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Tinku: sangre fresca de bolivianos para una buena cosecha

La esencia de este ritual es compleja y no debería ser considerado como una atracción turística, pero ya es tarde para eso.

Este artículo fue publicado originalmente el 25 de junio de 2014. Espera el documental, parte de nuestra serie Miscelánea Mexicana, del carnaval de madrazos de La Esperanza, Guerrero, este viernes 5 de junio en VICE.com.

Macha es un pueblo de casi 300 habitantes que queda 75 kilómetros al norte de Potosí, en Bolivia. A principios de cada mes de mayo, hasta tres mil indígenas de las montañas circundantes, descienden a esta aislada aldea montañosa de cuatro mil metros de altura para celebrar el Tinku, palabra que en quechua significa encuentro.

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Esta celebración consiste en enfrentarse a puñetazos con las comunidades rivales (ayllus) divididas en dos bandos: los de arriba (alaxsaya) y los de abajo (maxasaya).

El propósito de esos "encuentros" hombre a hombre es pelear con extrema violencia hasta que el contendiente vencido derrame su sangre que será ofrecida a la tierra, para que las cosechas sean abundantes el año siguiente. Sin embargo la fiesta también sirve para resolver viejas rencillas personales o familiares, y le da la oportunidad a los jóvenes de mostrar su hombría ante su comunidad y quizá, de conseguir esposa.

Me enteré de esta fiesta hace más de ocho años, cuando la vi en un documental en la televisión. Normalmente apunto las cosas a las que quiero ir a fotografiar y después de varios años en los que mi agenda no coincidía con las fechas de la realización (inicio del mes de mayo) de ese encuentro, pude por fin ir en año 2011 y luego en 2012.

Para llegar a Macha desde La Paz, la capital, me llevó dos días, con dos escalas, una de ellas en el medio de la nada para dormir. Desde el principio es fundamental quitarse los miedos ya que las carreteras bolivianas no están en muy buenas condiciones, y tanto los medios de transporte (combis y autobuses destartalados) como los conductores (que beben aguardiente mientras manejan) son un peligro. Pero una vez en el en Macha, te das cuenta de que vale la pena cada kilómetro de este largo viaje.

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Hay que beber

El conductor de la pequeña van que nos lleva al pueblo desde Llallagua es de Macha. Me pregunta si voy a pelear, le digo que no, se ríe junto a todos los demás en el auto y me dice: "¡Si alguno te pide pelea vas a tener que hacerlo, hombre!" Saca una botella de plástico de agua mineral y echa un trago. Me la ofrece y me dice: "Empieza a beber porque para ir a Macha hay que ser un macho". Bebo sin rechistar un pequeño sorbo y mi esófago entra en llamas. Todos vuelven a reír. Pone una música que parece sacada de una película de Tarantino. Durante todo el trayecto no dejaría de echar tragos de la botellita mientras rodábamos por carreteras de tierra a la orilla de gigantescos precipicios con curvas de infarto. Muchas horas, el pinchazo de una rueda en el medio de la nada, sustos y paisajes maravillosos después, llegamos a Macha. Un cartel en español e inglés da la bienvenida. Alberto, el conductor, se despide con un irónico: "Espero verte pelear después, ¡carajo!"

No hay hoteles en el pueblo. Sólo casas que alquilan habitaciones y consigo una con una letrina en un patio externo con un cubo de agua al lado. No esperaba agua caliente. Casi atardece y me dedico a explorar el pueblo. Me sorprende que los niños se aparten al verme pasar. Por la noche, en las montañas aledañas se ven fogatas y sombras de los grupos que al día siguiente bajarán al pueblo. La noche es limpia, el silencio abismal.

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Abreboca

Empieza el día donde todo pasa: 3 de mayo. En las esquinas las mujeres calientan caldos indescifrables y vendedores ambulantes de chucherías, comida y ropa ya tienen montados sus puestos. Se oyen a lo lejos cánticos, un poco cada vez más cerca y así comienzan llegar los grupos, algunos de hasta 200 y otras sólo de 15 o 20. Van siempre acompañados de su mujeres, esposas o hermanas que hacen de "pastoras" de los hombres, ya convertidos en bestias ambulantes después de llevar hasta tres días bebiendo chicha fermentada con alcohol de 96 grados.

