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El número rarito

Disco Pocho

Da igual el desorden psicológico que les afecte, todos los pacientes son iguales en la pista de baile.

Fotos de Tanja Kernweiss

El segundo miércoles de cada mes, la Klinikum Wahrendorff, un hospital psiquiátrico en Köthenwald, Alemania, se convierte en la más improbable de las discotecas. La sala comunal se despeja para transformarse en algo parecido a una disco típica: la gente se viste bien, baila, bebe, flirtea, discute y, por lo general, desfasa. La gran diferencia con las discos normales es que, mientras que en aquellas a veces cuesta entrar, de Wahrendorff lo complicado es salir. Llego poco antes de que comience la fiesta y veo dos máquinas de luces arrojando haces de luz azul, roja, amarilla y verde sobre un parquet de madera oscura y largas cortinas rojas cubriendo las ventanas. Podría ser una escena de una película de serie B de los 80, aunque no creo que el concepto de tiempo se tenga en gran consideración en este lugar. Recorro con la vista la desierta sala e intento imaginar qué aspecto tendrá dentro de media hora, cuando 200 pacientes invadan el espacio y se coagulen en una única, pulsante entidad de bailarines. De los altavoces brota un marcado ritmo de bajo. Medio reconozco la canción. Es algo de Lady Gaga, una elección bastante acertada para una prueba de sonido en un hospital mental. Al otro lado de la pista de baile hay mesas con platos de plástico llenos de patatas fritas, pretzels y otros aperitivos. El conjunto recuerda a un cruce entre una discoteca de pueblo y una fiesta de cumpleaños adolescente.

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Como en los clubs y bares “normales”, algunos pacientes prefieren ver las cosas desde un lateral.

No tardo en descubrir que los pacientes de un hospital psiquiátrico saltan a la pista de baile igual que lo hacen los supuestamente cuerdos: lentamente al principio, después a toda prisa, todos a la vez, cuando suena la canción correcta y pone en marcha a un grupo de gente más grande. Al poco tiempo la fiesta está en plena ebullición, la música atrayendo a los entusiasmados pacientes como tiburones dispuestos a darse un festín. La DJ es Sabine Wenzel, directora del ala residencial de las instalaciones. Sabine no tiene nada que ver con los estereotipos que retratan a las responsables de una institución psiquiátrica como frías arpías sin escrúpulos: dejándose ella misma absorber por la música, baila con energía detrás de su mesa de mezclas. También los asistentes sucumben al sonido, entre ellos Johnny, un esquizofrénico de 60 años con cabello ralo y gafas sucias; alternativamente canta y rechina los dientes con placer. Johnny se toma una pausa de la pista de baile y viene a hablar conmigo. Me pregunto qué le pasa por la cabeza. “Nadie se ocupa de mí, nadie me quiere”, dice, para acto seguido agregar que alguien le echa veneno en la comida y que ésa es la razón de su enfermedad. Me cuenta que lleva entrando y saliendo de instituciones psiquiátricas desde que era joven, y admite que no puede valerse por sí mismo. “No quiero salir. Ahí fuera es terrible”, dice. “Aquí dentro es un poco como Woodstock”. No estoy seguro de qué quiere decir, pero no dejo de pensar en los pacientes de Alguien voló sobre el nido del cuco, que preferían la esterilidad del hospital al mundo exterior. Aun así, dudo que Randle McMurphy fuese capaz de sanar a Johnny. Mientras hablamos, frunce de pronto las facciones como si acabara de morder un limón, y procede a contarme sus delirios con gran detalle. Asegura, por ejemplo, que en una ocasión se infiltró en una red de pedófilos y derribó la puerta del apartamento de un tipo, al que sorprendió masturbándose con fotos de niños. Johnny escupe al hablar y mi rostro se humedece más y más con cada sílaba. De repente pierde interés en mí y grita, “Música, por favor”, y regresa bamboleándose a la pista de baile.

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Da igual el desorden psicológico que les afecte, todos los pacientes son iguales en la pista de baile.

La fiesta se está caldeando, la sala llena de cuerpos sudorosos. Descontando a unos pacientes con problemas agudos que se quedan sólo por un corto tiempo, hay unos 1.000 residentes a largo plazo en Wahrendorff, todos ellos por encima de los 18 años. Muchos están aquí por orden judicial y no es probable que se vayan a marchar en un futuro próximo. Antes de la fiesta, Sabine, dando caladas a un cigarrillo electrónico, me había hecho una visita guiada por el hospital. Cuando llegamos al ala de máxima seguridad sentí como si me hubiera aventurado en una casa de los horrores. Personas con los ojos vidriosos vagaban sedadas por los salas, arrastrando los pies. Rostros sombríos, malas posturas corporales. Coloridos dibujos hechos por los pacientes colgaban de las paredes, iluminados por los tubos fluorescentes que colgaban de los techos. Los días de las camisas de fuerza y el confinamiento solitario hace mucho tiempo que quedaron atrás, y la sala de estar comunal parecía bastante acogedora; con todo, no dejó de parecerme inquietante. Estaban acolchando una habitación desde el techo hasta el suelo. Todo tiene que ser blando. “Estar loco aquí es divertido”, dijo Sabine. Como directora del centro, Sabine tiene una autoridad casi absoluta sobre los pacientes. Como DJ no se le da tan bien. Cuando vuelve a pinchar unos hits alemanes por enésima vez, alguien grita: “¡Mierda para el DJ!”. Parece que, hasta en un hospital psiquiátrico, todo el mundo es un crítico. La fiesta ha llegado a su apogeo y, a pesar del critiqueo, todo el mundo baila; incluso Tanja, mi fotógrafa, a quien los pacientes no inquietan lo más mínimo.

