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Música

Fui con Confeti de Odio a los 5 sitios que más odia de Madrid

“En realidad no odio tantas cosas. Al menos no tantas como la gente podría creer".
Confeti de Odio
Todas las fotografías por la autora

Las ciudades son lugares hostiles. En el caso de Madrid, a veces se parece un poco a compartir piso con 6 millones de compañeros que no soportas. Forzados a habitar todos en el mismo espacio, a encontrarnos porque así lo conviene la situación y no la voluntad, cada cual acaba dibujando su propio mapa de la ciudad. Es una cuestión de supervivencia.

El domingo pasado le pedí a Confeti de Odio, el nuevo fichaje de Snap! Clap! Club, que recorriera Madrid conmigo. Pero con una diferencia: no quería que me revelara los lugares que conforman su mapa de bienestar —no me atrevería nunca a tal traición—, sino precisamente aquellos que más detesta. Así como Jesús murió en la cruz por nuestros pecados, Lucas de la Iglesia y yo visitamos estos cinco lugares para que vosotros no tengáis que hacerlo jamás.

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Paseando hacia el primer lugar de la lista nos encontramos de frente con un señor que va haciéndose espacio entre la gente al grito de “¡Fueraaa!”. Por un momento, en sus ojos puedo ver los de todos los madrileños. “En realidad no odio tantas cosas”, me confiesa Lucas poco después de este encontronazo. “Al menos no tantas como la gente podría creer. Por mucha ironía que le ponga a Confeti de Odio, soy bastante feliz”.

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Plaza de los Cubos

Telón de fondo de muchos domingos mirando los libros del VIPS —en paz descansen—, de banquetes de bodas rusas en el 100 Montaditos y hasta de las visicitudes de Pedro en Arrebato, para Lucas esta emblemática plaza de la capital fue, en cambio, la testigo de su despertar adolescente y etílico. “Con 17 años solíamos quedar en el Templo de Debod para emborracharnos y luego salir a las discotecas de por aquí”, me cuenta recordando los días en los que llevaba camisetas de colores y era un plazero fan del metalcore.

“Eran estas borracheras de granos y de llegar al McDonald’s súper bebidos a las once de la noche. Era tan divertido como turbio”, afirma. ¿Y quién no ha pasado por ello? Quizás no fuera en el mismo lugar, pero todos hemos tenido 17 años y bebido más rápido de lo que nuestro cuerpo endeble podía soportar. Pocas cosas más familiares que este sentimiento a medio camino entre la vergüenza y el cariño que siente nuestro Cicerón particular al recorrer su oscuro pasado musical.

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¿Cómo llega uno del metal al pop? En el caso de Lucas, a través del Guitar Hero. “Nunca había tocado nada, pero siempre fui muy de videojuegos. Así que me encerré a jugarlo en modo experto como un friki, y en tres meses me lo pasé”. Luego, vino el comprarse una guitarra de verdad y el tocar en varios grupos de metal. Más tarde, el emo a lo American Football y sus dos grupos anteriores, Verano y Saint Clementine. Ahora, en cambio, en el bando internacional de artistas favoritos juegan Of Montreal, Alex G, Elvis Depressedly y Katie Day. En el nacional, Carolina Durante —con quién toca a veces—, La Estrella de David y Los Punsetes.

“Gracias al metal desarrollé muchísima técnica, pero se me quedó corto. Precisamente al ser un género muy técnico, también es poco original”, me cuenta. La adolescencia se llevó consigo el acné y también esa especie de vergüenza que de chaval uno siente por lo que se hace en su país, ese creer que o cantas en inglés o no serás nunca nadie. Pero llega un día que aceptas que no te vas a ir de gira con los Guns n’ Roses, “y acabas conectando más con esas letras en castellano que odiabas, porque te hablan de lo tuyo. AC/DC te hablan de rockear. ¿Pero qué significa eso?”, se pregunta Lucas antes de detenerse frente al segundo lugar de nuestro tour particular.