Es temprano, el cielo está despejado y el sol ya calienta aunque hace frío. Diferenciar los bandos a simple vista es difícil, todos son iguales en apariencia física e indumentaria. Al verlos entrar la pueblo, cantando y desfilando en trance, la tensión se siente en las cuatro esquinas de la plaza, lugar de máxima concentración de las comunidades. Los grupos rivales se cruzan en esa hectárea. No se miran, quizá de reojo. Dan vueltas y cantan jula julas en quechua. Las mujeres participan ondeando banderas, los hombres llevan una especie de leotardos tejidos de colores con cascabeles de metal y un delantal de colores vivos (montera) sobre sus pantalones; los más ancianos llevan cascos de cobre con cuero por fuera al estilo de los conquistadores españoles. Los cantos son parecidos: "Somos los mejores, los más bravos, los más fuertes y los mejores luchadores…." Un guía lleva al grupo con una guitarra pequeña (charangos) y otros tocan flautas de pan (zampoñas).

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Los hombres forman un círculo y al centro están las mujeres. Ellas entonan los huayños (cantos muy agudos), los hombres hacen una rueda, giran sobre sí mismos, saltan y zapatean duramente el suelo. Y la cruz, la balancea orgullosamente el líder de la comunidad. Por algo ésta es una fiesta religiosa de la cual el párroco del pueblo, Denilson, reniega su carácter de violencia "se debería rezar más y pegar menos, la fiesta ya es demasiado conocida por la sangre que se derrama y Dios ya lo hizo por todos nosotros".

Los grupos siguen dando vueltas por la plaza. Paran solamente para beber y saludarse con otros (no con los rivales). Pero hay algunos que olvidan que las peleas deben ser sólo de dos. Y una pequeña palabra, mirada o insulto enciende la chispa hacia batallas campales. Aquí hay que salir disparado y protegerse, los puños vienen de cualquier lado, se tiran patadas y algunos tienen en sus manos piedras que lanzan a poca distancia. Un hombre recibe un golpe en la cara a traición por detrás suyo. Cae inconsciente y nadie hace caso de su cuerpo tirado allí. No le queda más remedio a la policía boliviana que lanzar bombas lacrimógenas para disolver a la marabunta descontrolada como si se tratara de una manifestación de opositores al gobierno. Funciona eficazmente. El hombre sigue tirado como muerto. La primera de las bombas llega a mis pies; sin tiempo para correr inhalo los gases y desde los turistas insolados hasta los niños que viajan "embojotados" en las espaldas de las mujeres tragamos el gas tóxico. Y yo me pregunto: ¿qué hacen estos niños aquí? Corro a refugiarme en el único edificio del pueblo. No puedo respirar. Sólo me queda esperar a que pase. No pasan ni cinco minutos y ya están de nuevo los grupos dando saltos, bailando y riendo en la plaza. Más tarde vería al hombre caído antes a duras penas de pie pero celebrando como si nada hubiera pasado. Y eso que no han empezado las verdaderas peleas.

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Pelear es lo importante, no la violencia en sí

Aquí se practica la violencia como un ritual de la paz y de paso, la celebran. El Tinku también sirve para resolver los conflictos que se crean en los meses anteriores. El ritual se remonta a la época precolombina y por lo tanto, todo el mundo debe aprender a luchar, incluyendo mujeres y niños.

El Tinku es una manera importante de reafirmar la identidad cultural indígena, y puede ayudar a desactivar todos los conflictos reales entre las comunidades que se han acumulado durante el último año. Dicho esto, el derramamiento de sangre es quizás la parte más importante del ritual: además de servir como un rito guerrero de paso para los hombres jóvenes, el Tinku actúa como un rito de fertilidad durante el cual la sangre del perdedor debe ser derramada para satisfacer a la diosa de la tierra, Pachamama, y asegurar una cosecha abundante para el próximo año. Asdrúbal, uno de los peleadores, asegura: "Peleo para pedir porque mi negocio que monté hace unos meses me salga bien", y un joven que escucha la conversación afirma: "Lo hago para pedir porque salga bien en los estudios". Pregunto: "¿Y si no sacas sangre a tu contrincante y te la sacan a ti?" "Mucho mejor", me responde, "voy a tener mejores notas" y echa un trago que le pasa Asdrúbal y grita: "¡Macha, Carajo!" Corre a sumergirse eufórico en una de las ruedas de baile que arma su comunidad. Asdrúbal se ríe: "Estos jóvenes quieren demostrar lo que sea como sea, aquí podemos matar con nuestros golpes y no nos meterían presos, todo se vale".

