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Olvidadas: la realidad de las mujeres cuidadoras en Chile

Estas son las historias de mujeres chilenas que postergaron su vida por ser cuidadoras en un sistema que ni siquiera reconoce su labor de forma legal.

Según datos de la Encuesta de Caracterización Socioeconómica Nacional 2017 (CASEN), en Chile existen 672 mil personas dependientes -es decir, que necesitan la asistencia de otras para realizar sus labores diarias-. De ellas, 470 mil cuentan con un “cuidador interno informal”, es decir, alguien que vive en el mismo hogar y las asiste de manera no remunerada.

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El perfil de quienes cuidan apunta, además, a una brecha de género: en un reporte llamado 1era Encuesta sobre Cuidadores Informales (2018), liderado por Sonia Castro, directora de la Fundación Mamá Terapeuta junto a Gloria Sepúlveda, de la Asociación Yo Cuido y socióloga de la Universidad de Arte y Ciencias Sociales (ARCIS), detectaron que de casi mil encuestados, el 98 % de las personas realizando labores de cuidado eran mujeres. Más de la mitad de ellas son dueñas de casa, y un 78 % afirmó que tuvo que dejar su trabajo para hacerse cargo de un familiar dependiente. ¿Cómo viven estas mujeres el día a día a cargo de un familiar dependiente 100 % de ellas y su labor?

Julia Arias (63) lleva 14 años cuidando. En 2007 tuvo que renunciar a su trabajo de años en un hospital psiquiátrico y mudarse a la casa de su madre, Julia López -hoy de 94 años-, luego de que le diagnosticaran un alzheimer avanzado. En esa época su labor consistía, más que nada, en acompañarla durante el día y preocuparse de sus necesidades básicas, lo que le permitía a Julia vender productos de belleza en la antigua peluquería de su progenitora para mantenerse y así tener un ingreso mensual. Esa fue su rutina por una década, mientras el alzheimer de su madre se mantenía a raya.

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Pero todo cambió el 28 de diciembre de 2017, cuando Daniela Maldonado (40) -la hija mayor de Julia- sufrió un accidente que la dejó postrada de por vida. Esa tarde, Daniela había salido a comprar a unas calles de su casa arriba de una bicicleta con motor tipo mosquito. En el camino se le cruzaron unos perros callejeros, y al intentar esquivarlos cayó golpeando su cabeza contra la vereda. No llevaba casco.

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El golpe fue tan fuerte que perdió la conciencia y tuvieron que practicarle una craneotomía de emergencia, además de extraerle un pedazo de cráneo debido a las fracturas en el lóbulo frontal ocasionadas por la caída. A raíz de este accidente Daniela estuvo cuatro meses en coma, y su diagnóstico era tan desalentador que los médicos sugirieron desconectarla. El día que iban a hacerlo, ella despertó. “Fue caótico porque fue un cambio de 180 grados en nuestra vida. Tuvimos que dejar todo tirado por ella”, cuenta Romina Zentilli (27), hermana de Daniela y quien hoy ayuda a su madre a cuidar de ella y de su bisabuela. Hasta hace poco, ella trabajaba como teleoperadora de cobranzas, pero a raíz de la extensión de varias licencias médicas por salud mental y una próxima cirugía de su madre, lo más probable es que tenga que renunciar definitivamente y arreglárselas en algo que le permita trabajar desde casa.

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Daniela quedó con un 98 % de invalidez severa, y hoy es completamente dependiente del cuidado de su hermana y su madre. A su condición actual de salud, se le suma el hecho que el alzheimer de su abuela ha comenzado a avanzar de manera agresiva y ya no puede valerse por sí misma: hace poco empezó a usar pañales, y casi no camina. Con dos postradas a cuestas, Romina y Julia hacen malabares para cuidarlas a ambas pero no hay ni bolsillo ni cabeza que aguante.

Las vidas de Julia y Romina dieron un vuelco drástico cuando tuvieron que hacerse cargo de dos mujeres postradas. La misma tarde que Daniela se accidentó Julia se llevó a su madre a la casa de sus hijas, al otro lado de la ciudad. Sin saber qué les deparaba el futuro, agarraron un bolso y se mudaron casi con lo puesto: “No podía dejar ni a mi mamá ni a mi hija sola”, rememora Julia.

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Ximena Hernández (50) es jefa de hogar desde que se casó, hace más de 20 años, y cuida desde 2018 a su suegra Lucía León, que hoy tiene 75 años y se encuentra completamente postrada. Su salud comenzó a deteriorarse cuando le detectaron osteoporosis y le era cada vez más difícil caminar, por lo que necesitaba un bastón. Desde ese diagnóstico es que “todo se fue en picada”, recuerda Ximena.

