El hombre que me enseñó cómo ser gay

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Identidad

El hombre que me enseñó cómo ser gay

Creía que si trabajaba como escort iba a poder comprar mi libertad. Pero uno de mis clientes me enseñó que ya tenía toda la libertad del mundo.

A principios de la década de los 90, tenía veintitantos y vivía en Nueva york, y el infame antro Disco 2000 de Michael Alig era el rey de los miércoles por la noche.  Mis amigos y yo, con atuendos escandalosos y maquillados con del glamour de película de terror, nos drogábamos y bailábamos hasta que se acababa la música. Después nos subíamos al Alfa Romero de mi mejor amigo Aaron Blue y nos dirigíamos a toda velocidad hacia Save the Robots, un after al oriente de la cuidad donde drag queens, empresarios, club kids y asesinos se dejaban llevar por la música y bailaban durante horas. Después terminábamos en Florent, comiendo escargot y papas a la francesa.

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En ese entonces la ciudad era nuestra. Estábamos atrapados en un remolino de drogas y fiestas. Nos sentíamos invencibles.

En 1996, Aaron Blue falleció por una sobredosis de heroína y Disco 2000 se vio envuelto en un escándalo. Pero esas noches se quedaron grabadas en mi memoria, luminosas, salvajes y llenas de magia.

Fue entonces cuando empecé a trabajar como escort. Era un drogadicto desempleado y dependía de mi padre adinerado. Creía que ser una puta iba a resolver todos mis problemas y me iba a dar la libertad de comprar drogas e ir de antro todas las noches sin tener que rendirle cuentas a nadie.

Pero no me di cuenta de lo encadenado que estaba hasta que conocí a Laurent.

Laurent fue mi segundo cliente y me enseñó que todo en la vida se resume a nuestras decisiones, que somos nosotros los que escogemos nuestros destinos y nuestro futuro cada día, y que yo era el responsable de todo lo bueno y lo malo en mi vida. Sin importar en lo que me convirtiera, lo único que quería de mí era que todos mis actos estuvieran impregnados de belleza: "Todos los gays tenemos el deber de crear belleza y hacer que el mundo se la trague a la fuerza", decía.

Tenía un rostro redondo, rizos rubios, ojos azules, una mirada triste y un acento ligeramente sureño. Vivía en los primeros tres pisos de una casa de piedra rojiza que daba hacia una sección de la 17th Street, una parte de la ciudad con una belleza exuberante y decadente. Y se estaba muriendo de SIDA, que él llamaba"el cáncer".

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La primera vez que lo vi me pidió que preparara té de rosa con una ligera infusión de opio y que leyera en voz alta una colección de poemas de Hart Crane. Ciertos pasajes lo hicieron llorar. Una vez, me contó la historia de cómo, después de que unos empleados del barco lo golpearon por haber coqueteado con uno, Crane hizo un brindis ante una multitud de invitados y se tiró por la borda. "Siempre hemos pagado un gran precio para poder chupar pito", dijo Laurent.

La segunda vez que lo vi, me preguntó si podíamos desnudarnos. Hicimos vueltas de carro alrededor de su sala, nos estrellamos contra sus muebles y rodamos por el piso.

Era difícil no ver fijamente los moretones en su piel pálida, casi transparente. "Son como pinturas del desastre que ocurre en mi interior", decía. "Son un recordatorio de lo que me espera. Contornos de muerte. Sin embargo, cuando los miro, lo único que veo es vida. Veo a todo los hombres que me he cogido, a todos los hombres que he amado, cada respiro que he dado, todas las decisiones que he tomado. He tenido la vida más hermosa que te puedas imaginar. Y ahora que la muerte está cerca, sé que todos los hombres hermosos que he besado, todas las manos que he tomado, todos los chicos drogados con los que he bailado, me van a estarme esperando con chocolate, champaña y fresas", dijo entre risas.

Se dejó caer, desnudo y sin aliento, sobre su sillón azul de piel.