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Una parcela de césped en Plaza de España

“Aquí fue donde lo dejé con mi ex”, me cuenta. El pasado, nos cantaba Caliza, está incrustado en cada esquina de una ciudad. Pasear por sus calles es también un paseo por la memoria de todo aquello que perdimos, de todo lo que pudo haber sido y ya no será. Visto así, es comprensible que para Lucas este lugar no llegue a significar odio, pero sí algo a evitar. “Fue muy triste. No hubo ni gritos ni nada. Sencillamente nos sentamos aquí y empezamos a llorar juntos mientras veíamos como algo se rompía ante nuestros ojos”. Debajo de toda la ironía con la que reviste sus canciones, hay un corazón sensible. Siempre lo hay.

“Aún así, la única canción que le he escrito a una persona en particular no fue a mi ex, sino a un amigo.” “Tu puta barba”, incluida en su debut Llorar de Fiesta, da una vuelta de tuerca a las canciones de odio y resentimiento: aquí no se le canta a la chica que te rompió el corazón, sino al amigo que lo hizo. Sí, porque los amigos también pueden hacerte añicos el corazón; a veces, mucho más fuerte que una pareja.

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"Creo que lo que ha funcionado con los traperos ha sido la honestidad de admitir que lo hacen por ganar dinero. La gente conecta con eso porque se dejan de historias”

“Quitando eso, soy muy egocéntrico y me gusta escribir de lo mío”, recalca el autor de esa maravillosa balada de amor propio que es “Para mí”. Muchos lo verán quizás como una sobrada, pero ¿es más egocéntrico el que solo habla de sí mismo o el que pretende que el mundo entero se sienta identificado con lo que sale de su boca? “Nunca te fíes del que dice que con su música está ayudando a la gente, porque eso es mentira”, afirma Lucas. “De hecho, creo que lo que ha funcionado con los traperos ha sido la honestidad de admitir que lo hacen por ganar dinero. La gente conecta con eso porque se dejan de historias”, añade.

Hablando de traperos. Hubo un tiempo que la gente se escandalizaba cuando los límites entre el trap y el indie se hacían maleables y difusos, y los indies versionaban a traperos (por cierto, una relación unilateral a excepción de Pimp Flaco sampleando “Maricas” de Los Punsetes). Gracias a dios eso está superado ya, y nadie se sorprenderá al leer que la colabo soñada de Lucas sería un Confeti de Odio ft. Goa o que una de las próximas canciones que sacará tiene una base muy reguetonera.

Llegando al tercer lugar, pasamos por delante del Teatro Lope de Vega y, al ver el cartel del musical de El Rey León, del alma le sale un “no lo puedo odiar más. La vi como un tonto, y es una obra malísima: me dio nauseas”. Al final va a resultar que algunas cosas sí las odia de verdad.

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Primark (Gran Vía, 32)

Para vivir la experiencia del odio a fondo no basta con mirar este colosal edificio de cinco plantas y tropecientos ventanales desde fuera. Prometimos sentir en nuestra propia carne el dolor de todas las almas que alguna vez han tenido que acabar en este Infierno de macropantallas y pijamas de animales; no hay marcha atrás. En mi caso, me agobian las multitudes en general. En el de Lucas, no. Le gustan los festivales y los macroconciertos, pero el problema con Primark es que, aquí, nadie parece estar pasándoselo bien. “Es como si solo hubiera un lugar en todo Madrid dónde comprar pero, a la vez, nadie quisiera estar aquí”, observa.

En el directo, Lucas se convierte por completo en Confeti de Odio, y eso pasa también por la ropa. “En el pop mainstream, desde Lady Gaga a Rosalía, es muy común que se curren la ropa con la que salen al escenario. Y yo sé que en los conciertos de Confeti somos como mucho 150 personas, pero creo que se lo merecen igual”, me dice. Por eso, si os acercáis al concierto de este sábado en Barcelona, es probable que le veáis blandiendo un ramo de flores y vestido con algo más que una camiseta y un pantalón cualquiera. Sea como sea, una cosa es segura: nada será de Primark.

