Serafines, Urabeños y Rastrojos: un capítulo de la guerra por el oro en Segovia

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Serafines, Urabeños y Rastrojos: un capítulo de la guerra por el oro en Segovia

En 2011, cuatro miembros de una familia fueron asesinados en Segovia. La historia detrás de la masacre revela la naturaleza de la guerra por la minería en Colombia.

La violencia explotó con la masacre. Eso, al menos, es lo que dicen los habitantes del pueblo minero de Segovia, 200 kilómetros al nororiente de Medellín. Cuatro miembros y socios de una familia fueron víctimas de una emboscada en una reunión para decidir el destino de una exitosa mina llamada La Roca. Detrás del asesinato, aseguran, está un personaje muy conocido en la zona. Casi nunca hablan de él en voz alta. Lo conocen simplemente como Jairo Hugo.

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Para entender a Jairo Hugo Escobar Cataño —su nombre completo, rara vez usado— hay que entender el tema del oro. Desde la conquista española este mineral ha sido una industria rentable, pero quizá nunca había sido tan buen negocio como en esta última década, cuando los precios internacionales del metal ascendieron ininterrumpidamente. Entre 2000 y 2007, el valor de la onza de oro pasó de 279 a 695 dólares, más del doble. En 2011, se multiplicó nuevamente y alcanzó los 1.572 dólares. La fiebre se ha extendido por Colombia, y grupos narcotraficantes y mafiosos —tanto guerrilleros como bandas criminales— han recurrido a este recurso para compensar las pérdidas en el negocio de las drogas. En muchas partes del país el oro se ha convertido en la nueva cocaína.

Gran parte de la producción sigue siendo trabajo de mineros tradicionales que frecuentemente hacen exploraciones sin permiso oficial, pasando por encima de los títulos legales en poder de grandes compañías mineras. El resto proviene de empresas que cuando explotó el mercado del oro en el país comenzaron a perforar terrenos en busca del metal, dinamitando laderas, dragando cauces de ríos y desgarrando tierras vírgenes con retroexcavadoras.

A menudo estas operaciones están entrelazadas —voluntaria o involuntariamente— con el submundo criminal colombiano. Muchas minas le pagan un impuesto de extorsión al grupo armado que controla la región, y en algunos casos estos últimos también son accionistas de las pequeñas empresas mineras. El resultado: una porción de las ventas de oro va directamente a los fondos de las milicias y las bandas.

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En pocas partes del país esto es tan obvio como en la región en la que Hugo se convirtió en caudillo. Trabajó como minero y luego, por cinco años, como policía auxiliar en un corregimiento cerca de Segovia. En los 90 hizo su primera incursión en el negocio del oro: lo compraba directamente en las minas, lo refinaba y lo derretía en barras para ofrecérselo a los grandes exportadores en Medellín.

Hugo era un hombre de negocios inteligente, y pronto abrió dos tiendas de compra de oro y diversificó sus actividades. Más tarde, en 2008, persuadió a una gran compañía minera de que le arrendara una de sus propiedades, que estaba abandonada. Su mina, La Empalizada, se convirtió rápidamente en una de las más rentables en la historia de Segovia. Se dice que en ese tiempo también comenzó a hacer vínculos con Los Rastrojos, una organización criminal derivada de uno de los carteles de droga más poderosos del país.

En Remedios, el pueblo natal de Hugo, que queda a 30 minutos de Segovia, dicen que "ellos lo veían como un rey, como un dios".

Los Serafines son dueños de La Roca, la mina motivo de la masacre. Este apellido pertenece a una de esas familias emblemáticas de mineros minifundistas que han excavado las montañas antioqueñas por generaciones. Durante 18 meses perforaron y transportaron roca ilegalmente, hasta que en 2011 dieron con un yacimiento muy rico. Cuando visité La Roca, estaba produciendo casi 700.000 dólares de oro al mes, y esto la hacía una de las minas independientes más ricas de Segovia. Los Serafines se convirtieron en dioses de la noche a la mañana.

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Poco después de que encontraron oro, dos hombres armados se presentaron en la casa de un miembro de la familia. Según la versión de Los Serafines, eran miembros de Los Rastrojos. No solo los extorsionaron, sino que además les anunciaron que Hugo quería la mina. Después, en una reunión al lado del río, Los Rastrojos les dijeron que el caudillo estaba ofreciéndole al grupo armado 60.000 dólares para que tomara a la fuerza la mina. "Nadie se va hasta que resolvamos eso", dijo la cabeza de Los Rastrojos.

Pero Los Serafines se negaron a desplazarse, y dos miembros de la familia y tres de sus socios fueron citados a una reunión afuera de Segovia, en un lugar llamado Altos de los Muertos. A cuatro de ellos les dispararon casi de inmediato.

