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Foto por Carlo Echegoyen.

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Tlahuelilpan: el campo de alfalfa convertido en un valle de la muerte

Las cifras oficiales dimensionan lo ocurrido: 89 muertos y 51 hospitalizados, hasta el momento.

Los gritos de Galilea rompen el silencio de la madrugada. “¡Misa! ¡Misa!”, clama desesperada entre cuerpos calcinados. A tres metros de ella yace el cadáver de su esposo Misael, ennegrecido por las llamas. Sus familiares tratan de calmarla, pero no lo logran. Ha perdido la razón. “¡Levántate, vámonos con los niños!”, le exige a esos restos que muestran la piel derretida y las extremidades contraídas, símbolo de su batalla perdida contra el fuego.

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Al igual que Galilea, decenas de personas buscan a sus muertos en este campo de alfalfa convertido en una extensa morgue al aire libre. Caminan intentando no pisar los huesos expuestos de los que podrían ser sus seres queridos. El horror penetra a través de sus ojos y un nauseabundo olor a pasto quemado mezclado con combustible se cuela por sus fosas nasales. Iluminan con su celular los restos de un cadáver incompleto y con un alambre husmean entre lo que quedó de su caja torácica, llaves, identificaciones y tatuajes. Luego van con otro y repiten la operación. En algunos ni siquiera se distingue donde comienza su ropa y termina su carne, pues ambas han formado un pasta dorada y uniforme. Su rostro desfigurado aún refleja la desesperación de sus últimos minutos de vida. Otros han sido reducidos a cenizas. Su forma humana apenas se percibe sobre el suelo: es una sombra grisácea que se aferra a la tierra, pero que cualquier soplo de viento podría desdibujarla. Este sembradío de Tlahuelilpan, Hidalgo, es un valle de la muerte.

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Foto por Carlo Echegoyen.

Son las 3:30 de la mañana y las autoridades les han permitido el paso a los familiares de las víctimas durante media hora. Hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, se apresuran a identificar a los suyos. La gran mayoría de los restos tirados requerirá exámenes de ADN para su identificación. A simple vista es imposible reconocer de quién se trata. De una persona sólo quedó su columna vertebral a punto de desmoronarse. Su cabeza, piernas, brazos y torso se esfumaron durante las cinco horas que ardió su cuerpo. El campo está dividido por una zanja repleta de combustible espumoso. Ese codiciado líquido que atrajo a cientos de pobladores y luego los carbonizó. Existe la sospecha de que muchos quedaron sumergidos en el canal bajo miles de litros de hidrocarburo, pero la poca luz impide buscarlos por ahora. Hay cuerpos tirados en ambos lados de la zanja, los que están más cerca de ella son los que tienen menos piel. De los más de cinco de cadáveres sólo identifican a dos.

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A las cuatro de la mañana los peritos comienzan a acordonar el perímetro que antes estaba resguardado por los militares. Ahí está Mario, un hombre que rebasa los 50 años.

“¿Y si uno de esos es mi chamaco?”, se pregunta a sí mismo, fijando sus ojos llorosos en los restos tirados sobre la alfalfa chamuscada, tratando de que el llanto no quiebre su voz.

“Pues mi chavo vio en face que estaban recolectando el combustible y se vino pa'cá. Luego me enteré también por face de la quemazón”, le comenta a Luis, un señor de edad similar, para mostrarle que no está solo en la tragedia. No se conocían, pero se encuentran en el desconsuelo.

“¿Ya buscaste al tuyo en las listas de heridos?”, pregunta uno. “Sí, ya chequé todas las de los que se llevaron a los hospitales de Hidalgo y Querétaro y en ninguno aparece su nombre. Mi única esperanza es que una ambulancia lo haya trasladado a la Ciudad de México”.

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Foto por Carlo Echegoyen.

