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Así fue crecer en

Así fue crecer en: Querétaro

Aunque está solo a dos horas de la capital, la separación cultural y psicológica de Querétaro se encuentra a varios años.
El autor en el jardín Guerrero. Fotografías, cortesía de la madre del autor, Nayra, y de su hermano, Omar.

Aunque está sólo a dos horas del Distrito Federal, la separación cultural y psicológica de Querétaro se encuentra a varios años. En los 90, el cisma estaba aún más marcado. Visitar Querétaro era la mejor definición para "salir a provincia". Como mi infancia transcurrió entre el Distrito Federal y la nanópolis queretana, se engrandecían los contrastes. Cruzando la Cuesta China, y desde el paso por la segunda caseta de cobro, más allá de los almacenes fabriles llenos de tráilers en San Juan del Río, entraba uno a otra dimensión. El cielo era más azul, había más árboles y los colores lucían más vivos —todo en terracota, naranja, amarillo y marrón—; hacía más calor, pegaba el sol en la cara y desaparecían los edificios. "Bienvenidos a Querétaro. Historia y Libertad", dice.

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Entrando, hay una estatua de Conín. Conín, el bárbaro. Fernando De Tapia, porque así le pusieron los católicos al hacerlo cacique, fue un indígena que entregó las tierras queretanas a los conquistadores españoles cuando la zona era inhóspita y yerma. La historia oficial lo considera un pacificador, pero hoy, gracias a aquel lejano ingreso de los blancos, Querétaro es una comunidad fragmentada y disoluta. Una sociedad de castas. Los indígenas ñañú (hñañú) y pame, de raíces otomíes, que vagan por la ciudad, enfrentan la indiferencia y el relego. Todos saben de dos indígenas que permanecieron encarceladas injustamente más de una década. Muchos conocen a Doña Macedonia, una activista contra la violencia femenina de origen ñañú que vende muñecas tejidas, y que fue candidata al Premio Nobel de la Paz, pero que ahora vive en la pobreza. Pocos hacen algo, porque el jet-set queretano es así: ambivalente, turbio y muy mojigato. El "qué dirán" y el apellido le importan mucho: ser un Palacios, Urquiza, De los Cobos, González de Cosío. Lo colonial que prolifera en la arquitectura prevalece en algunas mentalidades. El relato fundacional de que Querétaro surgió cuando Santiago Apóstol apareció en el cielo sobre un caballo, tras un eclipse total, investido con una espada y una bandera, sigue ocultando una trama de genocidios y atropellos. Queretans Wake: No es por nada que en Querétaro, como en el Dublín de Joyce, hay iglesias en cada esquina (y también cantinas, congales y irish pubs, pero ocultos). Ni hablar de los contrastes entre la naciente urbe, los municipios metropolitanos, con la periferia. La región serrana (Pinal de Amoles, Arroyo Seco, San Joaquín) y los pueblos que fueron misiones de encomienda (Jalpan, Landa, Concá) ofrecen paisajes boscosos, mariposas monarca y un sinnúmero de aves, ecoturismo, cabañas estilo europeo y deportes extremos, pero la gente oriunda, los campesinos y los artesanos, a veces no tienen techo ni luz eléctrica. La migración a Estados Unidos se ha disparado, pero hasta eso, los serranos son bienintencionados y luchones. "Queretano soy, señores, / y le atoro a las manganas / le entro a todos los amores, / porque siempre me dan ganas", dicen.

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Casa de la corregidora.

En mi niñez, esta dicotomía de civilización/barbarie se acentuaba. Mis papás salieron de la Gran Ciudad por el terremoto devastador del 85. Querétaro era un refugio. Vivía en Corregidora, en la mancha conurbada cerca de la colonia Jardines de la Hacienda, al inicio del municipio capital. Ahí, lo mismo hay fraccionamientos como Tejeda o Colinas, que son un simulacro de los suburbios gringos, con cocheras, arbustos y ciclistas, que comunidades muy pequeñas, rurales, donde en ciertas fiestas patronales se mata a un toro y todos comparten las carnitas. Eso es Querétaro: el ánimo cosmopolita impostado de tradiciones, todas muy arraigadas desde hace siglos.

Cuando tenía ocho años, y hasta los diez, Querétaro eran unas cuantas colonias, Comercial Mexicana, uno que otro Vips, Lynis o California, y el centro. Párale de contar. Si uno de pura casualidad caía en los barrios marginales, era para llevarles ropa y juguetes a esos "niños que no crecen con las mismas oportunidades que tú", sin preguntar por qué. Casablanca, Cerrito Colorado, San Panchito estaban prohibidos. Aunque eso era en todo el México de aquellos años: la solidaridad por un lado, la censura por otro. Querétaro siempre ha sido una reproducción "en chiquito" de los sentimientos de la nación: la mordaza y los medios comprados, los Ciudadanos Kane propios, los cotos de poder, el priismo de guayaberas, palmadas y despensas. El salinato. "Querétaro, para vivir mejor". "Querétaro, cerca de todos". Decía el gobierno.

