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Identidad

Descubrí que era lesbiana en un convento

Un testimonio sobre el despertar de la sexualidad juvenil en el peor lugar posible.
BT
traducido por Bernardo Tavares
Marie Declercq
tal y como se lo contó a Marie Declercq
Thaís, de veintiún años, en la época en que inició el recorrido para convertirse en monja de la Orden Franciscana. Foto: Archivo personal/Facebook. | VICE BR

Este artículo se publicó originalmente en VICE Brasil.

A los 18 años, Thaís empezó el camino para convertirse en monja de la Orden Franciscana y en ese periodo descubrió su sexualidad en uno de los ambientes más complicados para una mujer lesbiana. Cuando vi el testimonio emocionante de la ahora sommelier de cerveza de 31 años, Thaís Mariane Antonio, no pude dejar pasar la oportunidad de hablar con ella y registrar su historia. Con mucho valor y sentido de humor, Thaís nos compartió su testimonio.

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Mis papás no quedaron muy felices cuando, a los 16 años, les dije que me quería volver monja. Ellos no eran religiosos fanáticos; nadie de mi familia lo era. Tomé clases de catecismo y crisma, algo que es normal en un país católico como Brasil, pero después de eso me empecé a quedar en la iglesia y participé en los encuentros y retiros espirituales. Fue por medio de estas reuniones que conocí la fraternidad franciscana y me di cuenta que ese era el camino que quería seguir por el resto de mi vida.

Mis papás estaban en contra, en especial mi papá, quien se molestó por mi deseo de seguir esta vocación. Esperé hasta cumplir 18 años para finalmente hacer mis maletas e irme de mi casa hacia el convento sin la necesidad de un permiso. Mis ganas de volverme monja venían principalmente de mi voluntad de hacer trabajo social, caridad y poder ejercer el conocimiento que adquirí en mi curso técnico de enfermería que hice paralelo a la escuela preparatoria.

El primer lugar que me mandaron fue Londrina, en el interior del estado de Paraná. Ahí hacía mucho trabajo en las calles, acogiendo a las personas sin hogar y dándoles una oportunidad de bañarse y recomponerse.

En la ciudad, empecé a vivir en el convento, que yo llamaba mi hogar. Era un periodo diferente; usábamos ropa más sencillas, contrario a la imagen popular de la típica monja. No había lujos. Vivíamos de las donaciones, entonces no siempre teníamos carne que comer. Todas dormíamos en el piso, en colchones muy simples, sábanas o placas para separar nuestro cuerpo del piso.

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En Londrina, yo no tenía ni idea de mi orientación sexual. Antes de entrar al convento sólo llegué a besar niños. Era bastante inocente. Como todas las mujeres vivíamos juntas, en un periodo que se llamaba noviciado —que es la primera etapa para consagrarte en la Orden Franciscana— fue inevitable que formáramos amistades fuertes y sentimientos cariñosos. Yo no tenía ninguna idea, pero tal vez fue ahí donde se manifestaron las primeras señales. Tenía una u otra amiga que quería tener más cerca, y sentía celos de su amistad con otras chicas y unas ganas inmensas de estrechar los lazos del afecto. Nunca pasó de eso en aquella época. Aunque sólo hubiera sido un lazo de amistad, este tipo de sentimientos se trataba con franqueza en el convento, como un defecto que se necesitaba superar. Además, cualquier sentimiento que estuviera ligado al sexo, obviamente, era tratado como un tabú y un pecado de tentación.

Terminando este periodo de experiencia, me mudé a otra casa en Jaú, en el interior del estado de Sao Paulo. Ahí tuve mi primera experiencia lésbica con una hermana consagrada. La verdad, fue ahí que empecé a cuestionarme por qué empezaron a florecer mis sentimientos.

No ocurrió nada de lo que se están imaginando. Como dije, la vida en el convento no tiene lujos y nosotras dormíamos en el piso. Como era normal tener amistades, no era algo descabellado dormir cerca de la hermana que mejor te caía. En una de esas noches, mi mano tocó la de mi hermana y nos hicimos cariños. Fue confuso y tal vez lo que me salvó era que teníamos una serie de oraciones que recitar y muchas veces tenía que despertarme en la madrugada para ir a rezar a la capilla. Aquello puso fin a esos cariños, que no pasaron de ahí, y creo que fue lo que me salvó en aquel momento. Pero ya no podía volver atrás, porque ya había empezado a cuestionarme.