Cerca de ellos, Octavio, un hombre de un pueblo cercano que no dejaba de buscar “a los de Gobernación” para ver cómo iban a apoyar a la gente, cuenta su versión de la tragedia:

“Primero salía un chorrito de gasolina, así pequeñito, y la gente se empezó a avisar. Llegaron cientos de personas con sus bidones. Luego la fuente comenzó a crecer y de repente ya estaba como de 30 metros. Fue cuando pensé: ‘aquí puede pasar una tragedia’, por eso le empecé a decir a la gente que se retirara, que era peligroso. Nadie hizo caso, les valía madre, seguían bien contentos llenando sus botes. Hasta una señora estaba junto a la zanja hablando por celular como si nada. El ejército también les dijo que las cosas ya se habían salido de control, pero las personas seguían y seguían. Por eso los soldados se retiraron para atrás. Yo mejor me fui con unos muchachos para ayudarlos a mover el combustible que llevaban. Cargamos un bote de 50 litros. Arranqué mi coche y casi llegando a mi casa, vimos la explosión”, cuenta.

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“Bajamos luego luego y cuando llegamos había un montón de gente herida, con la ropa quemada y el ducto seguía ardiendo. El ejército, ahora sí, tomó el control y no dejó a nadie acercarse a rescatar a los que se estaban quemando. Yo sí les dije en su cara a los de Pemex que estaban ahí que la tragedia era culpa de ellos. Es que se reportó desde la tarde el problema y en vez de repararlo, el combustible salió con más presión. Para mí ellos son los culpables por no hacer nada. Aunque también es culpa de la gente por aferrarse a sacar la gasolina sin importarles que en cualquier momento pudiera explotar, yo por eso me moví antes.

“¿Sabe qué detonó la explosión?”, pregunto.

“No te podría asegurar nada, porque no estaba ahí en ese momento. Hay muchos rumores. Dicen que una pareja estaba fumando ahí al ladito, otros aseguran que escucharon balazos. Quién sabe”.

“¿Quién picó el ducto?”

“Pues, qué te digo. Ahí había personal de Pemex desde el principio”.


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La gasolina es una droga. Así la describe El Güero, el encargado de un hotel de dos estrellas que colinda con el campo de alfalfa. Había acudido a la fuente a llenar su bote de combustible. “Es tan penetrante el olor de la gasolina, cuando estás tan cerca de una fuga tan grande, que pierdes la razón, la noción del tiempo, simplemente no mides el riesgo. Si de por sí la gente es inconsciente —por no darse cuenta de lo peligroso que es estar tan expuestos al combustible—, lo es más porque el olor los droga”, relata a un grupo de reporteros que lo escuchan atentos.

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Durante el robo de hidrocarburo se cortó la mano y ni siquiera lo notó. Estaba tan drogado que no se dio cuenta que su sangre había embarrado el garrafón que cargaba. Él seguía empeñado en llenarlo al tope. No sabe cómo caminó de regreso a la recepción del hotel. Volvió a la realidad cuando al entrar escuchó la explosión. Salvó su vida por unos minutos, cuenta.

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Foto por Carlo Echegoyen.

Han pasado nueve horas desde la explosión. En este pueblo se palpa el dolor, pero también la culpa. Les duelen sus muertos, les lloran, pero saben que fue una irresponsabilidad mantenerse tan cerca de una fuente brotante de combustible que los empapó durante horas.

Antes de las siete de la noche todo era algarabía. Era lógico. Desde principio de año padecían la escasez del líquido que mueve sus vehículos de trabajo. Muy pronto se convirtió en un festín petrolero al que todo mundo estaba invitado. Nadie quería quedarse fuera. Bajaban de pueblos aledaños. Organizaban un reparto justo para todos. El hidrocarburo era tan abundante que no había botes suficientes en todo el pueblo para que pudieran almacenarlo. Si alguien los hubiera visto de lejos, pensaría que intentaban guardar una cascada en una botella de refresco. No sólo gozaban de un oasis en medio del desierto: además de todo, lo habían encontrado en tiempos de sequía. Celebraban en redes sociales su embriaguez gratuita de combustible. Hasta que el idilio fue interrumpido por una flama que acabó con el festejo y con la vida de decenas de seres humanos. Aunque algunos aferrados querían seguir la fiesta y en medio de los cuerpos humeantes regresaron por su bidón repleto del fluido que había matado a sus vecinos. La cruda de gasolina les durará toda la vida.

