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Instagram Stories ha ayudado a los tíos a reconciliarse con los selfis

Hace dos años, se habrían negado en redondo a sacarse un selfi. Hoy, se negarán igual, pero antes se lo pensarán un poco.
MA
traducido por Mario Abad
Foto vía Flickr/Larry Miller

Hecho número 1: tengo el cráneo de un dios y sería un crimen privar al mundo de contemplarlo. Hecho número 2: la semana pasada, Instagram Stories cumplió dos años. Hecho número 3: existe una compleja relación entre el hombre —al menos el hombre hetero— y el selfi. Cuando yo me saco un selfi, tengo que hacer 30 intentos, de los cuales me quedo con cuatro que me gustan y que guardo en mi carpeta “Favoritos”.

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Luego examino esas cuatro fotos, las paso en secuencia hacia delante, hacia atrás, busco diferencias microscópicas en la musculatura y el tono de la piel, un haz de luz perfecto por aquí, un mechón de pelo por allá, y finalmente decido que no, que ninguna vale la pena, las borro y me paso las siguientes dos horas buscando soluciones para el cuidado de la piel grasa en internet.

¡Feliz cumpleaños, Instagram Stories! ¡Hip, hip, hurra!


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Esta es mi pesadilla (recurrente). Estoy en la orilla de un río y el sol brilla a mi espalda. Es uno de aquellos atardeceres que pasan del azul claro al amarillo y luego a un perfecto azul marino; ya sabes, esos atardeceres. Acabo de llegar con mi bicicleta y me siento bien, con la cara sucia y perlada de sudor y la luz de la hora mágica bañándolo todo a mi alrededor. Saco el móvil y cambio a la cámara frontal. Mi cara llena la pantalla.

“¡EH, GENTE!”, grita alguien haciendo altavoz con las manos. “¡MIRAD, ESTE TÍO SE ESTÁ HACIENDO UN SELFI!”. Intento huir con la bicicleta, pero la multitud empieza a abuchearme. Trato de escapar por un puente, pero son demasiados y están muy cerca, empujándome y agarrándome.

Todos los chicos que se abren perfil en Tinder tienen que subir las cuatro fotos que les hicieron sus ex porque son las únicas en las que salen bien

“¿Cómo te atreves?”, me espeta un rostro iracundo. “¿Quién te crees que eres?”. Dejo la bicicleta y echo a correr, pero los cuerpos a mi alrededor me arrastran y caemos todos, formando una pila sobre el suelo. Se crea un tenso momento de silencio. Mientras los cuerpos luchan y se retuercen en torno a mí, un niño me mira desde arriba, piruleta en mano y con la decepción marcada en la cara.

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“Qué temeridad, Joel Golby”, me amonesta. “¿Cómo osas creer que tu cara es digna de ser documentada por aquí?”. A continuación, se inclina hacia mí y su cara pasa de la dulzura a una mueca, que a su vez se torna en un millar de dientes afilados, músculos desgarrándose a sí mismos, fuego, moscas y finalmente oscuridad. Me despierto empapado en sudor. El cielo se ha vuelto azul y oscuro.

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Cuando voy a fiestas —a las que no me invitan muy a menudo—, en un intento por evitar las típicas e incómodas conversaciones triviales, suelo soltar los mismos tres datos, todos aprendidos durante los tres años prácticamente inútiles que pasé estudiando Lingüística:

1) Que, durante la invasión de Inglaterra en 1066, los franceses trajeron consigo los vocablos para denominar varios tipos de carne —beef, pork, etc.—, ya que antes, en inglés antiguo, nosotros llamábamos a la carne por el nombre del animal del que procedía: “¿Qué cenamos hoy?”. “Vaca”. Y así.