Una tarde de junio de 2019, mientras “la señora Lucy” -como le han dicho toda la vida- estaba sola en su habitación, intentó levantarse por su cuenta y cayó al piso. Tuvieron que operarla, pero no había más que hacer. En agosto de ese mismo año dejó de poder moverse y cuando le dieron el alta, tres meses después, el médico le dio a ella y a su familia la mala noticia: “La llevamos a control en silla de ruedas, y el doctor le dijo, ‘¿Te dijeron que tú no ibas a volver a caminar?’ Y de ahí mi suegra ya no fue la misma”, rememora Julia.

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Sumada a las consecuencias de su accidente doméstico, Lucy padece cáncer y además alzheimer. En tres años ambos han avanzado cada vez más rápido y el deterioro de su salud física significó también un deterioro de su salud mental: hoy tiene una depresión que la hizo dejar de comer e incluso, de tomarse sus medicamentos. En enero de este año y en uno de sus últimos momentos de completa lucidez, cuenta Ximena, su suegra le comunicó a los médicos que abandonaría el tratamiento para el cáncer que la aqueja. Sólo unos meses antes, su familia descubrió que estaba dejando su tratamiento farmacológico. 

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Antes de que su salud decayera violentamente, Lucy era una mujer “muy activa, ágil e independiente”. Cuando no salía con sus amigas, estaba en misa o visitaba enfermos en sus casas para darles la comunión, recuerda Ximena. Para ella, que el estado de su suegra haya empeorado drásticamente en los últimos años significó volverse su cuidadora 24/7, dejando atrás su deseo de disfrutar su tiempo libre ahora que sus hijos ya son adultos. Aunque sólo uno de sus seis hijos vive fuera del hogar, todos trabajan y/o estudian (lo mismo su marido, cuyo trabajo lo obliga a viajar constantemente) y, por lo tanto, la mayor carga en la labor del cuidado de su suegra termina recayendo en ella.

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Cuando Cecilia Rodríguez (67) renunció a su trabajo como encargada de Recursos Humanos en marzo de 2017, lo hizo porque quería más tiempo para sí misma y así disfrutar de su vejez: caminar, salir a tomar un café con amigas, viajar. Sin embargo, sus planes fueron truncados a los pocos meses después, cuando su padre, el hombre que la abandonó a ella y a sus hermanos cuando tenía 4 años, la llamó por teléfono y le dijo: “¿Me puedes venir a buscar? Ya no tolero más vivir con esta mujer”. En ese entonces su progenitor, Luis González, tenía 91 años y llevaba más de 30 casado con su segunda esposa. A Cecilia no le quedó otra que llevárselo a su casa, a pesar del rencor por el abandono y la violencia que sufrió en la infancia de su parte. Ninguno de sus tres hermanos quiso hacerse cargo de él.

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Cuidarlo se ha vuelto “una tortura”, dice Cecilia. Actualmente su padre tiene 95 años, y aunque sufre de una enfermedad grave en los huesos aún puede moverse solo y hacer algunas cosas de forma independiente. Durante el día, él prácticamente no le dirige la palabra. A veces ella sale por un rato a visitar a su hijo que vive unos pisos más arriba, y Luis “se pone celoso”, armándole un escándalo a su regreso. Es más, a pesar de que le cuesta caminar y ya casi no puede ver, su cuidadora cuenta que fue capaz de levantarse para ir a buscarla y exigirle que volviera a la casa. Cecilia ya no da más, pero no tiene otra opción. En medio de una discusión por el control que su padre ejerce sobre ella, no aguantó y terminó gritándole “no me cuidaste cuando yo era chica y me vienes a cuidar ahora. Estás enfermo, estás cagado de la cabeza”.

Lo que cuesta cuidar

Ximena da “gracias a Dios” de que el trabajo de su marido les permite pagar las cuentas y así ella pueda dedicarse por completo al cuidado: “Nunca nos ha faltado nada. Tengo esa facilidad de poder decir ‘yo me quedo en la casa’ y no trabajar”, cuenta. Antes de ser cuidadora Ximena siempre había sido dueña de casa, pero la situación era muy distinta. 

