El blanquito ciego

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El número del botadero

El blanquito ciego

Con este viaje al Pacífico Sur presentamos 'Fotografías verbales', la nueva columna de Juan Miguel Álvarez en VICE.

Foto por Federico Ríos.

Este espacio lleva por título "Fotografías verbales" y pretende ir publicando cortas historias de lugares visitados, memorias de sensaciones confusas, epifanías de luces y sombras, charlas que no salieron en letras de molde, retratos, cuadros de costumbre, notas de libreta que me revelaron alguna pregunta, alguna duda, alguna turbación. En principio, las entradas tendrán una distancia de quince días; luego, veremos.

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Cada fotografía verbal nace en los ya numerosos viajes que mi trabajo me ha permitido. O quizá nace en ese lugar inexacto en el que la sensibilidad se choca de frente con la realidad. Aunque sea un trabajo, viajar es pasear, sentirse extranjero, ser tratado como huésped pasajero. Se duerme en habitaciones impropias que sirven de igual modo a otros viajeros, antes y después. Y como es un lugar lejano nada es permanente, ni siquiera los utensilios que siempre me acompañan: el cepillo de dientes que regresa conmigo vuelve a encontrar su puesto en la gaveta de usos ocasionales. Y tampoco nada es personal: nunca se llega a descubrir del todo un lugar, a descifrar por completo el significado de aquel pedazo de mundo. Cada trayecto es apenas un reflejo o su destello. Cada viaje contagia esa ingobernable sensación de no ser nadie, esa insobornable certeza de que por fuera de mi casa todo debe ser agradecido.

Si vivir es viajar, viajar es escribir. Eso le leí hace un tiempo al novelista y ensayista italiano Claudio Magris. La claridad y redondez de aquella sentencia me arrobó desde entonces. Tres verbos en una misma oración, tres significados asumidos como uno solo.

Tengo 39, dos décadas después de aquel día en que me fijé que quería viajar para escribir o escribir para viajar. Puede ser un tiempo considerable, pero yo siento que apenas empiezo. Que los libros por escribir siguen ahí entre la tinta de mi libreta de apuntes y las teclas de mi ordenador. Entre mi cámara de fotos y el pasabordo de mi próximo destino."Viajar para no llegar sino por viajar", ha dicho Magris, "para llegar lo más tarde posible, para no llegar posiblemente nunca".

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***

Había cierto caos, pero había sobre todo fiesta o ánimo festivo: sonaba música, la gente conversaba, saltaba, se oían carcajadas. Ardían llantas en medio de la vía. El sol de las 12 achicharraba la piel. Me acompañaba el reportero gráfico Federico Ríos y habíamos ido hasta el Pacífico Sur colombiano para cubrir un encargo que no tenía nada que ver con lo que estábamos atestiguando.

A 25 minutos del centro de Tumaco, una comunidad afro había bloqueado la vía que conduce hasta Pasto y exigía la presencia de un funcionario del alto gobierno. No quería conversar con mandos medios ni tirabuzones, y como los oficinistas de alto perfil se hacen esperar, el tránsito llevaba dos días estancado.

Entre el desorden y la celebración, parecía que no todo lo que hacía la comunidad estaba bajo control de los líderes del bloqueo. Hubo un momento en que dos jóvenes en moto que no eran del sector fueron detenidos por la turba tras haber intentado sobrepasar las barricadas. Los hicieron bajar de la moto y les recriminaron que no estuvieran siendo solidarios con la protesta. Los dos jóvenes intentaron justificarse y de poco les sirvió. Les dijeron medio en broma medio en serio que les iban a quemar la moto. Los jóvenes comenzaron a suplicar que no, que era lo único que tenían para trabajar. Que por favor no. Se escuchaban risas burlonas e insultos; yo alcanzaba a percibir en la turba cierto odio, cierto resentimiento y cierto placer por el ejercicio del poder más básico: el sometimiento y la humillación por la fuerza de una multitud, uno de los más graves peligros que encarna la masa. Me acerqué para escuchar mejor y uno de los lugareños me lanzó una mirada agresiva: como si entre las cosas que se decían un tipo con la cara tan blanca limpia de ciudad fuera sospechoso y hubiera que interpelarlo con furia. Codeó a su compañero y este al siguiente y este al siguiente y de súbito tuve encima mío los ojos níveos casi coléricos de cinco tipos enormes, sudorosos. En eso, el líder del bloqueo me tocó la espalda. Se llamaba Jairo.

