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Cultură

Me pasé una semana siendo un capullo para ver si mejoraba mi vida

Si damos credibilidad a los estudios sobre el tema, ser un capullo contribuye a que seas más popular, más poderoso y más rico. Decidí comprobarlo.

Imagen por Adam Mignanelli

Me considero un buen tipo. No soy ningún gilipollas por naturaleza. Si pido un café con hielo sin azúcar y el camarero me lo trae con, lo interpreto como una señal de que me merezco algo dulce. En general, estoy muy satisfecho con ese aspecto de mí.

Dicho esto, tengo 33 años, estoy soltero, parado y vivo solo con mi gato. A juzgar por la telenovela de media hora que es mi vida en estos momentos, cabría plantearse si estaré haciendo algo mal. Gilipollas los hay por todo el mundo y al parecer nos están sacando ventaja. De hecho, una de las dos personas más populares de mi país es un capullo integral, de los de manual, pero ha llegado donde está siendo precisamente eso, un capullo.

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Un estudio que reveló que las personas arrogantes o excesivamente seguras de sí mismas son más 'respetadas y admiradas' por los de su entorno

Es la cruda verdad: los gilipollas nos llevan ventaja. De hecho, hay documentos que respaldan esta teoría: en 2012 se publicó un estudio que reveló que las personas arrogantes o excesivamente seguras de sí mismas son más "respetadas y admiradas" por los de su entorno.

Otro estudio puso de manifiesto que las muestras de rebeldía o de mala educación se perciben como manifestaciones de poder y otorgan un aire de importancia a quien las comete.

Por otro lado, una serie de experimentos llevados a cabo en 2012 reveló que los hombres que se consideran simpáticos y agradables ganan menos dinero que los que no lo son. Si damos un mínimo de credibilidad a estos datos, llegaremos a la conclusión de que ser un capullo contribuye a que seas más popular, más poderoso y más rico.

Ser un capullo contribuye a que seas más popular, más poderoso y más rico

Tras estas reflexiones, me pregunté si mi vida cambiaría en algo comportándome como un cabrón, por lo que decidí comprobarlo durante una semana.

Mi primera oportunidad no tardó en presentarse: una cita que había salido muy mal. El mes anterior había quedado con un tío que no paró de escribirme después de nuestro encuentro, diciéndome que era "perfecto" y que tenía muchas ganas de volverme a ver pronto. Así que un día quedamos para comer. El plan era ir a buscarle a su casa y de ahí salir al restaurante.

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Cuando llegué a su casa, me encontré con la puerta abierta de par en par. Imaginé que estaría limpiando o, como soy un poco aprensivo, muerto. Entré y me lo encontré sentado en el sofá con un señor mayor y obeso haciéndole una mamada.

"¿Qué pasa?", me preguntó, como quien ha sido pillado con las manos en la masa atiborrándose de galletas en plena noche.

Finalmente, se subió la cremallera de los pantalones, me llevó fuera y me dijo: "Quería que me encontraras masturbándome cuando llegaras, pero este tío pasaba por aquí y le invité a pasar. Pensé que te haría gracia".

Mi yo no gilipollas se habría despedido educadamente de él, habría dado media vuelta y se habría ido. ¿De qué servía gritar? ¿Para qué iba a molestarme en hacer sentir mal a ese tío si no cambiaría nada? Peeeero, el nuevo cabrón que había nacido en mi interior pensaba de forma muy distinta.

Siendo un capullo tienes acceso al club de los guais de la clase, mientras que las personas amables solo se pueden juntar con la gente vulgar

"¿Y qué parte de la única cita que hemos tenido te hizo pensar eso? ¡Eres asqueroso!", le grité, mientras sus vecinos contemplaban la escena. Me sentí como Sharon Stone en Casino. "Lo mínimo que podrías haber hecho era avisarme. ¡Espero que te contagie verrugas en los huevos! ¡Basura!".

Aunque reconozco que me sentí mal llamándolo basura, el sentimiento de culpa no tardó en desaparecer. Empezaba a gustarme, eso de ser un cabrón. Y resulta que también hay estudios que lo confirman: en un experimento titulado "Agresión, exclusividad y obtención de estatus en redes interpersonales", el sociólogo Roger Faris estuvo tres años estudiando a un grupo de adolescentes para tratar de averiguar qué hacía que fueran populares.

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Basándose en anuarios, documentos del instituto y otros materiales, Faris clasificó a los jóvenes en cuatro categorías: la élite, los amigos de la élite, los aduladores y el resto. Después analizó su comportamiento a lo largo de los años para incluir a cada individuo en su categoría correspondiente.

Faris descubrió que los jóvenes con un grupo de amigos bastante nutrido tenían dificultades para acceder a la categoría de la "élite", caracterizada por la exclusividad. Asimismo, el estudio señalaba que quienes pertenecían a ese grupo mantenían su estatus por mantener una actitud verbalmente agresiva hacia otros alumnos (ya fuera inventándose chismes, acosándolos o poniéndoles apodos ofensivos). Queda demostrado, por tanto, que siendo un capullo tienes acceso al club de los guais de la clase, mientras que las personas amables solo se pueden juntar con la gente vulgar.

Si en la vida real tenía dificultades para hacer gala de mi recién adquirido hijoputismo, en cuanto entré en internet me llovieron las oportunidades

Después de mi cita frustrada, y pese a las ganas que tenía, no se me presentaron muchas más oportunidades para comportarme como un capullo. Por supuesto, estaban las básicas, como poner los pies en el respaldo del asiento de delante en el cine, ignorar a todo el mundo en una conversación entre varias personas o ocupar intencionadamente más espacio del necesario para aparcar, pero por lo general, mi vida pasaba sin incidentes ni provocaciones.

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Si tuviera que mencionar un momento, quizá sería en el gimnasio, donde voy a hacer Crossfit (lo que también me convierte en un capullo por defecto, lo reconozco).

Un día, mientras hacíamos entrenamiento en parejas, mi compañero muy "tete" él, no dejaba de comerme la cabeza señalando todo lo que hacía mal en la máquina de remo. Después de uno de sus "consejos" no solicitados, le dije a gritos que se fuera a hacer el penas a otra parte.

Después del entrenamiento, se acercó a preguntarme por qué le había gritado así, como un niño al que acaban de regañar y no entiende muy bien por qué. Misión cumplida.

Si en la vida real tenía dificultades para hacer gala de mi recién adquirido hijoputismo, en cuanto entré en internet me llovieron las oportunidades.

Tras una semana siendo hostil, excluyente y arrogante, me sentía agotado

Mi perfil de ligoteo por internet, que hasta ese momento incluía una foto mía de cara y una descripción normal y agradable de lo que me gusta y lo que busco, pasó a mostrar una imagen de mi torso y un texto que decía: "Seguramente no me vas a impresionar. Te enseñaré la cara si me apetece. Si no respondo, capta la indirecta, atontao".

Lo cierto es que recibí bastantes mensajes de gente diciéndome que era un gilipollas, pero también me llegaron unos cuantos de tíos de la "élite" que jamás se habrían fijado en mi antiguo perfil. Decidí seguir el rollo a algunos, ignoré a otros con desprecio y llegué a la conclusión de que un poco de misterio y una buena dosis de actitud abrían muchas puertas.

Tras una semana siendo hostil, excluyente y arrogante, me sentía agotado. Puedo deciros de todo corazón que prefiero ser amable. El rollo ese de llamar la atención estuvo bien, y lo de sentirme por encima de todo el mundo, pero creo que el deseo de gustar y de ser respetado puede más que todo eso.

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Traducción por Mario Abad.