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La pura puntita

Lados B. Narrativa de alto riesgo 2012

Esta antología reúne a autores como Alejandro Almazán y Franco Félix además de una veintena de jóvenes escritores de diferentes estados del país.

Traemos adelantos de los libros que te van a ensartar en las mesas de novedades.

Nitro Press sigue acarreando nueva racilla a la narrativa nacional. Bajo la batuta del editor (y un cuentista divertidísimo, por cierto) Mauricio Bares, esta antología reúne a autores como Alejandro Almazán y Franco Félix además de una veintena de jóvenes escritores de diferentes estados del país. Y también de diferentes estados mentales. ¡No te la pierdas!

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La Soledad es una puta

Por Atenea Cruz

1. Cat Chow

La Gata está sola.

Es hora de comer, pero no tiene hambre. Se asoma por la ventana: ¿ésa es la Niña? Cabrona, ¿qué anda buscando aquí y a estas horas? Más le vale que no quiera cliente porque entonces sí va a tener que poner algunas cosas en claro. Que se vaya a buscar hombres a su pinche colonia. Aquí sólo la Gata tiene derechos, su buen trabajo le costó que la Negra se los diera.

        De repente, como que le da lástima. Recuerda cuando llegó: tenía más o menos los mismos años que la Niña y todas le madrugaban las chambas. Ahora ya nadie se la tranza, con el tiempo se le fue quitando lo pendeja. La Niña se va.

        La Gata espera un poco, por si volviera. Pero no. Va a su cuarto y se acuesta. Junto a la cama hay una mesa de noche con una lámpara que ya no funciona. Piensa en la otra: pobre morrilla, le falta mucho por aprender, pero nadie va a enseñarle: las demás no la quieren porque desde que llegó muchos se fueron con ella. Es lo chido de estar joven y buena: todos quieren contigo y ninguno pregunta el precio.

        A la Gata ya se le pasaron los buenos tiempos, pero tiene sus dos, tres seguros que no le fallan cada semana, con ellos por lo menos ya sabe a qué atenerse, conoce bien sus mañas. Varias han querido sonársela por envidia: no es fácil volverse de planta.

        Observa la casa. Nunca quiso comprar muebles porque en el fondo siempre tuvo la esperanza de irse. Cada noche se siente más puta y menos mujer. La oscuridad se adueña del barrio. Hay que trabajar. Sale. Por instinto se dirige al puente desde donde contempla la ciudad.

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        Puras chingaderas.

        Inhala con lentitud. A lo lejos sale la última tanda del cine. Tiene frío. Mucha carne para tan poca ropa. Está sola. Jodida. Harta.

Se avienta.

        El viento le golpea el rostro. No es el primero.

        La Gata cae entre los carros.

        Ni así puede romper con su costumbre de parar el tráfico.

2. Olor a sardinas

La Niña tiene miedo.

        Entra a la cocina, abre una lata de Portola. La van a matar. Pica verdura, la pone en una cazuela, cuando comienza a salir vaporcito vacía la lata. Ya debe mucha lana, por eso la Negra le quiere dar cuello, no vaya ser que se le juya sin pagar.

        Le duele la cabeza, como que le quiere dar asco: nunca le ha gustado la sardina, pero no hay más que comer, la verdura se la agenció de una frutería donde el cerillito es su amigo. El olor se extiende por toda la cocina, llega hasta la sala y el cuarto, que son la misma habitación. Se agarra la frente. Duele. A lo mejor hasta el baño queda apestoso. Ya qué.

        Baja la lumbre y pone tortillas. Se acomoda las medias oscuras: muy chicas para tamañas caderas. Recuerda la cara de la Negra cuando le advirtió: “Para el viernes o voy a tener que arreglarme contigo, aquí se entrega a tiempo…”.

        Ya no le queda más polvo para darse un pasón en lo que se le ocurre cómo conseguir la feria. Para colmo, a las tres de la tarde son raras las veces que se consiguen jales: a esa hora todos los hombres están en su casa comiendo, haciéndole al santo.

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        Agarra dos platos, sirve mitad y mitad, retaca una cuchara en cada uno. Jala una mesita a la sala, empuja la silla de ruedas de la abuela. Comen. Ninguna habla, ¿para qué? Ahorita no está como para gastar saliva, ni de eso se puede dar el lujo. No sobra nada, a ver qué cenan. Le empieza a doler la panza y un poco más abajo. Siempre que lava los trastes se acuerda de él… pendeja… sólo a ella se le pudo haber ocurrido creerle: “Yo te voy a sacar de aquí, ya no vas a trabajar…”.

        Se largó el muy cabrón. La dejó sin dinero y con encargo. Por pendeja, no hay otra respuesta.