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Conforme crecí, también vi crecer la brecha económica. Hay colonias como El Campanario o Balvanera, con mansiones estilo Beverly Hills y club de golf, que están a años luz de la pobreza. En el Querétaro "de a pie", en cambio, el autobús sigue pasando cada cuarenta minutos, se inundan las calles con cualquier tromba y el uso de suelo está muy caro. "Querétaro es el progreso, es el triunfo, es el honor", cantábamos en la secundaria, al ritmo de la marcha estatal. "El futuro está en nuestras manos / para hacer a esta tierra feliz".

El autor en la Plaza de armas.

Pero, a pesar del arcaísmo y la vanidad de algunos círculos, guardo buenos momentos. No todo eran grills de pudientes como Josecho´s, ni gacetas socialité como El Heraldo de Navidad, que revela quién fue la reina queretana del año, ni las colonias adoquinadas de la high society en Jurica, donde papalords y señoras se saludan con diminutivos (Maris, Pepito, Cuquis, Lenis, etcétera). Debo a Querétaro, también, mi formación sentimental y primeras nostalgias. Los parques, las bóvedas altas, los nichos, las paredes labradas y los adornos de barro y cerámica. El barroco novohispano en toda su extravagancia y esplendor: en Santa Rosa de Viterbo, en los hostales y en las calles cerradas. Los vitrales que se traducían en caleidoscopios sobre el piso y las bardas rocosas, repletas de enredaderas. Los atardeceres queretanos. "Vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala", dijo Borges en El Aleph. Los chicharrones con cueritos, los buñuelos, las rajas con queso y los huevos rancheros. "Vi microbios saltando en un Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, pero que resultó ser también una sombrilla", dijo Pablo Katchadjian en El Aleph Engordado.

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De niño, estaba tan acostumbrado al tráfico y a los departamentos defeños, que Querétaro me parecía una aventura pintoresca. Perseguía palomas en el centro, en Plaza de Armas, cuando había menos franquicias y restaurantes, y más organilleros, merolicos y vendedores de globos. "La fuente de los perritos", con unos perros de roca que vomitan agua, era la sensación. A diferencia de los artificios y la frialdad de la Ciudad de México, en Querétaro todo parecía ser un vestigio. Transitar cualquier mañana de domingo era volverse arqueólogo y buscar historias, porque el lugar es prolijo en leyendas y localismos. Hay susurros y fantasmas en todos lados. En las calles de cantera, en las casonas de amplios patios interiores como "La Casa de la Zacatecana", con escalinatas y columnas magníficas, en la Escuela de Laudería, en el Conservatorio, en el Jardín Zenea y en el Guerrero, en el distante Cerro del Sangremal, en la Pirámide de "El Pueblito", en los balcones con herrería, en las buganvilias sobre las bancas de La Alameda, y hasta en la comida. Por las noches, salía con mi familia en una cacería de antojos: gorditas de migaja o queso; enchiladas adobadas con queso ranchero, espolvoreado, papa y zanahoria; tacos sudados; huaraches de bisteck con refresco Victoria de limón, en botella de vidrio. Por todo eso, para mí describir Querétaro es una estética más que una experiencia. Es hablar del despoblado y del olor a tierra mojada. De las torres en las iglesias, del Mesón de Santa Rosa y de las cafeterías rústicas, como Blas, La Mariposa y La Duquesa, donde todavía sirven malteadas de fresa en copa y helado en platos de aluminio.