Cuando sus hijos eran pequeños contaba con la ayuda de su suegra para cuidarlos, ya que siempre han vivido en la misma casa, y mientras ellos iban al colegio, podía realizar las tareas del hogar con tranquilidad. Ahora ellos ayudan a Ximena en lo que pueden para que su labor no sea tan agobiante, pero ella preferiría que no lo hicieran: “Ellos no tienen por qué estar cargando con esto. Son jóvenes aún”, dice a regañadientes. 

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Durante este año la labor de Ximena se volvió insostenible. Su suegra dejó de dormir por las noches, y por lo tanto, ella también. Esto le significó pasar veladas enteras trasnochando para asegurarse que estuviera bien, y tanto el cansancio como el desgaste emocional de la situación la llevó a pedir ayuda. Le propuso a su marido buscar a alguien que durante la semana se encargara de su madre por el día, y así ella pudiera tener algo de descanso. Tiempo después llegaron a Susana, una mujer que lleva 28 años dedicada al cuidado de manera profesional y que cumplirá casi dos meses con ellos.

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A Julia “le encantaría” tener a alguien profesional que se hiciera cargo de su hija y su madre, pero el bolsillo no se los permite. Actualmente, su hija Romina es el único ingreso formal de un hogar de siete personas, y su salario mensual supera por poco el sueldo mínimo en Chile que corresponde a $337.000 pesos ($423 USD aproximadamente). De hecho, hoy está ganando menos porque se encuentra con licencia hace meses (ya le han rechazado el pago de dos) y al no estar trabajando esta se paga por un monto inferior al salario habitual.

Los ingresos del resto de la familia dependen netamente de pensiones y subsidios estatales: La hermana de Romina recibe una pensión por invalidez de $110.000 pesos ($138 USD), mientras que la de su abuela llega a los $140.000 ($175 USD). Sin embargo, Romina asegura que “es plata perdida”, ya que la suma completa se va hace casi 4 años en el arriendo de la casa en la que vivían con Julia antes de mudarse, un trámite que no han podido finiquitar porque no tienen ni el tiempo ni el espacio para desocuparla. Julia recibe una pensión de $66.000 pesos ($85 USD) más un bono de cuidadoras de $30.000 ($38 USD). Ni la pareja de Romina -que está terminando de estudiar-, ni su padre -que no puede trabajar por un cáncer- aportan dinero en la casa. Además de hacerse cargo de dos mujeres dependientes, Romina está luchando en tribunales por la tutela definitiva de su sobrina de 14 años, hija menor de Daniela. 

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Durante la pandemia, el Estado Chileno estableció un Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) para ayudar a las familias chilenas durante la crisis sanitaria y económica que azota al país. Este aporte corresponde en la actualidad a una suma que parte en los $177.000 pesos para hogares con sólo un integrante ($213 USD), y que va disminuyendo por persona a medida que se suman miembros. Según la ficha socioeconómica en la que se basan para otorgar el beneficio, a la familia de Julia le correspondería recibir $500.000 ($627 USD), ya que en este documento figuran cuatro personas de las siete que viven en la casa. Sin embargo, Romina señala que le descuentan su sueldo del beneficio, por lo que el monto que les depositan actualmente alcanza los $200.000 ($250 USD). La ley señala que en el pago de octubre (correspondiente al mes de septiembre) el monto se reducirá a la mitad, lo que significa otra preocupación en la vida de su familia: “No tengo idea cómo lo vamos a hacer con menos plata”, expresa Romina con angustia.

Sacando cuentas, Romina y su madre gastan por lo menos $510.000 pesos chilenos al mes. Esa cifra no cuenta el arriendo, ya que además de no poder solventarlo por sus condiciones económicas actuales, una asistente social les recomendó dejar de pagarlo, ya que la casa es inhabitable y los propietarios no se han hecho cargo de mejorar las condiciones de la vivienda (que dicho sea de paso, no debería estar siendo arrendada). Tampoco cancelan el pago de cuentas de servicios básicos, ya que el anterior dueño del inmueble dejó una deuda millonaria que ellas no pueden costear, y a raíz de la pandemia existe una ley que prohíbe el corte de suministros como el agua, luz y gas por no pago hasta el 31 de diciembre de 2021. Antes de que ese período termine, deben abandonar la propiedad porque sin esos servicios no hay forma de que puedan cuidar a dos personas en esas condiciones, y menos vivir de forma digna. 

