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Salud

Los chinches de mi cama transformaron mi vida en un infierno

La historia de mi batalla contra los seres más despreciables del universo.

Chinche. Imagen via Wikimedia

Todo empieza cuando encuentras un chinche. Después de dejar un chorro de mensajes de voz a tu casero, el miedo y la paranoia empiezan a hacer mella mientras esperas ansiosamente una respuesta. Tus dos compañeros de piso te convencen de que no hay nada de lo que preocuparse mientras tu novia busca frenéticamente en Google y empieza a leer. Por supuesto, cuando localizas a tu casero, le pides que haga una inspección. Un montón de veces.

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Así empezó en mi caso.

Después de semanas de incertidumbre y silencio por parte de mi casero, me desperté un día con chinches en el pecho. Ya no se podía negar la evidencia así que empecé a preparar la casa y a llamar frenéticamente al casero. Entonces es cuando recibes un pequeño y encantador email que dice que "es una pena" que tengas ese problema y que puedes resolverlo tú solito. Solo has visto unos pocos, así que debería ser una situación manejable, ¿verdad?

Revisé el sofá y uno de mis compañeros de piso no paraba de protestar. Me compré un mono de pintor y un poco de veneno y empecé a limpiar las cuatro plantas de la casa piso por piso, encontrando más chinches según avanzaba. Les expliqué a mis compañeros cómo comprobar sus cosas y terminé con toda la casa a excepción de una habitación. A estas alturas ya podéis imaginaros la de quién.

El olor fue lo primero que captó mi atención: fresas podridas. Los perros rastreadores de chinches pueden detectar ese olor desde las primeras fases de la plaga. Los humanos no deberían ser capaces de hacerlo. Sabía que estarían allí pero no esperaba encontrar tantos. Levanté una esquina de su sábana bajera y encontré el colchón ennegrecido por las heces y las costuras llenas de huevos.

Prueba inequívoca de los chinches. Foto del usuario de Flickr NY State IPM Program

Familias de monstruos bien alimentados no más grandes que una puta pepita de manzana allí tirados más anchos que largos. No estaban escondidos, parecían muy cómodos y confiados. Muerto de miedo y empuñando dos espráis, empecé a atacar con una rabia asesina de pesticida. Cientos de chinches empezaron a correr, la mayoría hacia los enchufes, mientras que otros se colaban por los rodapiés. Entraban por las rendijas del rúter inalámbrico y por las grietas de la pared.

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Ahora sí que había estallado la mierda. Solo por el número de bichos de esa habitación, supe que aquello se había ignorado durante una inquietante cantidad de tiempo. Pregunté a mi compañero por qué coño no había dicho nada. Su respuesta fue: "no pensé que importara, lo único que hacen es comerse la ropa". No había manera de saber lo avanzada que estaba la plaga. Cuando se pasa de los tres meses en una plaga de chinches, con acceso continuo a comida, crecen exponencialmente. Mandé a mi novia a vivir con mi jefe mientras intentaba salvar nuestras cosas.

No podíamos permitirnos la fumigación de un espacio tan grande, así que fui a hablar con un abogado que me dijo que esperara hasta que expirara mi contrato (tres meses) y dejara la casa. El mejor consejo que pudo ofrecerme, tras preguntarme si había chinches en mi ropa y mirar de arriba abajo la silla en la que estaba sentado, fue: "podrías acudir al tribunal de arrendatarios y arrendadores pero seguramente tardaría más o menos eso".

Tenía que ir a la guerra. Mi asalto inicial había dispersado la horda por el resto de la casa. Eso sí, el gato ayudó a desperdigarlos por todas partes, como un autobús peludo con paradas en todas las habitaciones. De pronto, comprendí por qué había empezado a dormir en mi habitación. El caso es que estaba claro que los bichos estaban por todas partes. Dejé de salir, dejé de apagar las luces, empecé a desmontar el sistema eléctrico, tiré todos mis muebles y eché polvo de ácido bórico en mi cama todas las noches. Mi linterna se convirtió en mi mejor amiga y entraba a menudo en aseos públicos para desnudarme y buscar autoestopistas cuando tenía que ir a trabajar.

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No dormir tampoco ayudaba. A los chinches les gusta la noche, pero solo porque seguramente estas durmiendo. Si no duermes, van a por ti cuando estas despierto. Intenta cagar con bichos saliendo de las rejillas y acercándosete a los dedos de los pies. Si me las apañaba para dormir, me despertaba con un ataque de pánico poco después. Me mantuve despierto tanto tiempo que lloraba descontroladamente y me costaba mantener la coherencia. Empecé a faltar a clase y mis notas bajaron.

Mordiscos de chinche en una muñeca izquierda. Foto de Wikimedia

Fui al médico, balbuceando y rascándome al explicar la situación. Un análisis psicológico reveló que presentaba un cuadro de ansiedad, insomnio y un montón de otras cosas divertidas que venían en el lote con la horda de chinches. Me recetaron pastillas para dormir —la idea de desmayarme y convertirme en un bufet libre no era muy atractiva, pero era necesario— y me dieron una cita de seguimiento para cuando ya no estuviera viviendo en un entorno de tanto estrés. Me las apañé para hacerme un montón de daño antes de que eso ocurriera.