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Hoy se habla de un supuesto desarrollo a la alza, de inversión extranjera, de Bombardier y de los clusters en El Marqués, pero a mí me tocó un Querétaro todavía pueblerino. Cuando gobernaban Burgos o Loyola (Loyola I, hermano del recién derrotado aspirante a la silla), se construían las primeras obras magnas. El máximo despunte económico venía del ochenta y pico, los años después del Mundial: el estadio Corregidora, las vialidades de entrada a la ciudad y los pequeños centros comerciales, Plaza del Parque y Plaza de Las Américas. A éste último, solíamos ir mucho. Cada semana, cuando menos. Eran varios corredores con papelerías, boutiques, peluquerías y merenderos. En su explanada central, solían colocar juegos inflables con cuerdas. Ahí, tenían también un salón de fiestas infantiles con un barco mecánico y caballitos tragamonedas. Los cines de dos salas (Gemelos, Organización Ramírez) eran indulgentes con la permanencia voluntaria. Las palomitas estaban muy saladas y los baños, minúsculos. Cuando se inauguró Plaza Boulevares (sic), vino un nuevo perfil de queretano avant-garde. Ya había cines de ocho o diez salas, escaleras eléctricas, anaqueles con luz; un Perisur en miniatura. Cuando tenía doce, ahí se juntaban los adolescentes a ligar, fumar a escondidas y echar relajo. Hoy hay más lugares así, Plaza Constituyentes, Galerías, Antea, que es la más grande. Pero yo recuerdo cuando llegó Liverpool y se abarrotó de queretanos que solo conocían Fábricas de Francia en León. Eso, y los conciertos. Rara vez llegaban a ir Mago de Oz o Café Tacvba a la plaza de toros Santa María, que es donde se congregaba "la gente bien", españolada y vetusta, a alabar a Pablo Hermoso o al Juli. También estaba el Auditorio Josefa Ortiz, pero en ese entonces, ahí solo aparecían esporádicamente Raúl Di Blasio, Juan Gabriel, Emmanuel o Mocedades.

El niño en Querétaro, o al menos el niño de antes, construía su identidad histórica regional a través de los guías de turista que llegaba a escuchar en el centro, de la voz gangosa de los tours en tranvía, o mediante la plática con los abuelos. Sí, se sabía de antemano que en el Palacio de Gobierno empezó la conspiración de Independencia, que en el Cerro de las Campanas fusilaron a Maximiliano de Habsburgo, que en los mercados Escobedo o La Cruz alguna vez se batían a duelo, conservadores y liberales. Detalles de esto y de la geografía queretana venían en el libro de la SEP (Querétaro: Monografía estatal). Pero el folklore llega de oídas. Esas historias sobre los bailes místicos de los indios concheros, las anécdotas de La Carambada y Chucho el Roto, los taconazos de Doña Josefa, las espinas en forma de cruces del Convento de La Santa Cruz, el presto de Ignacio Pérez galopando hasta Guanajuato, o ese melodrama de que el acueducto, "Los Arcos", léase, la máxima cumbre patrimonial del estado, fue el resultado de los amoríos entre el Marqués de la Villa del Villar del Águila, el potentado español que lo mandó construir, con una monja, tan solo por llevarle agua. Son setenta y dos arcos. Los llegué a contar alguna vez, desde la ventana del coche. Antes, alrededor de "Los Arcos" no había mucho, más que un camellón y avenidas. Hoy, hay un Starbucks, varios centros nocturnos y mucha iluminación. Creo que en las noches, hay neones que pintan los arcos de verde o de morado. Las cosas han cambiado.

Además de la relatoría folklórica, digamos "oficial", Querétaro tiene toda una mitología subalterna. En los noventa, más: Whiskey, el changuito araña que vivía en el patio de una casa, por ejemplo. La Medea queretana, Claudia Mijangos, que descuartizó a sus hijos. El Ánimo, un tipo siempre vestido de amarillo que pasaba en su automóvil por el centro gritando, "¡Ánimo, chavos!" y chiflando, y que resultó contratado para las campañas políticas. El adolescente que se ahogó en el lago de Juriquilla. La muchacha que murió tras caer de una de las atracciones mecánicas de la Feria Ganadera, donde ponen juegos bien traqueteados. Los locos: gente que padece de sus facultades y transita las plazas, gritando. Uno, harapiento, siempre traía patines y una máscara de Dragon Ball. Otro, cargaba un paraguas en todo momento. Querétaro, por la aridez de su suelo, siempre ha carecido de agua. Una vez alguien se le ocurrió irse a bañar al Tanque, el pozo más grande del estado que hoy es una fuente colosal; una rotonda completa. El gobierno panista lo mandó golpear. Ese es el más trágico mito queretano: la represión. Cuando no gobierna el PRI, está el PAN.

Uno de los atractivos, ya cuando tenía dieciséis-diecisiete años, era pueblear. Salir a ver kioscos y placitas en Tequisquiapan, el peñón en Bernal, autopartes o barbacoa de hoyo en Ezequiel Montes, las haciendas de La Laborcilla o La Muralla, en Amealco. Otro pasatiempo, que todavía conservo, es salir a caminar. Dar la vuelta. Andar por todo Zaragoza, con los ambulantes y las ferreterías, por Constituyentes, en El Río (Avenida Universidad) viendo el geiser que sale de las aguas verdosas, custodiado por andadores y maleza; las fuentes bailarinas de la Plaza Corregidora. Llevo casi dos años de no vivir allá. "Volveré a la ciudad que yo más quiero / después de tanta desventura; pero / ya seré en mi ciudad un extranjero". Dice un poema de Urbina. De toda esa época, guardo algunas fotos.