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"¿Tienes idea de la suerte que tenemos? ¿De ser gay? ¿De no tener que vivir conforme a las reglas? ¿De poder crear las vidas que queremos? Nuestras vidas pueden ser grandes obras de arte. Podemos ser tan hermosos como queramos. De brillar tanto como las estrellas".

Un día llegue y encontré una alberca pequeña llena de burbujas de lavanda y agua caliente en medio de la sala. Me senté a su lado, le leí poemas de Lorca, bebí champaña y hablé sobre mi día. Laurent siempre quería saber en qué ocupaba mi tiempo, hasta las cosas más mundanas, como lavar la ropa o ir al súper.

"Ser una puta no es lo que te hace interesante, ni ser drogadicto. Esos sólo son momentos, fotos instantáneas que nos distraen de los que realmente importa", dijo. "Son los momentos, cómo tu pareja se pedorrea mientras duerme y te dan ganas de abrazarlo con más fuerza, cómo pasan el día juntos, pagan las cuentas, lavan los trastes, las cosas en las que piensas mientras te limpias el culo. Si existe un Dios, es ahí donde se revela".

Una vez le conté a Laurent sobre una fiesta sexual a la que fui. Sus ojos se iban abriendo cada vez más conforme le contaba mis aventuras. Cuando terminé, aplaudió y corrió por la habitación en un ataque de frenesí. Después se puso a bailar al ritmo de la canción que sonaba de fondo.

 "Somos monstruos hermosos y decadentes".

 "¿No crees que debería sentirme mal?".

"¿Por qué?".

 "No sé. ¿Tal vez fue demasiado?". "La puta me está preguntando si el sexo es demasiado? Nada es demasiado. Somos libres. Prométeme que nunca te vas a volver a sentir culpable por ser quien eres y hacer lo que te hace feliz".

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Prendía velas y las colocaba por todo el departamento, armábamos toques de hachís y bailábamos salvajemente, sin tener en cuenta el mundo exterior. Laurent rodaba por el piso, bailaba, gritaba y cantaba con toda su fuerza. Una vez me llevó a su azotea, donde Manhattan se extendía bajo el cielo oscuro como un altar gigante, y me contó la historia de su primer amor con un ladrón de obras de arte que vivía en Roma. Me contó sobre sus aventuras cuando metía drogas contrabando de Marrakech a España, y sobre las reuniones de satanistas en Francia "que siempre terminaban con orgías aburridas", dijo. "Estuve a punto de aceptar su estupidez, pero el sexo aburrido jamás. Eso era imperdonable".

Creaba relatos elaborados de veranos en Fire Island y fiestas en los muelles de la costa oeste. Hacía que el mundo pareciera mágico.

"El mundo de va a decir que eres inmoral y te va a tachar de villano", dijo. "Van a usar la religión, a Dios y toda clase de razones banales y tontas por las que no deberían permitirte vivir tu vida. Ser libre le recuerda a los demás las cadenas que escogieron. Al vivir tu vida como se te antoja, les recuerdas cómo se comprometieron y se sacrificaron en altares de catolicismo y mediocridad. Nosotros somos las bestias. Elegimos la vida sobre todo lo demás. Ser gay es la llave que abre la puerta. No tenemos que vivir conforme a las reglas de alguien más. La decisión es nuestra".

Igual que Aaron Blue y muchos otros de mis amigos, Laurent murió por la vida que eligió, un precio muy algo que pagamos por vivir bajo nuestros propios términos. A menudo me pregunto si valió la pena. ¿Llega un punto en una vida de extremos donde vivir ya no vale la pena?

Pero después pienso en Laurent, en su hermosa casa llena de obras de arte invaluables, en él bailando y cantando, y en lo dispuesto que estaba a pagar cualquier precio con tal de vivir a su manera.

"No me arrepiento de nada", me dijo una vez. "Ni siquiera de los momentos más dolorosos, ni siquiera de los más vergonzosos. No me arrepiento de nada".