FYI.

This story is over 5 years old.

Sexo

Lo que ser trabajadora sexual me ha enseñado de los hombres

Intimidad, esfuerzo emocional y sexo ético.
Lia Kantrowitz
ilustración de Lia Kantrowitz

He perdido la cuenta de las veces que he sido sexualizada con y sin mi permiso expreso, como le habrá ocurrido a la mayoría de las mujeres. He tenido jefes que me han dicho que la próxima vez llevara falda, y cuanto más corta, mejor. Al igual que prácticamente todas las mujeres que conozco, he sido abordada por un desconocido con intención de entablar lo que parecería una conversación inocua mientras disfrutaba tranquilamente de un café y un libro en una cafetería.

Publicidad

Para evitar ser maleducadas o agredidas, verbal o físicamente, las mujeres interactuamos con nuestro acosador lo mínimo indispensable y mientras nos veamos obligadas a ello. A mí me han llegado a tirar café caliente encima por no responder a un piropo con una sonrisa. Amigos, compañeros de clase y de trabajo me han dejado sin palabras soltándome algún comentario sobre el tamaño de mis pechos o del culo sin venir a cuento.


MIRA:


Cuando empecé como trabajadora del sexo, tuve un momento de alivio: me di cuenta de que aguantar a los hombres era mi trabajo; no tenía por qué hacerlo gratis. Ya podría estar trabajando como bailarina en Londres, en un club de Nueva York o en algún antro en medio de una autopista, los hombres eran igual en todas partes.

En lugar de pedirme que bailara para ellos, lo que querían era que me sentara y los escuchara en silencio quejarse sobre su trabajo o sus exmujeres. Yo hacía las veces de terapeuta, consejera matrimonial, asesora profesional y confesora. Ahora, en cambio, me pagaban por todo ese esfuerzo emocional que los hombres esperan que hagamos las mujeres gratuitamente. Y si algún tipo se ponía agresivo, sabía que el personal de seguridad entraría y yo podría salir.

El sexo no era muy distinto a los encuentros que había tenido antes de trabajar en este mundillo: a veces placentero, aunque casi nunca memorable

Años después, cuando volvía al trabajo sexual como prostituta en Craiglist, las cosas fueron más o menos igual: gran parte de mi trabajo sucedía en el plano emocional, más que en el físico. El sexo no era muy distinto a los encuentros que había tenido antes de trabajar en este mundillo: a veces placentero, aunque casi nunca memorable. Las necesidades de los hombres eran la prioridad, ya fuera durante mis relaciones profesionales o personales. Al menos ahora me pagaban por ello.

Publicidad

Partir de la base de que todas las trabajadoras del sexo están victimizadas por su profesión anula la experiencia de aquellas que realmente lo han estado. Las trabajadoras sexuales, aunque tienen un mayor riesgo de ser victimizadas por la naturaleza delictiva de su trabajo y el estigma que pesa sobre él, no sufren más ni menos acoso que cualquier otra mujer que viva en este mundo machista. Dicho esto, resulta igual de erróneo pensar que el negocio del sexo no afecta a la vida privada o la identidad de quienes lo practican.

Durante los años que pasé tratando de salir del mundo del trabajo sexual, he tenido que lidiar con las complicadas experiencias sexuales que he tenido en mi vida. Ahora parece que también las mujeres que no se han dedicado a este negocio empiezan a sumarse a este reconocimiento: desde el movimiento #metoo y Harvey Weinstein al relato Cat Person, del New Yorker, hablamos, como entidad cultural, del acoso y del significado del “sexo malo” en términos generales. Hablamos de experiencias consensuadas que nos han dejado insatisfechas y con la sensación de haber sido utilizadas. Hemos llegado a la conclusión colectiva de que, a veces, el consentimiento no es suficiente.

El movimiento #metoo ha ido un paso más allá, jugando con lo que entendíamos por sexo ético. El sexo ético no solo es consensuado, sino que está libre de explotación, está protegido, es honesto y placentero. Hay cosas que, pese a ser consensuadas, pueden seguir siendo jodidas.

