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Cultură

Huesos y calaveras en sierra leona

Estoy inclinado sobre una tumba abierta en Sierra Leona, intentando no caer dentro. Hay un niño junto a mí. Es miembro de una pandilla de chavales que se hacen llamar los "Huesos y Calaveras". El niño señala con el dedo dentro de la tumba y me dice...

FOTOGRAFÍA DE KATRINA MANSON

Alich Kabbah, ante una tumba abierta en el Cementerio de Ascensión.

Estoy inclinado sobre una tumba abierta en Sierra Leona, intentando no caer dentro. Hay un niño junto a mí. Es miembro de una pandilla de chavales que se hacen llamar los “Huesos y Calaveras”. El niño señala con el dedo dentro de la tumba y me dice: “Mira, ¿ves la cabeza?”. No la veo, así que aparta un poco más la tapa de la sepultura para que vea mejor el cráneo resquebrajado. La losa cede fácilmente al ejercer fuerza sobre ella. Agrietada por los años de abandono, esta tumba es una de las muchas del cementerio municipal de Ascensión en Freetown que se ha desmoronado, reuniendo a quienes murieron en el pasado con los que aún siguen vivos. El muchacho, cuyo nombre es Alich Kabbah, se arrodilla sobre la lápida y, inclinándose hacia delante, mete la cabeza hasta el fondo del hoyo abierto. Me preocupa que se caiga dentro. Ha anochecido y el cielo lleva amenazando tormenta hace rato, atronando y silbando sobre nuestras cabezas. Aún así, consigo ver el ataúd astillado debajo de mí y el cuerpo en descomposición en su interior. “Lo ves, ahí está la cabeza”, dice Kabbah, señalando el cadáver. Conocí a Kabbah dos días antes de este espeluznante encuentro. Fumado, borracho y feliz de disfrutar de un poco de compañía, me rescató del calor de Freetown y me condujo a una pequeña parcela con sombra tras una tumba en ruinas donde viven algunos de sus amigos. Este joven de 24 años es un veterano de los Huesos y Calaveras, también conocidos como los “Amigos de los Muertos”. Oriundos de la región de minería de diamantes situada al este de Sierra Leona, los padres de Kabbah huyeron a Freetown hace diez años, en la cúspide de la guerra civil de once años de duración que convirtió este país del oeste de África, otrora próspero, en un infierno. Pobres, hambrientos e incapaces de ocuparse de él, abandonaron a su hijo en la linde del cementerio municipal de Ascensión y continuaron su camino. Kabbah vive aquí desde entonces.

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Un miembro del equipo de fútbol nos presenta su mascota

Como los más de 200 jóvenes de Freetown que integran la banda de los Huesos y Calaveras, la vida de Kabbah transcurre en el cementerio y sus alrededores. Su pandilla cava las tumbas, construye lápidas, poda la indomable vegetación tropical (sobre todo cuando apenados dolientes les lanzan unas monedas), fuman un montón de marihuana y beben vino de palma. Ah, y hablan con los muertos.

Kabbah se inquieta cuando le pregunto sobre sus actividades ocultas. El equipo de fútbol de los Huesos y Calaveras, los Luma Boys, está a punto de jugar un encuentro importante contra otro equipo de Freetown y Kabbah está ansioso por que empiece. En el extremo de la tumba en la que estamos sentados están apoyadas las mascotas del equipo: tres calaveras humanas empaladas. Incapaz de refrenarse al ver a algunos jugadores pasar frente a nosotros de camino al campo, Kabbah agarra una de las mascotas y, poniéndose en pie de un brinco, empieza a agitarla en el aire. “Antes conocía a algunos de los muertos. Trabajaba para sus familias”, me comenta, balanceándose en el bloque de hormigón. “Ahora me ayudan a construir tumbas y me enseñan a trabajar. Me comunico con ellos”. Como si aguardara salir a escena, un lagarto agama asoma reptando por el rabillo del ojo de una de las otras dos calaveras. Le falta un trozo de cola y agacha la cabeza para evitar el sol. Kabbah le da una calada al porro que se está fumando y le echa el humo al bicho. Luego vuelve a reclinarse hacia atrás. “Me gusta vivir aquí porque estoy acostumbrado a los muertos. Ahora los muertos son mis amigos, de día y de noche. Duermo con ellos…” “Siempre estamos con muertos”, interviene Christopher Benjamin, otro veterano de los Huesos y Calaveras y presidente sedicente de la banda. “Trabajamos en el cementerio, dormimos en el cementerio, comemos en el cementerio…” Benjamin, de 37 años, vive en Ascensión desde hace veintidós. No teme a los muertos, sino a los vivos, sobre todo a la policía, que suele amenazar, arrestar y robar a sus chicos. Me explica cómo se comunica con los espíritus: “Utilizamos nueces de cola para hablar con los muertos”.