2) Que las personas que tienen el griego como idioma nativo perciben el color azul de forma distinta a los demás debido a que, como en su idioma hay dos tipos de azul, el azul cielo y el azul marino, estos son considerados colores opuestos, como el naranja y el amarillo lo son para nosotros, y que, por tanto, el idioma puede cambiar la forma en que percibimos los colores, pese a que el soporte que percibe el color (el ojo) sea el mismo, lo cual resulta curioso si te paras a pensarlo…

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3) La razón por la que todos odiamos cómo suena nuestra voz es porque estamos acostumbrados a oírla reverberando en nuestro cráneo —del mismo modo que Beethoven, cuando empezó a quedarse sordo, componía con un lápiz entre los dientes—, mientras que si la oímos grabada y reproducida, estamos percibiendo las vibraciones atravesando el aire, y esa diferencia —sutil pero chocante— es la que hace que la labor de la transcripción sea una absoluta pesadilla en vida que siempre mando hacer a los becarios.

La gracia respecto al tercer dato (los otros dos son totalmente irrelevantes) es que te puede pasar lo mismo pero con tu cara. Yo puedo mirarme en el espejo y considerar lo que veo como una colección pragmática de rasgos —una nariz aquí, un par de ojos, una ceja que hace falta definir un poco, unas mejillas que piden a gritos un afeitado—, pero no parece una cara.

En cambio, cuando me miro en el mugriento cristal de un escaparate, lo que veo se parece más a mí. Contemplo fotos que otra persona me ha echado y, sinceramente, me veo distinto en cada una de ellas. He encontrado una buena analogía (aunque con un sesgo de género brutal, lo reconozco) para explicar esa división en la forma en que percibes tu cara: todas las chicas que conozco saben a la perfección cuál es su mejor perfil y su pose más favorecedora para sacarse a la primera un selfi perfecto en el espejo.

Todos los chicos que se abren perfil en Tinder tienen que subir las cuatro fotos que les hicieron sus ex porque son las únicas en las que salen bien (la quinta foto es una en grupo, en la que salen todos los chicos y él es el único que estropea la foto). Sentimos aversión, rechazo a los selfis. Somos agnósticos de los selfis, incapaces de mirarnos a nosotros mismos a los ojos.

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Tampoco ayuda que todavía suframos las secuelas del efecto cejas de Justin Bieber y Jaden Smith, allá por 2013 y 2014. Aquella fue la época en la que un Bieber recién salido del cascarón, con esa belleza de querubín, y Smith empezaron a poner “esa” cara en todas sus fotos, como si sus cejas fueran a desaparecer por encima de sus cabezas a través de un agujero en el centro exacto de sus frentes, como si intentaran imitar a un perro al que están echando la bronca.

Si me obligaran a llorar, esta sería exactamente la cara que pondría: ojos entrecerrados, las cejas invertidas rollo dibujos animados, expresión seria, sin sonreír. He tenido que hacer una búsqueda exhaustiva en el Instagram de Jaden Smith para encontrar esto, pero ya sabéis de lo que hablo, seguro:

Todo hombre está convencido de que esta es la única cara que está legalmente permitido poner en un selfi, a no ser que se dedique a la comedia. En ese caso arquearía una ceja y miraría con extrañeza más allá de la cámara, ajustándose la pajarita.

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Instagram Stories es un intento descarado de meterse en el bolsillo a algunos de los usuarios de Snapchat, y la verdad es que debería darnos vergüenza que les haya funcionado. En 2016, Instagram empezó a estancarse cuando la gente dejó de publicar su forma de vida en imágenes cuidadosamente elaboradas. Ya no había espontaneidad y el tiempo de permanencia en la plataforma bajó considerablemente.

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¿Cuántos hombres conoces que hayan echado a perder una buena foto de grupo poniendo alguna cara rara o haciendo algún gesto chorra? ¿Cuántos hombres conoces que realmente sepan sonreír a la cámara y salgan favorecidos?

Entonces aparecieron los Stories, una fusilada descarada de la característica principal de Snapchat. Todo el mundo lo vio como una forma de ligar genial y, de repente, Instagram se dividió en dos medias aplicaciones: por un lado, fotos impolutas de desayunos con café en la cama, piscinas de ensueño y retratos estudiadísimos de gente viendo la puesta de sol; por otro, un batiburrillo de vídeos de juergas por la noche, desplazamientos en bici al trabajo, selfis improvisados y copas de cerveza brindando.

