Vamos a una misa en la que bendicen a perros y gatos
Victor J. Blanco

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Identidad

Vamos a una misa en la que bendicen a perros y gatos

La festividad de San Antón conecta a nuestras mascotas con el Altísimo.

Mientras atravieso las puertas de la iglesia de San Salvador, en Valladolid, intento recordar cuándo fue la última vez que fui a misa sin verme obligado por la boda de algún amigo o familiar. No consigo recordar la fecha, pero claramente no fue hace poco. El olor a incienso y cera de las velas se entremezcla con el de perro mojado. Esquivo patas, rabos y correas hasta llegar al pasillo central. No sabía que la iglesia se hubiese modernizado tanto. Será cosa del nuevo Papa o del cartel de la puerta que reza que tras la misa de hoy, en honor a San Antón, se bendecirá a los animales. Y hacen bien en hablar de animales y no mascotas, porque dudo que la RAE acepte gallina como animal de compañía.

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El párroco habla del amor al prójimo y a los animales, de dar cariño y proteger a nuestras mascotas como a esos pobres niños refugiados que huyen de sus países en guerra. La comparación chirría bastante, pero por lo menos se acuerda de los refugiados, pienso. Entre ladridos, maullidos y cacareos, alza la voz para llegar a oídos de sus feligreses. La iglesia está hasta arriba de gente, no cabe un alma, animal o humana. La mayoría aguanta estoica la cháchara del cura, en brazos de sus dueños. Otros rebeldes gruñen a los santos y vírgenes que los rodean.

La escena es más propia de un capítulo de Twin Peaks que de una invernal mañana en misa de doce. Pero ahí todo el mundo parece encantado con la estampa, salvo alguna parroquiana que se alza los cuellos de su abrigo de visón ante la mirada desconfiada de su vecino chihuahua. He de reconocer el mérito de mantenerlos calmados y en silencio ante lo que podría haber sido una orgía de ladridos y bufidos. La eterna pelea entre perros y gatos amainada por la paz del Altísimo.

San Antón, santo patrón de los animales, reúne cada 17 de enero a religiosos y sus mascotas en iglesias de toda la geografía española. El párroco detiene a tiempo sus analogías entre animales y refugiados, antes de que su oratoria le juegue una mala pasada. Llama a la comunión a sus creyentes que acuden con sus amigos más fieles en brazos, unos recelosos, otros hambrientos ante la hostia sagrada. No saben que el cuerpo de Cristo no es un premio por portarse bien.

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La misa llega a su fin y una procesión de piernas y patas se apresuran hacia la puerta, nadie quiere quedarse sin su bendición. Armados con ramos de romero y dorados cuencos con agua bendita, el párroco y sus ayudantes salen del templo. Los dueños se agolpan nerviosos, parece el patio de un colegio a la vuelta de vacaciones. El agua bendita empieza a volar en todas direcciones entre animales que se retuercen en brazos de sus amos. Me temo que el agua bendita les gusta tan poco como el de la manguera del jardín.

Y por fin la plaza se va vaciando poco a poco, dueños y mascotas se alejan con sus almas purificadas y una sonrisa de oreja a oreja. Solo algunos remolones se resisten a irse a casa y apuran los últimos selfies en compañía animal a las puertas de la iglesia. En el interior todo ha vuelto a la normalidad salvo un gran dogo de dimensiones equinas que se niega a posar junto a la policromía de San Antón. Si todas las misas fuesen así de pintorescas la Iglesia no tendría tantos problemas de asistencia. Y recordad, amad a los animales como yo os amo a vosotros.