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De forma nada sorprendente, muchos pacientes prefieren bailar solos.

A mí me encantaría estar igual de relajado, pero me resulta imposible. Me quedo parado al borde la pista de baile, incómodo y sintiéndome como el voyeur más desgarbado del mundo. Me gustaría ser fumador para poder esconder mi sensación de incomodidad tras una nube de humo de tabaco. Viendo a todas estas personas desequilibradas empiezo yo mismo a sentirme un poco fuera de mis cabales. De repente me percato de que alguien se aproxima desde atrás: una mujer de gran tamaño con un bastón me planta un beso en la mejilla y me mordisquea suavemente, como una gata con su cachorro. Tengo un acceso de miedo y me retiro para secarme la cara con mi sudadera. Aunque es evidente que algunos de los participantes —como mi nada secreta admiradora— no viven en el mismo mundo que yo, otros parecen absolutamente normales. Nadja, por ejemplo. Nadja es una mujer joven con un trastorno agudo de personalidad, una dolencia que se caracteriza por súbitos, intensos cambios en el estado de ánimo y un comportamiento compulsivo capaz de destruir cualquier relación personal. No es algo que se pueda discernir meramente charlando con ella.

En el clímax de la celebración, el público se convierte en una sola y pulsante entidad.

Nadja sonríe con frecuencia mientras hablamos. Le gusta ser entrevistada, y suelta una risita cuando me dice que no le gusta la música que en ese momento está sonando. A ella le gusta más el techno y el hip hop, y es tan encantadora y elocuente, y su rostro tan agradable, que no puedo evitar preguntarme, “¿De verdad esta chica está enferma?”. Me explica entonces que la raíz de su enfermedad está en los abusos sexuales que sufrió siendo niña. Durante mucho tiempo pensó en el suicidio, pero eso ya lo ha superado. También se cortaba los brazos con una hojilla de afeitar. “Heridas muy superficiales, nunca tuvieron que ponerme puntos”, explica, como si fuera la actividad más normal del mundo. Antes Nadja residía en el ala de máxima seguridad, pero en febrero la trasladaron a una zona de menor vigilancia. Durante mucho tiempo fue incapaz de ir al colegio, pero ahora quiere acabar sus estudios. “Me encantaría trabajar con niños discapacitados, llevarlos de paseo, leer para ellos, cosas así”. Añade que le gustaría fundar una familia, siempre y cuando su marido no estuviera constantemente intentando tocarla o queriendo tener sexo con ella. En su puesto de DJ, Sabine ha pasado a pinchar un techno muy facilón. Sabine creó esta disco seis años atrás, poco después de empezar a trabajar en Wahrendorff. Hoy, la disco es un evento clave cada mes dentro del escueto calendario social de los pacientes. También una vez al mes se celebra un pase de películas, pero no goza del mismo éxito. No cuesta ver por qué la velada de baile es tan popular: es de las pocas cosas que recuerda a algo que podrías ver en el mundo exterior. Hay un portero en la entrada encargado de poner un sello en el dorso de la mano de los invitados (azul para los pacientes en mínima seguridad, rojo para los de máxima, a quienes no se permite abandonar la sala por su cuenta). Hombres jóvenes con las hormonas a flor de piel sostienen cervezas sin alcohol al filo de la pista de baile. De vez en cuando surge un conato de pelea, igual que en cualquier club y, por no faltar, no falta ni el tipo extraño que trata de colar drogas (no de las de prescripción). Los invitados flirtean unos con otros, por supuesto, algo que puede perfectamente llevar a algo más serio: Wahrendorff permite que los amantes se queden solos entre los muros del hospital, provee de contraconceptivos y da información sobre enfermedades de transmisión sexual. “Nuestros pacientes tienen derecho al amor y la sexualidad”, dice Sabine.

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Markus padece psicosis y está enfermo de VIH, pero eso no le impide pasarlo bien en la fiesta.

