Fui al primer encuentro oficial de la comunidad Je'eruriva
Todas las fotos por Laura Galindo.

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Fui al primer encuentro oficial de la comunidad Je'eruriva

Pasaron 30 años desde la última reunión de esta comunidad proveniente de las orillas del Apaporis. Acá está una crónica sobre qué sucedió.

[Aún no te despidas de nada, todo es nada, son señales de humo].*

—No respire.

No respiro. ¿Y luego?

El humo sube áspero y violento por mi nariz. Lo siento flotando entre la frente y la coronilla, adentro. Es un ardor caliente, un dolor seco. Pe'jiwaka, el capitán del pueblo Je'eruriva, acomoda un segundo pellizco de tabaco en su pipa y me lo sopla de nuevo. Me palpitan la sienes, hay un millón de termitas en mis oídos. De un tarro que alguna vez fue refresco saca un mambe de coca y pide que me lo lleve a la boca. El polvo verde se hace masa en mi lengua, pasta árida que se atora en mi garganta. Que mastique, me dice, que vuelva todo una bola y lo guarde como los pájaros en el buche. No puedo. Si trago, me duele. Si salivo, me duele. Si respiro, me duele.

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¡Respiré!

¡Mierda, respiré!

Pe'jiwaka está cansado. Anoche un trueno se llevó la luz de la maloca y la lluvia azotó con tanta fuerza que hasta hablar resultó inútil. Nadie durmió. Tiene 63 años pero parece de 40 porque le curaron la edad. Je'echú Tupana, el dios, lo bendijo, y ya no va a envejecer: queisarú, queisarú, queisarú. Para los blancos se llama Pedro Rodríguez y es médico de la Universidad Nacional. Para los suyos, es el jefe y sabe sanar los males del cuerpo y del espíritu.

—Eso no se lo puedo curar. Esas son sus armas.

—¿La impaciencia y la rabia?

—Sí. Si se las quito, queda desprotegida. Pero se las voy a orientar.

Pedro suelta una exhalación de tabaco sobre mi frente, pensar lo bueno. A la altura de mi boca, decir lo bueno. Entre mis manos, obrar lo bueno. Otra vez llueve. Ha llovido mucho aquí.

A media hora de Villavicencio está Restrepo, un municipio caliente y húmedo al que llegan los turistas para comprar pan de arroz, unas roscas tostadas hechas de arroz y cuajada que, según la Cámara de Comercio, cada año le dejan al departamento 7.526 millones de pesos.

Pocos kilómetros después, por la carretera que lleva a Cumaral, corre un río en el que los indígenas prefirieron ahogar su oro antes de entregárselo a los conquistadores y se atraviesa la vía Caney Medio.

Si se sigue con cuidado y sin desviarse, Arenales rompe el horizonte. Se muere el llano y nace Cundinamarca. Allí, en la maloca del capitán, están reunidos los je'eruriva desde hace varios días. Son un pueblo indígena que la guerra desplazó desde orillas del Apaporis, en el Amazonas. Uno desconocido y pequeño que lleva tres décadas viviendo entre blancos. En Leticia, en Bogotá, en el Meta. Uno que se extingue y que ha decidido juntarse para invocar en una ceremonia la guía de los espíritus, la fuerza de la naturaleza y la cura del desarraigo.

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—¿En dónde estamos?

—En Arenales.

—Sí, pero ¿en dónde estamos?

–– En el primer encuentro oficial de nuestra comunidad. En el momento que elegimos para conocernos, para que los espíritus nos guíen. En el tiempo que el creador único de la palabra dispuso para nosotros. Para recordar el pasado, entender el presente, pensar el futuro. Para volver.

—¿Ya está lista? Voy a soplar otra vez. No respire.

***

[Aún no te despidas de nada, todo es nada, son señales de humo].

Si usted hubiera nacido je'erúriva sabría tostar el casabe. Sabría que a la yuca toca rayarla y escurrirla para que se siente el almidón, porque es venenoso. Que después toca cernirla y ahí sí ponerla en la paila. Y tendría sus truquitos, por así decirlo. Uno va aprendiendo: echarle de la que ya se secó a la que está más mojada o voltearla cada tres doradas para que no se pegue. Mire, pruebe esta, recíbame. Con cuidado que está caliente. Si quiere mójela aquí, es tucupí, haga de cuenta el vinagre de nosotros. Si usted hubiera nacido je'erúriva sabría hacerlo también. Es el caldo de la yuca brava, pero hervido hasta que espese.