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Mausoleo en el que viven varios chicos. La nuez de cola es un estimulante suave que mascan muchos africanos del oeste. En un origen era el principal ingrediente de los refrescos de cola y es un símbolo de virilidad. Para comunicarse con el más allá, hay que hacer lo siguiente: coger dos nueces de cola y partirlas por la mitad, de modo que se obtienen cuatro trozos. Luego hay que tirarlas como si fueran dados sobre la tumba en la que está enterrado el cadáver de la persona con la que se desea establecer contacto. Si dos de las mitades de nuez caen bocarriba y dos bocabajo, es probable que se pueda establecer una conversación. Si se obtiene cualquier otra combinación, según me explica Benjamin, significa que “los muertos no están de humor para hablar. Pero cuando hablamos con ellos, lo hacemos sobre nuestros problemas y les pedimos ayuda y consejos”, añade. “Con frecuencia las cosas mejoran después.” Como presidente de los Huesos y Calaveras, Benjamin es responsable de distribuir el poco dinero que se gana construyendo lápidas y limpiando las tumbas. Los fondos siempre son limitados.

Bebiendo vino de palma.

Cavar una tumba, enlosarla y construir una lápida estándar cuesta 800.000 leones (unos 250 euros). De ese dinero, el beneficio es de 80.000 (unos 25 euros). Grabar la lápida, construir un altar y otras florituras, como una cruz, cuesta más, pero son encargos que los chicos rara vez obtienen en un país donde el 70 por ciento de la población vive con menos de un dólar al día. Su tarea más habitual consiste en construir un mojón de piedras apiladas, que es la forma más barata y sencilla de señalar una tumba.

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Benjamin se enorgullece de su trabajo y de la variopinta pandilla de chicos a su cargo. Pese a ello, asegura que aún tiene que encontrarle el sentido a su vida y está decidido a marcharse de Ascensión. Hace un tiempo que les pide ayuda a los muertos para hacerlo. Tras contemplar cómo Kabbah vuelve a colocar la lápida sobre la tumba de nuestro amigo difunto, nos sentamos en otra tumba. El olor a marihuana invade el aire. Los chicos de los Huesos y Calaveras están repartidos a nuestro alrededor, agachados o de pie sobre tumbas de cemento, bebiendo un turbio vino de palma de tarros de pepinillos. En una lápida cercana hay inscrito un verso que parece haberse grabado con un palo romo: “Si el amor te hubiera salvado, no habrías muerto”, reza. Un hombre alto y delgado con una camisa tejana abotonada hasta arriba se acerca a otra tumba y empieza a rezar. Enlaza las manos tras la espalda. En ellas sostiene un cigarrillo sin encender, una caja de cerillas y un mechero. Inclina la cabeza. Cinco muchachos se le acercan a toda prisa y empiezan a arrancar las malas hierbas de la tumba y a lanzar terrones de barro al viento. Él finge no darse cuenta y sigue rezando. Se llama Jon Foray. “Es mi tío. Nació en 1910”, aclara, una vez concluidas sus oraciones, apuntando a la tumba que hay a su derecha. Señala otras tumbas. “Ahí está enterrado otro tío mío, en ésa está mi madre y en aquella otra mi hermano mayor. A veces me siento aquí y lo que me apetece es permanecer en silencio. De hecho, me gusta estar aquí solo.” Hoy le sobra compañía. Algunos de los muchachos de los Huesos y Calaveras siguen inclinados sobre la tumba adyacente, fisgoneando a través de sus grietas y admirando el cadáver enterrado dentro. “Muchos de estos muchachos ganan más dinero trabajando por cuenta propia en este cementerio del que ganan los funcionarios del Gobierno haciendo lo que sea que hacen”, dice Foray, soltando una bocanada de humo en dirección a la tumba de su madre. Se marcha y yo me adentro junto a la pandilla en el interior del cementerio. Osman Mansaray, el vicepresidente de la banda, me dice: “Rezamos para que mueran más personas. Así tendremos más trabajo”.