Un mes antes, los comandantes de Los Rastrojos habían hecho un trato con Los Urabeños. Los segundos, hoy conocidos como el Clan Úsuga, se habían expandido más allá de su zona de influencia, en el Golfo de Urabá. Al hacerlo, entraron a disputarle a Los Rastrojos el dominio del territorio y el negocio de la droga. Cansados de derramar tanta sangre, los dos grupos pactaron una tregua. El acuerdo les concedió a Los Urabeños el control sobre el nororiente de la región minera a cambio de seis mil millones de pesos.

Después de la masacre, disidentes de Los Rastrojos, desconfiados del acuerdo y cautelosos de las intenciones de Los Urabeños, formaron una nueva milicia. Impusieron un nuevo impuesto a los habitantes de la región y a las minas, y usaron el dinero para comprar ametralladoras, morteros y lanzagranadas a través de sus contactos en el ejército. Luego, sus filas crecieron y llegaron a ser casi 200 combatientes. Estalló una guerra entre los disidentes de Los Rastrojos y Los Urabeños, y mientras se enfrentaban por el control del nororiente, la población civil quedó atrapada en medio del conflicto. Ambos grupos armados exigían lealtad absoluta y apoyo de la gente que vivía en sus territorios. Cualquiera podía ser acusado de ser un informante: el dueño de una tienda, un taxista, un minero. También, cualquiera podía ser una víctima.

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Los miembros de la familia Serafín que sobrevivieron se convirtieron en el blanco principal de los disidentes de Los Rastrojos (la familia sospechaba que estos seguían órdenes de Hugo). Después del asesinato de sus parientes, Los Serafines se dieron cuenta de que tenían dos opciones: podían perder un montón de sangre y plata en un conflicto absoluto o podían optar por una estrategia de guerra fría y debilitar a sus enemigos no con balas, sino con el intercambio estratégico de inteligencia, dejando a la policía y al ejército pelear la guerra por ellos. Tomaron la segunda opción; sin embargo, contrataron a un grupo de más de 30 hombres armados para que los protegiera.

La regional de la Fiscalía en Medellín quedó con la tarea de desmantelar al mutante surgido tras la disidencia de Los Ratrojos. Entre las investigaciones adelantadas por esta oficina se encontraba el caso de Hugo, cuya orden de arresto fue expedida el 11 de noviembre de 2012, junto a la de 17 disidentes de Los Rastrojos. La Policía de la región lo capturó poco después.

Cuando regresé a Segovia, menos de tres meses después, en febrero de 2013, el pueblo estaba en estado de emergencia no oficial. La guerra había continuado sin Hugo. A finales de 2012, la producción de oro en Segovia se había casi duplicado y la tasa de asesinatos se había cuadruplicado. Remedios tenía la tasa de homicidios más alta en el país, y Segovia ocupaba el segundo lugar en el ranking.

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Parecía que la guerra jamás iba a acabar, pero un día terminó. A comienzos de mayo de 2013, circularon por las calles de Segovia copias de un comunicado que anunciaba "el fin de la guerra" en el nororiente.

"Nos sentamos en una mesa con solo una intención: detener la barbarie de la sangre", decía. "Hoy, gracias a DIOS, estamos respirando paz". Los Urabeños y los disidentes de Los Rastrojos, explicaba el comunicado, habían decidido que les iba mejor juntando sus fuerzas que enfrentándose. El nuevo grupo al margen de la ley invitaba a "todo el mundo que dejó su tierra a regresar".

Muchos disidentes de Los Rastrojos dijeron que Hugo estaba convencido de que Los Serafines estaban detrás de un atentado que le habían hecho alguna vez, y que ese había sido el motivo por el cual mandó a matarlos. Otros señalaron que había sido por su deseo de poseer La Roca. Otros les dijeron a los investigadores que poco después de recuperarse de un intento de asesinato, Hugo se había reunido con muchos de los comandantes del grupo y negociado 400.000 dólares para que mataran a Los Serafines.

Mientras tanto, Los Serafines tenían su propio secreto. Meses después de que Los Urabeños tomaran el control de la región y las minas de oro, tres disidentes de Los Rastrojos en prisión me contaron que Los Serafines habían estado financiando a su enemigo durante gran parte de la guerra. Esto me lo confirmó finalmente el jefe del equipo de seguridad de la familia, cuando me contó que él y sus compañeros les pasaban información —fotos, nombres y otros tipos de inteligencia— a Los Urabeños, para que vencieran a su rival. "Puse la información sobre los bandidos en bandeja de plata, y ellos se mataron unos a otros", me dijo en una visita a la mina un día de verano.

De pronto Los Serafines no eran mejores que Hugo. O, tal vez, fue un poco ingenuo creer que cualquiera en Segovia tenía el lujo de no escoger un bando. Tratar de pasar por encima de un conflicto cuando el poder se mueve tan caprichosa y violentamente como lo hizo en Segovia era algo imposible. Como me dijo uno de los comandantes de Los Rastrojos, solo había una regla en el pueblo: "el pez más grande se come al más pequeño".

Para conocer la historia completa detrás de la guerra por el oro en Segovia, mira 'The Devil Underground' en Atavist.com, un reportaje en colaboración con el Investigative Fund del Nation Institute.