En una época en la que el bombero torero estaba en su edad de oro y que el cartel de una fiesta popular solía contener las palabras “jotas”, “vaquillas” y “charanga”, la profesión de músico profesional, a.k.a. orquestero, podría haberse considerado de alto riesgo. Quizá un poco más en Aragón, donde las historias sobre orquestas enteras que habían acabado a hostias o a remojo en el lavadero del pueblo por guiñarle el ojo a una moza, estaban a la orden del día.
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También era una vida libre y bohemia aquella de tocar de pueblo en pueblo, a veces en casinos en medio del desierto (con suerte) y casi siempre sobre el remolque de un tractor. Una vida llena de vestimentas imposibles y nombres de significado indescifrable, con dobles eses y genitivos sajones sin sentido.