Cuando le pregunto por las razones del éxito de Confeti de Odio —de la edición de 100 cassettes quedarán unas 20 y pico copias—, me responde que seguramente sea porque las canciones suenan sencillas y familiares. Pero, tras pasar toda la tarde juntos, acabo por elaborar mi propia teoría. Si Lucas sigue siendo el mismo de Saint Clementine, el mismo de Verano, el mismo que Lucas Vidaur y el mismo que ya sacó “Pocos Likes” en 2015, pero es en cambio ahora cuando le ha llegado a la gente es, evidentemente, porque la música mola. Pero creo que una parte del mérito se la lleva estar haciendo las cosas con tanto mimo.

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De las letras a la ropa, de los videoclips a su actitud en el escenario, todo responde a un mismo concepto de drama queen con tintes a lo Morrissey. Nada en Confeti de Odio es al azar, y eso se nota y agradece. De hecho, al final del día termina por confesarme algo que me parece muy bonito. Cuando se puso a regrabar “Pocos Likes” con Juan Pedrayes y Carlos René —con quien comparte formación musical en Axolotes Mexicanos— quedó tan contento que decidió tomárselo verdaderamente en serio, como una forma de agradecer las horas que sus dos amigos le dedicaron a su música.

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Teatro Barceló (C/ Barceló, 11)

A decir verdad, a mi me flipa este lugar. Es más: daría un brazo por haber estado en la cabeza del quién decidió que un edificio al estilo discoteca de Lloret de Mar iba a quedar bien en el mismísimo centro de Madrid. Fuese quien fuese, os aseguro que tenía alma de dadaísta. Aunque supongo que si no le tengo tirria al Barceló es porque jamás he entrado. Lucas, por su parte, me lo pinta como el sitio más malrollero del mundo. “Es el lugar más turbio que te puedas imaginar para ir de fiesta”, me advierte. “La mirada de los hombres es muy oscura. He estado unas tres o cuatro veces, y la gente va como afilada, esperando al más mínimo roce para montar un lío”. Me ha convencido: creo que pasaré el resto de mi vida limitándome a admirarlo desde fuera.

Y, con esto, nos acercamos a la última etapa de nuestro recorrido por la Madrid que detestamos.

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La Vía Láctea (C/ Velarde, 18)

Como en el caso del Barceló, en La Vía Láctea no se trata tanto del sitio en sí, cuanto la gente que lo frecuenta. Solo que aquí no son pijos de banderita de España en la muñeca, sino algo casi peor: gente que también te mira por encima del hombro si no eres como ellos, pero creyéndose el corazón de la contracultura. Aunque ahora está cada vez más de capa caída, hace unos años ir a La Vía Láctea era jugar a un live-action del “¿Quién es Quién?”.

“Es un sitio al que se viene para que te vean. Es más caro que otros y no es especialmente bonito, pero se supone que aquí va, o iba, la gente 'guay'”, me explica nuestro antiguía. Cambian las ciudades, cambian los tiempos y los lugares, pero no hay metrópolis que no tenga su propia La Vía Láctea, y más desde que el trabajo se fundió –aun más– con la vida, y alguien que trabaja en un lugar creativo es un Creativo, así en mayúscula, metamorfoseado en su propia actividad, definido por aquello que hace y no por aquello que es. Y lo que es peor: considerando como humanos de segunda categoría a quienes no son Creativos.

“Me parece muy enriquecedor conocer a gente de muchos ambientes, pero el rollo de querer distanciarse de los demás por creerse diferente me provoca muchísimo rechazo”, prosigue Lucas, a quién más que nunca le sale ahora su vena Confeti de Odio. “Artísticamente me limita muchísimo quedarme con una cosa”, sentencia antes de confesar que una versión que le encantaría hacer sería “Tenía tanto que darte” de Nena Daconte. Terminamos nuestras cervezas, y nos vamos. Alejándome hacia Gran Vía, empiezo a pensar que, si bien las ciudades pueden llegar a ser hostiles, son las personas con quienes las recorremos que pueden convertirlas en amables.

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