Es increíble hasta dónde llega la gente para detener a los bichos. Envenenarse es muy común, y parece totalmente racional durante una plaga: creedme. Hay muchos pesticidas que aseguran matar a los chinches pero solo funcionan realmente los productos autorizados de control de plagas. Y esos no son ninguna tontería. Evita el DDT y la fosfina o puedes acabar matando a alguien que quieras.

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Mis armas elegidas fueron venenos con contenidos de piretrina, ácido bórico y DE. Dormía sobre el ácido bórico; te produce sarpullidos pero, a esas alturas, el picor no era un factor importante. Las piretrinas, sin embargo, son un poco más siniestras, por mucho que estuviera usando la versión para todos los públicos que puede comprar cualquiera. No recuerdo cuántos botes gasté, pero rociaba a diario mi cama y las habitaciones que utilizaba. Parecía merecer totalmente la pena soportar los vómitos, los mareos y dolores de cabeza con tal de conseguir que los putos bichos dejaran de pasearse por mi pijama. La primera vez que tosí sangre, mi reacción fue reírme. Jodido, ¿eh?

Un par de chinches regordetes. Foto del usuario de Flickr Medill DC

Probé otras cosas para ralentizarlos mientras buscaba otro sitio para vivir. La cinta americana en los puños de la ropa, con la parte que pega hacia fuera, parecía una buena idea. Seguían metiéndoseme por los pantalones pero les costaba mucho volver a salir.

Al final, mi novia y yo encontramos otro sitio para vivir y cambié aquel nido de bichos de cuatro plantas por un apartamento en un barrio muy agradable, aunque algunas cosas habían cambiado ya para mí. Ya no pulverizaba veneno —una rociada de mi buen amigo el ácido bórico era todo lo que pedía— pero seguía en alerta máxima. La linterna seguía bajo mi almohada y esperaba a que mi pareja se durmiera para mirar por todos los muebles de la casa.

Esta situación continuó hasta que encontré uno. Bueno, creo que encontré uno. No pude cogerlo y mi linterna se había fundido pero estaba bastante seguro. Mi nuevo casero fumigó el piso dos veces pero yo aún sospechaba que podía haber rescatado alguna de aquellas cosas de la casa antigua. Seguía haciendo inspecciones de ropa en el baño, saltando cada vez que se movía una pelusa y rascándome cualquier marquita de la piel hasta sangrar. Estaba volviendo loca a mi novia. Se despertaba en mitad de la noche y me encontraba debajo de las sabanas con la linterna encendida buscando insectos en su cuerpo.

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"¿Vas a volver a ser normal en algún momento? Es como si tuvieras trastorno obsesivo compulsivo". Puede ser. Hay estudios probados que demuestran que las plagas pueden provocar síntomas del TOC, especialmente si ya has sufrido alguna otra enfermedad mental. Como la mayoría de las plagas no llegan a ser tan graves si se cogen y se tratan a tiempo, los chinches se consideran más un indicador de enfermedad mental.

Pedí mi cita de seguimiento y estuve viendo a un consejero durante algún tiempo. Nunca me hicieron las pruebas del TOC, sino que se centraron en el campo de la ansiedad. Había adquirido una fobia pero esa palabra implicaba que mi miedo era irracional. Aunque someterme al mismo baño de químicos que a los chinches era efectivamente una puta locura, no querer tener chinches es, creo yo, bastante razonable, joder.

Mi relación de tres años se debilitó en los meses siguientes por razones obvias. No voy a echar la culpa a los bichos. Dicho esto, estoy seguro de que ser un loco vigilante obsesivo linterna en mano no ayudó tampoco. Dejé de ir a las sesiones de terapia. Me era difícil encontrar tiempo para ir y no me veía yendo a una terapia de exposición sobre los chinches. Eso ayudó un poco. Al menos podía sentarme en el metro.

Dos años después, sigo sin estar bien. Desde que he empezado a escribir esto, he levantado mi somier para echar ácido bórico y la espalda me sangra de tanto rascarme. Mi fiel linterna vuelve a estar en mi mesilla de noche. Cuando veo un colchón en la basura, especialmente uno de esos con esas marcas de cuchillo tan familiares, me cambio de acera.

Últimamente, me he estado levantando con picaduras, unas relativamente cerca de otras. Fue absolutamente aterrador, hasta que encontré un puñado de diminutas arañas en las cortinas de encima de mi cama. Me puse tan contento al encontrar aquellas arañas que no pude evitar reírme mientras tiraba las cortinas por la ventana.

Para mí, hay dos estados: tener chinches y sospechar que puedo tener chinches. El miedo es algo con lo que siempre voy a tener que lidiar. Cuando creo que tengo una plaga, hago las comprobaciones de rigor, pongo algunas trampas y trato de calmarme antes de empezar a grabarme mientras duermo. Intento correr riesgos razonables, como caminar por el borde de la acera en lugar de cruzar la calle. Probablemente no sea la mejor manera de afrontar esto pero todavía necesito esos rituales. Es la única manera de rascar el picor del interior de mi cráneo.

Sigue a Jake Scott en Twitter.