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En la casa de Ximena sólo en su suegra gastan al menos $600.000 pesos mensuales ($750 USD), cifra que incluye el sueldo de su cuidadora de día y pañales, apósitos, cremas antiescaras, etc. “La señora Lucy” recibe una pensión estatal de $200.000 que se ocupan para solventar sus gastos básicos. Su hijo, el marido de Ximena, es el principal proveedor del hogar y él solventa todo lo demás con su sueldo. La otra hija de Lucy que vive en el sur de Chile no coopera directamente con dinero, pero sí se encarga de pagarle a su madre las sesiones kinesiológicas particulares y a veces le envía insumos como pañales. Recién hace dos meses que Ximena y Lucy reciben el Ingreso Familiar de Emergencia por un monto de $287.000 pesos chilenos ($369 USD), siendo que el beneficio le correspondía desde junio de 2020. Afortunadamente, tanto sus hospitalizaciones, como sus remedios y controles médicos, corren por cuenta del sistema público de salud chileno. De otra forma, probablemente su familia tendría que además costear de manera particular todos sus tratamientos y la cifra que desembolsan hoy podría ser infinitamente mayor.

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Cecilia tiene un presupuesto parecido al de Ximena y su familia, pero aún así llega a fin de mes con lo justo. Su padre recibe una jubilación de $250.000 pesos ($307 USD), y sus tres hermanos cooperan con $100.000 pesos mensuales cada uno. Ese dinero, cuenta la hoy dueña de casa, se va prácticamente todo en un par de idas al supermercado al mes porque además de los pañales, los medicamentos y otras necesidades especiales de su padre, ella es celíaca y debe mantener una estricta (y cara) dieta especial. Cecilia recibe una pensión de $600.000 pesos ($740 USD), pero con eso tiene que pagar un crédito hipotecario y las cuentas: gastos comunes, luz, agua, gas, internet y otros. En promedio, los gastos totales de ella y su padre superan el millón de pesos chilenos ($1230 USD). Ninguno de los dos recibe algún beneficio estatal. 

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Cuidar a futuro

En noviembre de 2018, diez diputados chilenos ingresaron a la Cámara un proyecto que modifica la Ley N°20.422 (referida a la Igualdad de Oportunidades e Inclusión Social de Personas con Discapacidad), ya que en el país no existe legislación vigente que incluya a los cuidadores y cuidadoras de personas dependientes y que por lo tanto, los proteja. 

Este proyecto  busca “reconocer jurídicamente la existencia, los derechos de los que son titulares y la necesidad de protección que tienen las mujeres y hombres que se dedican al cuidado de personas con discapacidad, estableciendo la necesidad de que el estado vele por dicha protección y promoción”. Desde su última discusión a fines de junio de 2020, esta moción parlamentaria espera en el Senado su segundo trámite constitucional.

Gloria Sepúlveda es cuidadora, socióloga y presidenta de la agrupación Ciudadanas Cuidando. Para ella, la primera necesidad que enfrentan las mujeres que ejercen la labor del cuidado es que su rol sea reconocido por el Estado: “Es como si no existiéramos”, afirma. Lo que esperan desde la organización que ella preside, es que en Chile se avance hacia un sistema de cuidados basado en lo local, de forma que “los programas de cuidado puedan implementarse de acuerdo a los territorios”. No obstante, Gloria aclara que aún con la aprobación de la ley que hoy descansa en el Congreso es muy probable que las condiciones de vida de ella y sus compañeras no mejoren: “Este es un proceso lento que se necesita porque hoy no existe nada. Hay que seguir avanzando para que esa ley después se traduzca en recursos”, afirma la socióloga.

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Fuera de lo legal, según la también cuidadora y coordinadora de Yo Cuido Santiago, Romina Fuentealba, lo que las cuidadoras -y ella- necesitan es “el goce de los derechos fundamentales en la vida cotidiana. El derecho a ir al baño, a ducharme tranquila, a lavarme los dientes”, ya que darse tiempo para sí mismas es a esta altura, un lujo: “La situación actual es una realidad inhumana, es como una esclavitud máxima, aunque lo hagamos con un cariño inconmesurable”.

Romina no sabe cómo ella y su mamá han soportado estos años de penurias: “No sé cómo lo hacemos, de verdad no tengo idea”, dice la joven de 27 años cuando le preguntan de dónde sacan la fortaleza para seguir adelante. Al cuidado de dos personas postradas y de su sobrina adolescente, se le sumó su madre que debido a una trombosis debe operarse pronto en un procedimiento que requiere mínimo 4 meses de hospitalización. Cuando Julia esté convaleciente, lo más probable, cuenta Romina, es que tenga que renunciar a su trabajo para asumir ella sola el rol de cuidadora y jefa de hogar, aún cuando no tiene las condiciones ni económicas ni de salud mental para hacerlo, ya que actualmente posee una depresión severa y un trastorno adaptativo que no le permiten trabajar como antes. 

