatuado en su tobillo. Evelyne Tschopp y Christianne Legentil se vieron sometidas por el alma leonil de Majlinda, animada por dos millones de kosoveses que vibraban como nunca antes ad portas de su primera gran gloria deportiva, y cruzaban los meridianos del atlántico en forma de un poderosísimo flujo energético que explotaba en el pecho de su heroína. El último escollo para un "dulce y apacible navegar" por las aguas de la gloria, fue la italiana de mirada férrea, Odette Giuffrida, víctima de un yuko que encendió el azul de la bandera kosovesa.

Entre las lágrimas de Majlinda que mordía su presea dorada y la sonrisa apacible y misteriosa del maestro Kuka, emergió en Río como un diagrama casi invisible —de cinturón blanco atado a su yudogui— la eterna y magnética figura del Dr. Jigoro Kano, inventor del judo.

Mejlinda sonrío entre lágrimas, mientras una sensación indescriptible se apoderó de su ser. Era precisamente esa novedosa experiencia emocional, ese infinito flujo energético que recorría cada rincón de su espíritu, lo que no podían haberle entregado jamás esas tierras prometidas. No habían atardeceres por el Sena, ni recorridos por las ruinas del Coliseo romano, ni fines de semana adquiriendo los productos más exóticos en los recovecos de los mercados de Marienplatz en Münich capaces de acercarse siquiera a ese trance que experimentaba en su coronación, sólo asemejable al que sintió ese 10 de junio de 1999, cuando a los 8 años sus padres le dieron la noticia que la pequeña Majlinda había esperado toda su corta vida: la guerra había terminado.