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Aún con la confusión de por medio, me guardé todo y decidí continuar viviendo mi vida en el convento. Tal vez no era nada, tal vez era una fase. De cualquier forma, yo no tenía idea de lo que significaba y en ese ambiente la última cosa que teníamos era información sobre sexualidad. El tema es tratado como algo prohibido y nadie hace otra cosa que reprimirlo. No existía la posibilidad de hablarle con alguien y tratar de entender lo que me estaba pasando. No tenía a nadie con quién compartirlo.

Después de esa hermana, hubo otras. El mismo cariño. Sin besos, ni cualquier tipo de insinuación más obvia. Pero claro, ese cariño me dejaba caliente y entonces me daban ganas de hacer algo más. Aun sin saber que sería ese "algo más".

Me quedé en Jaú un año. Tuve una amiga muy cercana y querida y nutrimos ese tipo de afecto confuso y peligroso. Cuando me tuve que ir a Contagem para seguir el postulantado, nos tuvimos que separar y quedé muy mal.

Esa separación y el dolor que provino de ella fue tratado como algo normal por las hermanas y la superiora. Una especie de apego a la amistad. Incluso te separaban de tus amigas pensando en eso. Pero era un círculo vicioso, porque así te mudabas a otra misión y encontrabas a otra persona que fuera suplir ese sentimiento.

Volví a Contagem después de mis vacaciones y luego me transfirieron a Campos de Goytacazes (Río de Janeiro). Allá tuve varios crushes y por primera vez hubo un besito. Mismo esquema: de noche, una cerca de la otra, cariños y luego hubo un besito. Pero la hermana quedó muy, muy mal. Yo también, aunque menos y hasta tuve un poquito de felicidad. Pero esta mujer estaba cerca del noviciado, la última fase antes de hacer los votos y volverse monja definitivamente. Cualquier cosa podría comprometer sus próximos pasos.

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Lo chistoso es que después de ese besito, compartí ese mismo afecto con otras chicas. Cuando tienes ese afecto con una hermana en la misma ‘jerarquía’ que tú, mucha gente te critica. Cuando la tienes con una hermana ya consagrada, o sea, en una fase ‘arriba’ a la tuya, era mucho más tranquilo. Hasta te conseguías algunos privilegios como ir a rezar con ella, ir a la misa en el mejor horario, y cosas por el estilo.

La verdad, el ambiente del convento siempre depende de la superiora de la casa. Si ella es más rígida, todo va a ser más difícil, represivo y fastidioso. Cuando ella es más comprensiva, existe esa posibilidad de que te puedas acercar a la hermana que mejor te cae. La superiora en Campos de Goytacazes era así.

De hecho, en la misión de Campos pasó algo curioso. Al parecer una hermana salió con un niño de la casa de los frailes. Los hombres y las mujeres se juntaban para cuidar el templo franciscano de la ciudad y en una de esas idas una amiga vio a una hermana con un tipo de allá. Era muy común acusar a tus hermanas con la superiora si veías algo. Era como una autoafirmación de que estabas haciendo lo adecuado, siguiendo el camino correcto. Yo nunca acusé a nadie.


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Después de Campos, pasé a vivir en un convento en Santos (Sao Paulo) para ser noviciada. Casi me negaron por esos desplantes de afecto. Como quería mucho ir al noviciado, empecé a alejarme de las otras hermanas y excluirme para evitar cualquier sentimiento de ese tipo. Para mí, esa era la única solución.

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Pasé seis meses en Santos. En las primeras semanas teníamos una cosas que se llamaba "divisoria". Era básicamente una conversación frente a frente donde todos se sentaban a hablar y luego había una conversación individual con la superiora. En mi plática con ella, le conté mis conflictos y le dije que no sabía qué hacer sobre estos sentimientos. Pero la superiora no sabía qué hacer tampoco, nadie sabía. Un detalle importante para que entiendan mejor es que no había mucha diferencia de edad entre las hermanas. La hermana en el aspirantado no era tanto más chica que la hermana noviciada que no era tanto más chica que la hermana superiora. Lo que hacía la diferencia era que la hermana superiora ya llevaba años en el convento. Aun teniendo una diferencia de edad tan cerrada, la superiora no entendía mis aflicciones.