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Un Huesos y Calaveras se dispone a limpiar una tumba. Sobre una lápida situada ante nosotros descansa una radio que se oye fatal. Tras ella, las ruinas de la primera iglesia construida aquí, en algún momento alrededor de 1800, refulgen cubiertas por musgo verde. Mansaray ha sustituido a Kabbah en el papel de cicerone para mí. Lleva puestas unas chanclas Birkenstock y unos pantalones que le cuelgan por debajo de la cadera. Lleva también una camiseta de color naranja cantón con las trompetas del logotipo del Partido del Movimiento Popular por el Cambio Democrático. Es una de los cientos de camisetas que se imprimieron con ocasión de los recientes comicios celebrados en Sierra Leona. Los temas principales en los programas electorales fueron la alimentación, la seguridad, la electricidad, las infraestructuras y el empleo, todos ellos necesidades básicas que actualmente no están cubiertas en el país. Sin embargo, sí había dinero para estampar un montón de camisetas para las elecciones. Mansaray dice que con frecuencia ve dos cadáveres luchando dentro de las ruinas de la iglesia. Benjamin también me había hablado de esos espíritus necrófagos. Me había explicado que habían destruido la iglesia en lo que él denomina “ataques espirituales”. Parece ser que los fantasmas musulmanes enterrados en las proximidades provocan discusiones de ultratumba con los muertos cristianos enterrados en Ascensión. Si tenemos en cuenta que Sierra Leona es uno de los pocos países no occidentales donde musulmanes y cristianos conviven verdaderamente en paz (se casan entre ellos e incluso toleran la apostasía), tal vez tenga lógica que necesiten desfogarse una vez mueren. Mansaray sostiene que los fantasmas de la iglesia en ruinas parecen personas reales, pero emanan un ligero brillo y desaparecen cuando uno se aproxima. Pero no importa, porque él sabe utilizar nueces de cola para hablar con los amigos que tiene enterrados en Ascensión. Haciendo gala de su técnica de lanzamiento, parte dos nueces con los dientes y las lanza sobre una tumba sin adornos. Tres de ellas caen bocabajo y una bocarriba, cara al inquietante cielo del atardecer. Hoy no habrá conversación con los muertos. Quizá más tarde, dice.

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Aquí duerme gente

Cuando estamos a punto de concluir nuestra pequeña excursión y nos aproximamos al lugar del cementerio donde se encuentran las moradas de los Huesos y Calaveras, parecen surgir muchachos jóvenes de todos sitios. A mi izquierda, dos chavales salen de entre los arbustos. A mi derecha, otro Amigo de los Muertos emerge de dentro de una tumba. Delante de mí, un joven se arrastra hasta una lápida y vierte sobre ella dos botes de agua turbia. En pocos segundos nos rodean unos 15 chavales. Sigo a Mansaray hasta un edificio de piedra en ruinas. “Es un panteón”, me explica. Echo un vistazo en su interior, entrecerrando los ojos para ver en la oscuridad de aquel espacio opresivo. Una cara pecosa y sudada me devuelve la mirada. “¿Puedo entrar?”, le pregunto al muchacho de los Huesos y Calaveras que hay dentro. “Sí”, me responde, caminando hacia atrás y apartando unos montones de ropa que hay en el suelo. “Pero está un poco desordenado, lo siento.”

Santos, sentado en su cama

A este chico que vive en un panteón en ruinas y duerme sobre una tumba le preocupa el estado de su dormitorio. Hoy no esperaba recibir visitas y no ha ordenado su tumba.

Dice llamarse Santos y me explica que diez personas comparten esa diminuta cripta. Tiene agarrado un muñeco de peluche sucio con forma de tigre. A medida que los ojos se me acostumbran a la oscuridad, distingo en el suelo una zona chamuscada y negra. “Es donde cocinamos”, me explica Santos. Ropa sucia, almohadas enmohecidas y tarros de vino de palma vacíos se apilan sobre las tumbas por hacer. La última luz del atardecer se filtra por las ranuras de las paredes y, por un instante, en la penumbra, uno piensa que aquélla podría ser la habitación desordenada de cualquier adolescente del mundo.