Echo un vistazo a la pista de baile y veo a Sandra Brandt, una enfermera en prácticas de 21 años, bailando con Markus, un paciente de 44 años de llamativo aspecto: pantalones rojos ceñidos y camisa de cuadros. Ríe con la boca abierta de par en par, descubriendo toda su dentadura, mientras se pavonea a lo Travolta y hace girar a la enfermera. Markus padece psicosis inducida por las drogas. A veces la psicosis desaparece tras un tiempo de tratamiento, a veces no. Markus accede inmediatamente a hablar conmigo, y los dos hacemos un brindis. Es evidente que nos caemos bien, pero no tardo en darme cuenta de que hablar con él va a resultar difícil. Markus habla con enorme dificultad, hasta el punto de sonar como un niño pequeño con la boca llena de espuma de caramelo que tratara de decir con voz muy alta algo importante. Afortunadamente Sandra se da cuenta y hace de traductora. Me explica que Markus vivía en Mallorca, donde era propietario de un bar. También entonces le encantaba bailar. “Estaba constantemente de club en club y tomaba muchísimo LSD”, dice Sandra. Markus es homosexual y contrajo el VIH en 1993. Su psicosis y la infección están causando estragos en su cerebro, pero por el momento sigue tan ágil, alerta, sediento y con ganas de devorar la vida como en los viejos tiempos. “Venga, vamos a seguir bailando”, dice con su lenguaje único. Sandra asiente y los dos vuelven a la pista.

Empiezo a relajarme. Markus es un ejemplo de lo positivo que se puede ser, incluso sufriendo una grave enfermedad. Encara cada día como si fuese un nuevo viaje. Y no es como si aquí la gente fuera contagiosa o la mantuviesen en cuarentena. Wahrendorff no es solo uno de los grandes generadores de empleo en la zona, también es un centro muy bien integrado en la comunidad de los alrededores; cada año, en septiembre, se celebran festivales de jazz en los que pacientes y gente de los pueblos circundantes se entremezclan, los locos y los más o menos cuerdos relacionándose amigablemente.

Nicole, de 22 años, padece síndrome de Münchausen.

A medida que la fiesta va tocando a su fin, me percato de un inquietante paralelismo: es el equivalente de Wahrendorff al momento en que, en un club normal, miras de un lado a otro en un último y desesperado intento de acabar echando un polvo. Está sonando algo suave y romántico. Algunos pacientes se balancean en sus sillas, otros acompañan la canción con sus voces. Nadie baila lentamente. Un hombre pisa fuerte con su pie derecho, después con el izquierdo, como un bebé de elefante preso del sopor. Los aperitivos ya han desaparecido cuando me acerco al bar y entablo conversación con Nicole, una chica bajita de 22 años con ojos azules. Lleva maquillaje y un perfume de aroma agridulce. En cualquier club del mundo tendría acceso libre, pero tiene que estar aquí porque padece síndrome de Münchausen; esto significa que simula sufrir dolencias e imita síntomas sin estar realmente enferma, sólo para llamar la atención. Nicole no me dice qué dolencia simulaba tener la última vez que la llevaron al hospital, pero admite abiertamente que fue una invención. Me mira y sonríe, la sonrisa más cuerda del mundo entero. Le pregunto cómo se lleva con los demás pacientes, cuyos problemas son más evidentes. “Al principio me resultaba extraño, pero ahora me alegro de estar aquí”. Se acostumbró a ver gente con aspecto ligeramente raro. Nicole parece inofensiva, pero se aloja en el ala de máxima seguridad; tuvo que ser inmovilizada por la fuerza por simular tener ataques epilépticos, y no mucho más tarde empujó a una enfermera y trató de huir. Nicole cree que su problema deriva de su infancia. Sus padres discutían mucho, a menudo la dejaban a ella sola para que se ocupara de la casa, y finalmente se sintió tan abrumada que dejó de ir a la escuela. Ella cree que estará en el hospital como mínimo hasta 2013, y su sueño una vez reciba el alta es convertirse en cuidadora de ancianos. En la actualidad no desea tener ningún contacto con sus padres. Me pregunta si estoy casado, señalando el anillo que llevo en el dedo, y después vuelve a la pista. ¿Seré yo esta noche la última opción a la desesperada? Antes de marcharme le pregunto a uno de los enfermeros de la clínica, que esta noche hace las veces de portero, si alguna vez se han dado problemas durante los bailes. Me dice que, dejando aparte algunos intentos de fuga, nunca sucede nada. “No puedes tenerlo todo al cien por cien bajo control”, dice, para después añadir que puede que alguien haya colado auténtica cerveza. Esto es algo que sí sucede con cierta regularidad, pero no le preocupa. “Estoy contento cuando veo aquí a los pacientes. Es un ambiente muy distinto. Aquí son felices”. Estoy de regreso a la sala comunal cuando llega el verdadero fin de la noche. La mujer grande con el bastón reaparece y se inclina hacia mi entrepierna, preparándose para usar los dientes de nuevo. Esquivo el ataque por los pelos y procuro huir de un potencialmente doloroso incidente. Me arde la cara. La mujer observa mi retirada con la mirada desencajada, meneando las tetas, haciéndolas temblar como si fueran montículos de gelatina. Ha vencido: estoy realmente acojonado. Entonces sucede aquello que sucede en todas las buenas fiestas: que termina. Se encienden las luces, hora de cerrar. Los pacientes se van retirando mientras Sabine hace sonar la canción que siempre emplea para concluir estas veladas, “Born to Live”, de un inofensivo grupo alemán llamado Unheilig. Ella dice que la letra del tema significa mucho para un buen número de sus pacientes: “Nacimos para vivir / toda la eternidad / Nacimos para vivir / sólo por ese momento / en el que todos comprendieron / lo valiosa que es la vida”