        Punzada en el estómago, por los nervios. Quién sabe. Con suerte le da chorrillo y pierde a la criatura. Mejor así.

        Cuando acaba de lavar los platos, la Niña mira de reojo a la abuela, si se la echan, ¿quién va a cuidarla? El dolor de panza va subiendo hasta que se le atora en la garganta. Le dan ganas de llorar: no va a aguantar mucho la viejita.

        Sale a la calle un rato, sin avisar, chance y cae algo.

        Nada.

        La Niña se preocupa. Agarra para su casa, pero cuando le falta una cuadra se detiene y la piensa. Mejor no. No vaya siendo que la Negra llegue por ella a su cantón y le haga algo delante de la abuela. Ronda la zona de la Gata. Si la ven, seguro se la suenan, si no, ya la hizo.

        Anochece. La Niña sigue en las mismas. Revisa la bolsa de mano por si las dudas. Nada de valor. Checa el calendario: igual y se equivocó, igual y le quedan unos días para juntar la feria. No. Es viernes.

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        Camina. Luces artificiales invaden la ciudad. Se distrae. Casi la atropella un borracho. Ni así consigue que por lo menos el policía la note. Ya no sabe ni en qué colonia anda: todo solo y todo oscuro. De pronto unos pasos. Voltea. Nadie.

        La Niña se asusta. Arrecia el paso. Trota tanto como los tacones se lo permiten. También los otros pies aceleran. De buenas a primeras los identifica. Sale a una cloaca. ¡Chingada madre!, ¿cómo fui a dar a la acequia?

        Corre.

        Cae una zapatilla. Se tuerce el tobillo. Se arrastra entre las inmundicias de la ciudad. La Niña agacha la mirada, se acuerda de la abuela, ha de estar esperándola.

        La Negra no perdona.

3. La chica quiere chorizo

Desde pequeña le gustaron los hombres, pero no los babosos sin quehacer de su edad; los más grandes, ésos que escondían bajo su pantalón algo que ni con cierre reforzado podían controlar. Vivía con la mamá y el padrastro en una vecindad: ropa colgando de las barandillas, niños moquientos enviciados de futbol. En la primaria, el recreo era su momento preferido: a través de la malla podía chismear con las de la secundaria de al lado sobre a quién habían besado o dejaban agasajar.

          Tenía once años, las tetas más grandes del grupito y muchas ganas de coger. Se había dormido a un güey que probablemente anduviera pensando en lo mismo, nomás que la despistaba con cartitas de amor y regalos cursis, como todos los hombres cuando empiezan de novios y quieren quedar bien. A ella no le molestaba que le chiflaran, ni que le dijeran cosas a media calle: ¿por qué me voy a enojar si me dicen que estoy buena? Por algo ha de ser.

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          Calentura total día y noche. Un buen faje en la casa mientras la jefa hacía filas kilométricas para inscribirla a la secundaria, otro al salir de clase y el último de regreso de la tarea en equipo. El novio era lo de menos: a falta de pan, tortillas. O ya de perdido, bolillo duro.

        No tardó en hacer la primera comunión: el padrastro bañándose y (¡qué casualidad!), yo también me iba a bañar. El uniforme en el piso y un ¡ah, qué sabroso!, ¡de lo que me estaba perdiendo! Se volvió más higiénica la muchachita: todas las tardes derechita a la regadera y a veces, por el calor, hasta dobleteaba. Al padrastro, diez minutos antes, un cuarto de hora después de que ella entrara al baño, se le terminaban los cigarros o recordaba que tenía que arreglar la tubería de un compadre.

        Una tarde de tercero de secundaria la jefa olvidó el llavero en el baño. Con asomarse tuvo. Cuando la otra regresó, chorreando de entrepierna a cabeza, ya la estaba esperando:

        —¡Pinche puta pendeja! ¡Hija de la chingada!… ¿No que lo que me decían las vecinas no era cierto?…

        Cargó con lo que alcanzó a agarrar. Ni teatros ni reclamaciones. Eran como las ocho cuando fue a dar una cantina. No acababa ni de poner una pierna en el establecimiento, cuando ya tenía en lista de espera a tres clientes, más otro que no completaba la tarifa. Su primera noche de asalariada la pasó en “El Gallo”. Cogía mínimo seis veces por turno y, encima, le pagaban. No pudo estar mejor el asunto.

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        Tuvo que volver a bautizarse:

        —¿Cómo te llamas mamacita?

        Un ligero titubeo, sustituido casi al instante por sus nalgas en la mesa blanca de plástico.

        —En mi barrio me decían la Negra, mi amor, ¿cuánto dices que traes? Porque de una vez te aviso que no hago descuentos…

No te pierdas las presentaciones de Nitro Press en la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería.

¿Quieres más adelantos? Ve a nuestra columna semanal La pura puntita.