Lo gracioso era cuando nos teníamos que confesar con los padres. Ellos lidiaban con nuestros afectos y confusiones con mucha más tranquilidad y naturalidad. Una amiga mía incluso me contó que le confesó sus sentimientos al padre, y que el padre le aconsejó que no le contara a la hermana superiora.

Normalmente, cuando una hermana le llevaba ese tipo de problema a la superiora, según lo que yo sé, era costumbre llevarla para que le dieran ayuda psicológica y una cura interior: una cura para la homosexualidad. No sé por qué, pero a mí nunca me hicieron nada.

Traté de aislarme lo más posible, pero era físicamente imposible porque todas estábamos conviviendo juntas 24 horas al día. En eso, terminé acercándome a una hermana y terminaron pasando los mismos cariños que evolucionaron en besos y un toqueteo inocente. ¡Cosas de Dios!

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Nosotras nos quedamos juntas mientras la hermana superiora estaba de viaje. Cuando ella volvió, le conté todo y le dije que quería irme. Así de simple. Al principio me ofreció una terapia, pero desde ese punto mi vida y la de la hermana con la que salía se volvieron un infierno. Después de eso, siempre había dos hermanas vigilándonos. Hasta que la hermana con la que andaba se hartó y decidió marcharse.

Thaís, actualmente de 31 años. Foto: Archivo personal/Facebook.

Un día antes que nos fuéramos, mi amiga se metió a bañar y yo me quedé afuera de la regadera sentada, platicando con ella. Cosas normales, de amigas. Una hermana vio la escena, que no tenía nada de malo, e hizo un escándalo. Empezó a decir que estábamos teniendo un amorío (que, pues, sí era cierto). Agarré mis cosas, me subí a un camión y regresé a mi ciudad, Limeira (Sao Paulo).

La noche antes de que decidiera irme, pasó algo raro. Estaba hablando con la superiora sobre lo que sentía y ella me miró y me preguntó si era tan bueno como la gente decía. Me enojé bastante. En vez de aconsejarme, ayudarme, sólo me preguntó eso. Después de haberme tomado un tiempo lejos del convento, descubrí que esa hermana superiora renunció en 2017. Yo quería descubrir si era lesbiana. (se ríe)

La chica con la que tuve un amorío desapareció. Perdí contacto con ella cuando me fuíide Santos, ya que ella era del noreste. No la encontré en ninguna red social, simplemente desapareció.

Me fui de la Orden Franciscana a los 23 años en 2008. Ya afuera de la casa, me reprimí. Me encerré en una concha, no hablaba sobre el asunto y no salí con ninguna chica. Tomé terapia y pasé un par de años tratando de salir con chicos, porque todavía sentía mucha culpa. Incluso tuve una amiga que estaba en la misma situación, pero ella estaba tan metida en los asuntos de la iglesia que lo trataba como algo que no deberíamos aceptar. Actualmente ella sigue en la misma situación, qué pena.

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Mi situación sólo mejoró cuando me mudé a Limeira. Conocí a una chica de 28 años en Campinas y me cansé de luchar contra lo que soy. Era hora de aceptarlo y tener una vida normal. Así despegó todo. Salí con chicas, abrí una cuenta de Tinder y empecé a tener una vida más tranquila.

Conocí a mi novia actual y llevamos juntas ya más de tres años. También salí del clóset para mis papás, finalmente. Le conté a mi mamá primero, quién lo aceptó súper bien y me dijo que ya hasta desconfiaba. Mi papá también; nuestra familia no es muy tradicional. De hecho, aceptaron mi orientación sexual con mucha más facilidad que cuando les dije que quería volverme monja.

En retrospectiva, lo haría todo de nuevo. Aprendí muchas cosas, maduré y una buena parte de lo que soy en la actualidad se lo debo a esa época en que serví a Dios. Si no fuera por ello, no sería ni mitad de lo que soy hoy. Mi fe no ha cambiado nada; hasta creo que maduró también.

La religión está llena de gente con prejuicios, pero es algo de las personas y no propiamente de la religión. El carisma franciscano es maravilloso, lo que lo arruina son las personas. Incluso siendo quien soy hoy en día, nunca dejé de ir a misa.