De la noche a la mañana, Instagram tiene dos personalidades: imágenes compuestas y profesionales (el ángel) y vídeos caóticos y espontáneos (el demonio). Y es en ese espacio liminar donde los hombres aprendieron a hacerse fotos de cara.

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Volvamos a la pesadilla: hay algo en el aspecto de la permanencia de un selfi hecho deliberadamente que provoca cierta comezón en la defectuosa mente del hombre. ¿Cuántos hombres conoces que hayan echado a perder una buena foto de grupo poniendo alguna cara rara o haciendo algún gesto chorra? ¿Cuántos hombres conoces que realmente sepan sonreír a la cámara y salgan favorecidos (una vez, una amiga me dijo, en un tono dulce pero que me estremeció, “Tienes que dejar de enseñar los dientes en las fotos”, y la chica tiene razón)?

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No sabemos cómo comportarnos delante de una cámara. Hay miles de tratados de psicología pop que intentan explicar por qué las chicas jóvenes se hacen selfis, algo que parece cabrear mucho a los hombres, aunque creo que en una minúscula parte se debe a una cuestión de celos. “Ah, quedas bien y te sientes cómoda delante de la cámara”, razona la pútrida mente masculina. “Quiero acabar con eso”.

Al menos con los Stories, la foto desaparece a las 24 horas. Incluso la persona menos vanidosa se ha desetiquetado de una foto poco favorecedora de Facebook. En Stories, esa imagen en la que sales con la cara roja, con granitos o con la barbilla en un ángulo raro desaparecerá en un día y volverás a ser libre.

La mítica selfie de gimnasio. Foto: Anna Bizoń / Alamy Stock Photo

De eso se trata, me imagino: libertad. Instagram Stories nos ha hecho un poco más libres y nos ha facilitado algo el tema de los selfis. No es más que una foto de tu cara. Al menos a mí me ha ayudado: durante el Mundial, y casi siempre borracho, debo reconocer, celebré cada victoria de la selección inglesa haciéndome fotos con la cámara frontal, empapado de sudor y cerveza derramada, agarrando a mis colegas en un abrazo colectivo.

Esto no habría pasado antes de Stories, cuando la idea de interrumpir una velada de tíos en el pub pidiendo que sonrían y miren a la cámara habría sido recibida con el mismo talante que si hubiera dicho “Hey, chicos, ¿asesinamos un perro esta noche?”.

Cada vez que me hago un selfi de los de verdad, de los permanentes, sigo sintiéndome como un imbécil (el puente, el niño de la piruleta, la temeridad), pero Stories ha abierto un espacio en el que puedes mirar a la cámara y hacer broma o incluso ser irónico. Ahora no me importa dirigir la cámara a mi cara si estoy disfrutando de un día agradable en el parque o simplemente estoy en casa, sintiéndome yo mismo. La función de los mensajes privados también es reveladora: responde al mensaje de un amigo con el selfi menos atractivo que puedas o envía una foto tuya en Stories y siéntate a ver cómo te van llegando los mensajes privados.

Las caras son extrañas, incómodas, y tú tienes que vivir con la tuya para siempre. Seguramente deberíamos mejorar nuestra relación con nuestra cara, y tal vez abrir Instagram Stories, girar la cámara y hacerte una foto puede ayudarte a conseguirlo. El cielo está azul, luego se tiñe de amarillo y luego de un perfecto azul marino. Sacas el móvil. “¡EH, GENTE!”, grita el hombre. Pero no, esta vez no: “AH, FALSA ALARMA”, anuncia a la multitud. “SOLO ES INSTAGRAM STORIES, TÍO, DA LO MISMO”. Te despiertas y el sol de la mañana asoma por entre las cortinas.

@joelgolby

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