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La turba se calmó. Los jóvenes recuperaron la moto y siguieron su camino. Jairo me llevó a un cambuche armado con plásticos y palos a orilla de la carretera. Vestía de blanco: pantalón, camisa de manga corta y cachucha. Medía un metro con cincuenta, no más de ahí, y hablaba con voz aguda de buena dicción.

Me contó el origen de la protesta. Tenía que ver con los métodos del ICA para la sustitución de los cultivos de palmas de aceite. Uno de ellos, la aplicación de un herbicida, había matado una cantidad de animales domésticos y silvestres. La comunidad había interpuesto una acción popular y un tribunal había fallado a su favor: los métodos debían concertarse con la comunidad. Así se hizo y los campesinos acordaron con los técnicos del ICA que no podían usar el herbicida, que todo debía ser manual. Pero tiempo después, según Jairo, el ICA volvió a fomentar el uso del herbicida. "¿De cuándo acá una entidad puede desconocer una sentencia de un tribunal?", me preguntó. "Eso lo hacen con nosotros, que somos negros y una comunidad abandonada. Está visto que en este Estado los indios y los negros somos discriminados".

Esta interpretación de los hechos me sorprendió. Desde mi perspectiva de citadino me parecía más plausible que la actitud del ICA tuviera origen en la ineptitud normal de las entidades estatales o en la incapacidad de unos funcionarios públicos seguramente clientelistas, mas no en la discriminación y el racismo. Se lo dije. "Eso lo dice usted porque no es ni negro ni indígena", me contestó. "Me da pena decírselo, pero como usted es un blanquito no se da cuenta de que el racismo sí existe. De que nosotros los negros de este país estamos en desventaja. Claro: usted no lo ve, no lo nota. Pero es así. A nosotros nos discriminan por negros y por eso una entidad como el ICA cree que puede pasarse por la faja una sentencia de un tribunal. Sabe que nadie nos defenderá. Por eso estamos aquí en esta carretera. No hacemos esto por capricho, llevamos más de año y medio pidiendo que nos escuchen y nada. No nos resuelven nada. Es un asunto de discriminación, como es con nosotros creen que pueden hacer los que les da la gana. En el Estado nuestro los indios y los negros somos seres inferiores, no nos resuelven las cosas y lo que hacen es tirarnos la fuerza pública".

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No paró de hablar.

Jairo continuó. Me dio su opinión sobre el proceso de paz en La Habana. Dijo que estaba de acuerdo con el desarme y la desmovilización de las FARC, pero que eso era sólo una parte. Que mientras el modelo de desarrollo siguiera siendo el mismo la violencia iba a seguir siendo la misma, porque el modelo era "el generador" de la pobreza y en consecuencia de la guerra. "El problema no son los actores armados. El problema es el modelo de sociedad y de desarrollo. El Estado que margina, discrimina, excluye; no estamos en una situación tan fácil como para decir que los muchachos entregaron las armas o las botaron y ya llegó la paz. Eso no es así. La gente mata por robar un celular. Las mujeres son violentadas y la gente anda esquizofrénica. Todo mundo, a la defensiva. Nadie cree en nadie. Todo mundo, haciendo trampa. ¿Que si va a haber paz con el desarme de las FARC? Yo creo que no. Y no soy un hombre pesimista, pero con el tema de las FARC no estamos tocando el fondo del problema de este país".

Cada una de estas palabras las escuché en automático. No me pude sacar de la cabeza la idea del racismo. ¿Era cierto que yo no podía verlo? ¿Era probable que yo fuera tan ciego? ¿Mi condición racial me blindaba o me enceguecía? ¿Si esto era una zona oscura de mi perspectiva, tenía remedio?

Yo, tan cara limpia blanquita de ciudad.

Lea quincenalmente en VICE.com la columna 'Fotografías verbales'.