Si usted hubiera nacido je'erúriva, sabría que la caguana queda más rica con semillas de milpeso porque sabe dulcecito. Hay que écharselas al almidón cuando está hirviendo para que suelten el sabor. Queda como una… ¿Cómo la llaman ustedes? ¿Cómo es que le dicen los blancos a la caguana? ¡Colada! Sí. Queda como una colada. Ahora nos sofisticamos y a veces le echamos azúcar, pero así no es. Si quiere tome más, tome tranquila porque ahorita, cuando comiencen las danzas, le va a dar sed.

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Si usted hubiera nacido je'erúriva, sabría que no todos servimos para lo mismo. Que usted y yo servimos para asar la carne, para tostar el casabe y para hacer la caguana. Hoy lo estábamos hablando en el encuentro. Nosotras lo sabemos porque nos lo enseñaron y porque así lo dispusieron los dioses. Todo eso del derecho a la igualdad, por ejemplo, en nuestra etnia no se utiliza. Yo no me puedo sentar allá donde esta el sabio de mi hermano ni hablarle como él a nuestro pueblo. ¿Por qué? Porque soy mujer. Mi lugar está aquí. Tostando, amasando.

Si usted hubiera nacido je'erúriva, sabría que cada hombre es tres hombres: uno en la sociedad, otro en la sala de su casa y otro en la cama. Sabría que la mujer necesita el calor del macho, pero que cuando está menstruando es mejor que no se la acerque. La menstruación es muy mala para ellos. Los enferma, los debilita. Si una mujer se sienta en la silla de los pensadores, inmediatamente le viene la menstruación y se muere desangrada. ¿Usted sabe por qué los hombres se bañan a las 4:00 de la mañana? Porque el creador único de la palabra puso todos los males del cuerpo en un pajarito: la vejez, las enfermedades, los dolores. Ese pajarito tiene forma de mujer y sale a las 5:00. Al que se baña antes lo protege la tierra, al que se baña después se le pegan los males.

Si usted hubiera nacido je'erúriva me hubiera gustado ser su madrina. Le habría enseñado todas estas cosas en el encierro. Cuando a una de nosotras le llega la menstruación por primera vez, le toca encerrarse diez días. No puede salir ni hablar con nadie, sólo con la mamá y la madrina. Pero no es un castigo, no crea. Es para dejar de ser niña, para nacer como mujer. Para aprender todo sobre la crianza de los hijos, sobre la cocina, sobre nuestras tradiciones, sobre cómo complacer al marido. Como quien dice, para aprender a mandar en voz bajita. Hágase para acá, que el humo ya le tiene los ojos rojos. No se los rasque que se le mete el hollín. Hágase para acá y verá que se le quita la tos. Tome otro poquito de caguana. Si usted hubiera nacido je'erúriva yo le habría enseñado a cocinar con leña.

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***

[Aún no te despidas de nada, todo es nada, son señales de humo].

Ana Francisca y María son hermanas. Son A'akunaru y Waléwaru. "Belleza de la naturaleza" y "fuerza de vida". Son de papá je'eruriva y mamá yucuna, son las hermanas de Pe'jiwaka, el capitán del pueblo, y de Ewaeaya'ami, el maestro de guerra. María vino desde el Huila y pagó sus pasajes de bus haciendo remiendos y cosiendo botones. Ana Francisca llegó en un avión que la Fuerza Aérea Colombiana prestó para el encuentro. Salió de Bogotá, pasó por Leticia y aterrizó en Villavicencio. Entre las dos dirigen la cocina. Atizan el fuego, asan la carne, despepan milpesos. Hierven la caguana y tuestan el casabe.

—Cuando pasó eso del médico, pensamos que hacíamos un bien —dice María.

—Lo hicimos, lo hicimos —insiste Ana Francisca.

—A ese pobre hombre nos lo llevaron los guerrilleros. Dijeron que le diéramos comida y no lo dejáramos ir. Era un blanco. Uno muy alto y muy flaco. No me acuerdo cómo se llamaba.