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96 grados por la mañana

El "whisky" de los bolivianos es el alcohol de 96 grados. Les hace perder las inhibiciones y el miedo. Sólo saben que allí en Macha se darán golpes con otros hombres y que si bien pueden morir, nos les importa.

Son las ocho de la mañana y ya empieza la primera pelea, junto a la iglesia. Se forma un círculo con cientos de hombres. La guardia boliviana contiene la euforia de todos los que desean entrar a pelear. Dos de ellos que tienen la pinta de ser de mayor rango, tienen gruesos látigos de cuero para espantar a los que se meten sin ser llamados. Existe dentro de ese "ring" improvisado un personaje que es el representante indígena para los dos bandos, que dirige y separa a los contrincantes; lleva también un enorme látigo que usa sin miramientos. "Lo tomo con usted", dice un joven a otro frente a él, se dan la mano. A pelear.

Hay ciertas reglas en la pelea Tinku. Sólo se puede competir con oponentes de igual tamaño y edad. Los combates son a mano limpia y a puño cerrado. No están permitidas las patadas y la forma de golpear al contrincante es echando el brazo completamente hacía atrás para descargar todos los kilos de fuerza que se puedan. Si alguno de esos puños atina, hay sangre segura, o daño cerebral, como se quiera mirar.

La primera pelea es feroz, pero no parece salir sangre por ningún lado. Sólo se oyen los secos puñetazos en sus caras. Al no haber "ofrenda" los separan. Se vienen otros. Hay empujones y miradas de odio. Vuelven los golpes, esta vez se trata de un gigantesco hombre gordo contra otro menos abultado. Pero para sorpresa de todos es el más corpulento quien recibe un soberano "punch" directo a su nariz y hasta se escucha el crack de un hueso roto. Brota la sangre, cae, lo arrastran y gotas espesas quedan en el suelo. Todo el mundo aplaude: Pachamama empieza a alimentarse. Y así sucesivamente siguen pegándose parejas de hombres.

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Una de las cosas más llamativas es que algunos de los contrincantes, no en todas las peleas, al finalizar, se dan la mano como si fueran amigos. Después de casi matarse a golpes todo se resuelve con un apretón de manos y un "hasta el año que viene". Yo no me hablaría jamás con un tipo que acaba de romperme la nariz aunque fuera por la madre tierra. No hay ni bien ni mal, sólo golpes. Y eso que los combates no son para aplastar al otro: es para dar vida. Todo continúa hasta que la policía dice: "¡Listo, descanso!" Se disuelve el círculo y se van a seguir bailando y bebiendo por la plaza hasta que se forme de nuevo otro cerco de feroces hombres en busca de demostraciones y de más sangre. Durante toda la mañana siguen las luchas y el guión es idéntico. En una esquina o en la otra. También se presentan combates espontáneos sin tanta algarabía. Como el caso de dos señores de unos cincuenta y tantos años que se encuentran y se enzarzan en una discusión. Las trompadas son inminentes. Los puños se afilan y se dan torpemente como pueden, del más alto sale un golpe a la frente del otro y se la rompe. Mucha sangre sale de su cara y esto hace que el otro se encienda más. El pobre señor herido ya casi no puede ver de tanta sangre en su cara. Los separan, el hombre ensangrentado es consolado por sus pares ofreciéndole un trago de alcohol. Se me acerca una muchacha que se presenta como Jacqueline, quien organiza tours a turistas desde Potosí para el Tinku. Le pregunto si sabe lo que le dicen al señor. "Le dan ánimo, le dicen que se ha portado bien, que su sangre es para los dioses, que se portó como un macho".

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El gringo es el enemigo real

En medio de todo esto, hacer fotos no es fácil. Cada vez que enfoco mis lentes hacia alguno de los participantes, me miran desconfiados, otros se acercan muy "encabronados" a pedirme dinero, uno me pregunta: "¿Vienes aquí, gringo maldito, a hacer tus fotos para venderlas a los periódicos y ganar dinero con eso y no nos das nada a nosotros?" Me alejo por precaución, otros ya se acercan con caras diabólicas. Hay compañeros de profesión que se acercan demasiado. Un equipo con cámaras de video se mezcla en una batalla campal en la esquina de la iglesia, se vienen las bombas de nuevo. Una muchedumbre corre por una calle lateral y los otros se quedan parados en la plaza, el camarógrafo y el que lleva el micrófono se quedan en el medio, veo llover las piedras hacia ellos, milagrosamente no les da ninguna. Un fotógrafo que los acompaña lleva un casco, le impacta un pedrusco gigantesco que lo salva de una herida mortal. El gas se propaga y se repite la historia.