Además, a pesar de tener aprobado un subsidio que les permitirá acceder a una casa propia en un proyecto inmobiliario de integración social, la construcción aún está en marcha y es probable que deban esperar al menos dos años para mudarse. Mientras tanto, están buscando urgente un lugar apto para toda la familia antes de que tengan que desalojar la casa de material ligero y condiciones “inhumanas” -señala Julia- en la que habitan hoy. Daniela está a la espera de un viaje que la llevará junto a su hermana y su hija a Estados Unidos para dos programas experimentales que podrían mejorar enormemente su calidad de vida: para eso, la familia ha estado ahorrando por meses pero aún no consigue recaudar un monto suficiente para costearse los pasajes y la estadía de al menos un mes.

El sueño personal de Romina es tener un hijo y estudiar Psicología o Terapia Ocupacional para “ayudar a otros como ella”. Sin embargo, no piensa ni por un segundo en dejar fuera a su hermana de sus metas a futuro: “Mi sueño es tener todo lo necesario para que ella sea feliz y tenga la mejor calidad de vida posible”, añora. Le encantaría poder tener los recursos suficientes para que en la casa nueva existan equipamientos que le permitan vivir mejor, como “esos rieles que salen del techo y que ayudan a mover al postrado por la casa”. Ese es su mayor anhelo. “Sé que me ha tocado duro, que he aguantado un montón y tengo una fortaleza que muchos no tienen. Pero estoy segura que he dejado todo por mi familia y lo hago porque me nace, sin esperar nada a cambio”, dice Romina con convicción. 

Ximena, mientras tanto, sólo espera que la salud de su suegra no siga empeorando. A principios de este año llegó incluso a priorizar el cuidado de la madre de su esposo por sobre el suyo, luego de que la operaran de un cáncer a la tiroides que afortunadamente ya está controlado: “Me dio un bajón súper fuerte, pero no me quedaba de otra. No tienes tiempo de bajonearte, no puedes llorar o echarte a morir, así que me vi en la obligación de no tomar reposo”, explica la jefa de hogar sobre el difícil proceso que vivió en febrero de este año y que la obligó a seguir sus labores como cuidadora a pesar de tener la ayuda ocasional de sus hijos. 

Quizás no se le nota, pero Ximena está cansada de su rutina y también está resignada: “Esto cansa. La única forma que tengo de desahogarme es cuando voy a dejar a mis hijas al trabajo o las voy a buscar. Cuando vengo sola en el auto, nunca con ellas, me desahogo llorando un rato y luego digo ‘ya, ahí pasó’. No puedo descargar mi agotamiento, mi rabia y mi cansancio con la señora Lucy”. A veces se hace ánimo pensando en que no puede derrumbarse por sus hijos, porque si ella está mal “qué le queda a ellos”. “Es lo que nos tocó no más”, afirma con un atisbo de angustia en la voz.

Hace poco la exesposa de Luis, padre de Cecilia, le ofreció llevárselo de vuelta a su casa. Él se negó rotundamente. En palabras de Cecilia, sus hijos pueden pasar semanas sin visitarlo o preguntar por él, aún cuando viven cerca y podrían ir a verlo por unas horas para acompañarlo y ayudarla a ella. Lo peor es que con sus hermanos han conversado ya muchas veces sobre llevarlo a un asilo, pero su progenitor amenazó con que si lo hacían, “él iba a matarse”. A ella no le queda otra que seguir aguantando: "Por qué yo no puedo tener un día libre aunque sea, si yo también soy persona", le dijo hace poco a su hermana por teléfono mientras discutían.

Cecilia Rodríguez sólo quiere paz. Ni siquiera le dan ganas de ir a un psicólogo, porque sabe que contar sus problemas a otro no aliviará su carga ni tampoco cambiará la realidad en la que despierta todos los días, deseando no estar ahí, encerrada en su departamento con un hombre al que jamás perdonará. Pero tampoco quiere dejarlo solo, porque si algo le pasa, “no podría con la culpa”: "Estoy al borde de la locura. La gente siempre dice 'ay, qué lindo el tatita, que Dios la bendiga por cuidarlo', pero nadie te pregunta: '¿y usted cómo está?'”, cuenta angustiada mientras pasa el rato sola en el departamento de su hijo, el único espacio donde aunque sea por unos minutos puede tener algo de calma y tiempo para sí misma.