—Juan David, o Juan Daniel. No, no, Juan David. Me dijeron que ahora vive en Bogotá y tiene una clínica.

—¿Ah, sí? ¡Y uno sin siquiera dónde morirse!

Hace treinta años que los je'eruriva no pisan sus tierras. Están en Leticia, en Bogotá, en el Huila. Vendiendo ropa, limpiando casas, haciendo pan. Algunos no se recuerdan, otros ni siquiera se conocen. Son setenta y ocho: cincuenta y cinco más las esposas. O más. O menos. No saben porque no tienen censo y no tienen censo porque no existen para el Ministerio del Interior. El proceso de registro es largo, dice Claudia Rodríguez de la Dirección de Asuntos Indígenas. Tienen que demostrar identidad, territorialidad, usos y costumbres y someterse a un estudio etnológico. Ellos acaban de hacer la solicitud y tenemos cuatrocientas esperando, dice.

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Al principio, no había nada y Je'echú Tupana, el dueño único de la palabra, se sintió solo. Creó la corteza terrestre y le pidió a los cuatro espíritus del cosmos, a los kaipulakena, que lo llenaran de vida. Primero los mares, luego lo ríos. Los minerales, las rocas, las plantas, los animales y por último los seres humanos. Así nació el pueblo Je'eruriva. Desde el origen del mundo vivieron en las orillas del Apaporis, afluente del río Caquetá por su margen izquierdo, al norte del Amazonas.

En 1986 salieron de sus tierras desplazados por las Farc y tuvieron que dispersarse. Han ido perdiendo sus costumbres y se han disminuido en número. Algunos se acogieron a reparaciones individuales en la Unidad para la Víctimas, pero quieren una que sea colectiva. Que les permita vivir en comunidad, que les devuelva sus tierras y los incluya en el Auto 004 con que la Corte Constitucional protege a los indígenas víctimas del conflicto armado. El problema es sólo uno: los Je'eruriva no existen para los blancos.

—Pero él no tuvo la culpa. El médico. Lo retuvieron a las malas —me explica Ana Francisca. Por eso fue que mi hermano Ewaeya'ami nos dijo que teníamos que llevarlo hasta La Pedrera. Acabábamos de llegar cuando avisaron que los de las Farc se nos había metido a la maloca. Nunca más pudimos volver.

—Yo ni siquiera llegué a La Pedrera —me cuenta María. Hubo varios que no cupimos en el bote y nos quedamos por ahí, escondidos. No se imagina lo duro. Yo sí había vivido en la selva, pero no en la pura selva. Estuvimos así tres meses porque cada nada los guerrilleros hacían rondas para buscarnos.

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—¿Esa fue la vez que los salvó el bulto de fariña, no?

—Sí. Yo lo tenía tostado y listico para vender, pero mi marido no me quiso ayudar a llevarlo. Si lo hubiera vendido, no habríamos tenido qué comer.

Yucuna significa noticia. Mékele yucuna —cuál es la noticia—, gritaban los indígenas desde el puerto cuando veían volver a los viajeros. La pregunta es la misma en todos los idiomas nacidos del arawak. Es la misma para siete pueblos distintos que habitaron el Amazonas. Por eso, a veces, a los je'eruriva los creen yucunas. Confunden sus pueblos, los incluyen en sus reparaciones y los apellidan Macuna en su registro de blancos. Y eso está muy mal porque nosotros somos de clan único, dice Pe'jiwaka. Cuando Je'echu Tupana creó la humanidad, lo hizo por turnos. A los primeros los llamó "mayores", a los segundos "medios" y a los terceros "menores". Al pueblo Je'eruriva lo creó aparte, sin antes ni después. Lo creó único.

La ambición por el caucho se llevó buena parte de los pueblos indígenas del Amazonas. El empresario peruano Julio César Arana y la Peruvian Amazon Rubber Company fueron responsables de lo que la historia llamó Los escándalos del Putumayo. Miles de indígenas asesinados, esclavizados y explotados como mano de obra en 1920. Diez años más tarde, y según la investigadora chilena Ana Pizarro, la Guerra Colombo-Peruana y sus enfrentamientos por apropiarse de las industrias caucheras de Leticia acabaron con el 70% de los clanes. La colonización de la iglesia anuló sus costumbres y, entre la bonanza de la coca y el conflicto armado trajeron matanzas suficientes para acabar con etnias enteras. De los je'eruriva, nacidos pocos desde el principio de la humanidad, ya no queda ninguno a orillas del Apaporis.