Hay turistas con camaritas compactas. Pasar desapercibido es imposible. Siempre ponen la mano en señal de pedimento de dinero y se sabe que cuando empiezas a darle a uno, hay que darle a todos y eso puede ser peor, así que me hago el "gringo", ese al que tanto desprecian de manera negativa. Siento un golpe seco en la espalda que me quita el aliento, después una patada, mis cámaras caen al suelo, miro hacia atrás. Es un hombre de mediana edad que la toma conmigo y que me balbucea algo que no entiendo pero que no parece ser bueno. Recojo mis instrumentos como puedo y corro hacia la puerta de la iglesia a refugiarme. Me persigue pero logro escabullirme. Dos veces más a lo largo de la mañana el hombre me reconoce y sigue zarandeándome y buscando pelear conmigo. Una mujer que supongo será su esposa lo aparta de mí, regañándolo. Con todo esto yo no hice más que preguntarme: "¿Cómo carajo me reconoce un hombre que lleva una borrachera de mil demonios en su cabeza?"

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Todo pasa muy rápido alrededor. Un turista francés que parecía haber bebido algunos sorbos de la potente chicha está enfrascado en un zarandeo de empujones con un joven indígena que parece interesado en la joven y rubia pareja del europeo. La mujer le pide a su pareja que se aparte pero el boliviano lo provoca más y más. Perdidos los estribos, el francés le da un derechazo que lo tira al suelo. Viene la policía. Meten preso al boliviano.

Hasta el año que viene, más sangre

Llega el mediodía y ya la policía decide que no habrá más peleas. "Quizá por allá en las linderas del río haya alguna, pero ya no tenemos control sobre eso", me dice un joven recluta. Hora de descansar.

Se acerca el atardecer y el olor del pueblo es de puro alcohol. No hay peleas pero cualquier cosa puede pasar. Me marcho del lugar y paso sin mirar a los ojos a nadie por una calle repleta de jóvenes y adultos en extremo borrachos, me gritan señalando con el dedo: "Gringooooooooo, fueraaaa". Sí, ya me voy. Más abajo veo una pareja de rubios casi albinos con una pequeña niña de rizos dorados que deben haber llegado al pueblo en ese momento. Son alemanes. Les aviso que ahora el lugar es un peligro para cualquiera. Me preguntan si aún pueden ver bailes. "Ya no hay nada, quizá sólo vean bailes pero de borracheras". El hombre hace una mueca asustadiza pero la mujer es más valiente y toma a la niña de la mano y va hacia la calle con cientos de borrachos por la que antes pasé, el hombre, resignado, las debe acompañar. Al día siguiente los vería en el centro de la ciudad de Potosí y me contaron que sólo alcanzaron a llegar a la plaza pero que la gente no paró de importunarlos y se fueron por donde vinieron.

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Ya no queda nada por hacer en Macha. Saciada la curiosidad por esta fiesta ancestral, no queda otra reflexión más que uno es un intruso y que la esencia del Tinku es compleja y que no debería ser considerado como una atracción turística, pero ya es tarde para eso. Aquí se ve que la raza humana es simple como una piedra de río. Antes de tomar un destartalado autobús que me llevaría a Potosí, junto a una pareja de italianos y otros locales, veo hombres tirados en los alrededores, obviamente pasados de borrachera. Cuerpos inertes que parecen abandonados a su suerte. Un camión está parado al lado de los que esperamos montar en el bus. Una masa de gente sube a la parte de atrás para sacarlos de allí, hay niños y bebés, de pronto los adultos miran hacia la entrada del pueblo con miedo en el rostro. Un grupo de unas 20 personas corren hacia ellos tirando piedras que pasan rasantes por nuestras cabezas. Una alcanza a pegarle a un niño en la boca, sangra abundantemente, el que parece ser el padre le dice al conductor que acelere. Nos protegemos como podemos. El camión se va veloz. Los muchachos le gritan insultos: "Miedosos", "hijos de puta". El grupo pasa a nuestro lado, nos ven, los italianos y yo nos quedamos allí esperando a que nos acribillen a pedradas pero no, solamente se ríen de nosotros y señalándonos nos dicen: "Gringos, go home".

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