Publicidad

Por fin hemos llegado a un punto en el que se debate en términos que van más allá de los de “violación” o “no violación”. Yo misma llegué a ese punto cuando abandoné el trabajo sexual. Fui capaz de reconocer que el sexo que había practicado por dinero, aunque había sido consensuado, no era ético por muchas otras razones. Era explotación. No lo disfrutaba. No tenía nada que ver con mis clientes. A veces incluso los odiaba.

Aunque he sido una profesional en dar placer, como muchas mujeres, tengo sentimientos encontrados sobre lo que esperar a cambio. Después de haber estado con cientos de parejas sexuales, no habría sabido decir qué cosas me excitaban

Cuando dejé el trabajo sexual, empecé a buscar todo aquello de lo que mi vida privada carecía: quería sexo placentero y que no implicara explotación. Quería una pareja con la que pudiera ser sincera y compartir mis valores. Quería a alguien que se preocupara por mí y me respetara.

Estaba tan acostumbrada al abuso que me vi sumida en una relación de dependencia con un hombre que se aprovechaba de mí económicamente y utilizaba mi pasado como trabajadora sexual contra mí. Cuando pude dejar la relación y empecé a conocer a hombres por internet, muchas veces precipitaba el momento del sexo. Eso me llevaba a enamorarme perdidamente de hombres con los que era sexualmente compatible pero con quienes no tenía nada más en común.

Finalmente, aprendí a discernir a los hombres que yo llamaba del “tipo cliente”, hombres tan pagados de sí mismo que mi presencia poco les importaba. Hombres que escogían un bar para la primera o segunda cita, pese a que yo no bebo alcohol. Hombres que hablaban sin parar de sus novelas, sin pararse a preguntarme ni una vez a qué me dedicaba yo. Dejé de dedicar tiempo a la gente y me centré en hombres que realmente me parecían atractivos. Además, empecé a exigirles el mismo espacio que ellos me pedían a mí.

Publicidad

Aprendí a incluir el sexo en una relación emocionalmente satisfactoria. El sexo ocasional con desconocidos era fácil, pero en el contexto de una relación presentaba ciertos desafíos. No sabía cómo actuar o, para ser más exacta, no sabía cómo “no actuar”, porque durante muchos años había fingido un papel. Aunque he sido una profesional en dar placer, como muchas mujeres, tengo sentimientos encontrados sobre lo que esperar a cambio. Después de haber estado con cientos de parejas sexuales, no habría sabido decir qué cosas me excitaban.

Los hombres son hombres, y por mi experiencia, la mayoría buscan lo mismo: buscan algo de atención, compañía, que les suban el ego, quizá follar

El hombre con el que finalmente me casé fue atento conmigo desde el principio. En lo tocante al esfuerzo emocional, también asume su parte de responsabilidad. Una de las primeras diferencias que encontré entre el sexo con mi marido y con los clientes es que mi marido se preocupa. Al principio, si creía que yo no estaba disfrutando o que no me apetecía continuar, paraba. Nos comunicábamos, constantemente, verbalmente o de cualquier otra forma, antes, después e incluso durante el acto. A decir verdad, al principio tanta atención me causaba rechazo, pero aprendí a aceptarla.

Hoy todavía sigue preocupándome el aspecto del esfuerzo emocional. El otro día, después de que un hombre me ayudara a subir el carrito del bebé por la escalera de mi edificio, le escuché educadamente mientras me daba consejos de crianza. Se ofreció a volver otro día con una caja de ropa de bebé usada, pero decliné la oferta amablemente. A veces soy educada. Solo está siendo amable, me decía a mí misma. Sabe dónde vivo.

Anoche, un tipo en el gimnasio me insistía para que me quitara los auriculares y lo escuchara halagar mi rutina de ejercicios, pero le pedí que me dejara en paz. Los hombres son hombres, y por mi experiencia, la mayoría buscan lo mismo: buscan algo de atención, compañía, que les suban el ego, quizá follar. Lo siento, señores, pero ese ya no es mi trabajo.

Sigue a Melissa Petro en Twitter.

Este artículo apareció originalmente en VICE US.