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—Los que más sufren son los desplazados que no saben que son desplazados —me dice María. Créame. Yo me declaré sin saber que me estaba declarando. Si hubiera sabido, declaro también a mis hijas.

—Le tocó así por lo del aborto en Villavicencio —completa Ana.

—¡Imagínese! Tres meses esperando para que me hicieran un legrado. Me iba pudriendo por dentro y no me atendían porque no aparecía en esos seguros del médico. Un día llegué con un retorcijón que me doblaba y el portero del hospital me dijo que tenía ir a la Personería Municipal y decir que era víctima de la violencia. Que allá me daban un papel y que con ese me atendían.

—Y sí. Eso sí es así.

—Claro. Pero hasta después me vine a dar cuenta que me había declarado como víctima y había dejado a mis hijas por fuera. Ya deben estar grandes. Ojalá el creador último de la palabra se acuerde de ellas y las proteja del humo de la guerra.

***

[Son señales de humo, pero el humo lleva consigo un corazón de fuego].

—No respire.

No respiro.

El humo entra. El mambe se deshace en mi boca. Falta poco para que el sol despunte. Para que amanezca y se vayan los cuatro espíritus Kaipulakena. Los llamamos con el pensamiento, con el bramido de las trompetas luilui. Con las danzas, con los cantos, con el tabaco. Con las maracas de guaya que se agitan en los tobillos de los hombres, con las plumas en la cabeza y las manos pintadas. Los je'eruriva están juntos y han hablado con los espíritus. Han decido no volver a orillas del Apaporis. Quieren quedarse en Arenales, irse para Leticia o para La Pedrera. Quieren que les quiten los apellidos impuestos, que los reconozcan como víctimas y los registren como pueblo indígena. Quieren que, algún día, les den un lugar para vivir juntos.

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El humo se levanta de la tierra con cada paso que dan los hombres del coro principal. Con cada golpe de sus bastones en el suelo. Bailan furiosos, enérgicos. Giran en contra de las manecillas del reloj y recitan los seis versos de la danza del moriche. Quien se cae deja en evidencia su debilidad y merece ser burlado. Las mujeres no bailan con ellos, bailan detrás y tocando el hombro de alguno porque no todos nacimos para lo mismo. Tampoco mambean coca ni huelen tabaco porque los espíritus no hablan con ellas.

El humo sale de la estufa de leña. A las cinco de la mañana tiene que estar listo el cerdo. Las de la cocina tomaron turnos para dormir, sirvieron la caguana después de cada baile y pusieron de su plata para comprar tres botellas de aguardiente que ninguna probó. Las mujeres no beben y tampoco cantan. Ellas despellejaron el cerdo, lo despresaron y lo han ido asando con paciencia.

—No respire.

No respiro.

El humo entra. El mambe se deshace en mi boca. Yo mambeo porque soy blanca, pero bailo detrás porque al fin de cuentas sigo siendo mujer. El día aclara y ya no llueve. Cuando no había nada en el mundo, Kumuyú, el mayor de los Kaipulakena, hizo la noche para el descanso y La'Muchi, el menor, quiso que fuera para la fiesta, la infidelidad y las maldades. Así se equilibra el universo. El agua, el fuego. Los árboles, las raíces. Las palabras, las señas. Todo necesita de su opuesto para regularse. Dios necesita al diablo y el diablo deja de ser diablo en cuanto también es dios.

—No respire.

No respiro.

El humo entra y lo siento entre los ojos. El humo se levanta de la tierra con los pasos de los hombres. El humo sale de la estufa de leña con el cerdo que se asa. El humo es negro porque trae los disparos de la guerra. El humo es blanco porque los je'erurivas han hablado. El humo es humo porque lleva consigo un corazón de fuego.

*Señales de humo, Mario Benedetti.

A la gran Laura, en Twitter, la encuentras aquí.