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Foto por Rogelio Velázquez.

Se culpan unos a otros. Culpan al ejército por permitir que cientos de personas almacenaran el hidrocarburo durante dos horas frente a su narices. Culpan al personal de Pemex por dejar que la presión del ducto aumentará y escupiera miles de litros de gasolina como un volcán haciendo erupción. Culpan al gobierno por el abandono en el que ha tenido este municipio que se ha visto obligado a buscar ingresos hasta por debajo del suelo. Se culpan ellos mismos por no darse cuenta que, literalmente, estaban jugando con fuego. Algo queda claro: el 18 de enero de 2019 marcará un antes y un después en la historia de Tlahuelilpan.

Es irónico que el nombre en náhuatl de este municipio signifique “en donde se riegan las tierras”. Parece una oda siniestra a la lluvia de gasolina que las regó con júbilo durante más de 120 minutos, antes de que se escondiera el sol. En algún momento tenía que pasar, dicen algunos, y es que las autoridades han encontrado al menos 10 tomas clandestinas en esta zona en los últimos tres meses. Bajo este suelo corre una extensa tubería que transporta diariamente lo equivalente a 30 mil barriles diarios de petróleo. Los tlahuelilpenses lo saben, por eso aprovechan su geografía como también lo hacen en otros municipios de Hidalgo, el segundo estado con más tomas clandestinas del país: mil 726 de las 12 mil 581 que se reportaron en todo México durante 2018.

Este pueblo agrícola —ubicado a una hora y media al norte de la Ciudad de México— vive de la venta de alfalfa. Hoy sufre su osadía de buscar un ingreso extra por la vía ilegal, que les ayude a sobrellevar el día a día. No es un lugar que esté sumergido en la miseria, pero la pobreza es visible. Aunque sus calles principales están pavimentadas, muchos deben transitar por anchos caminos de terracería para llegar a sus hogares. Es una área semi urbana, de poco más de 31 kilómetros cuadrados, en la que apenas se encuentran cuatro unidades médicas con 13 doctores disponibles.

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Foto por Reinier Chávez.

Aquí, la marginalidad es moderada, dicen los indicadores gubernamentales, pero los fríos números también revelan que dos terceras partes de la población vive en pobreza y sólo tres de cada 10 personas tienen acceso a los servicios de salud y a la alimentación. Por eso, la gente de este poblado busca alternativas para romper con el guión al que el destino los ha condenado, quizá ese sea el motivo por el que hubo una disminución de su población joven, la que se ubica entre los 19 y 34 años, durante el último censo, realizado hace nueve años. La causa: muchos huyeron a Estados Unidos o a otras ciudades del país en busca de empleo.

Buena parte de los lugareños se mueve en bicicleta. Cargan mercancía, van por el mandado o a su centro de trabajo equilibrándose en dos ruedas a través de la tierra, el accidentado asfalto y la maleza. Los que cuentan con vehículo decidieron comprar una camioneta pick up: es ideal para transportar la alfalfa o el ganado que comercian en mercados aledaños o en otras ciudades. La venta de esos y otros productos del campo mueve buena parte de la economía local. Por eso es tan necesaria la gasolina. A diferencia de la gente de las grandes ciudades, que cuenta con ciclovías y redes masivas de transporte público, su dependencia al combustible no es por comodidad, sino por necesidad.

En las gasolineras pagan el litro a 20 pesos, sus vecinos —huachicoleros o no— lo ofertan a la mitad. Por eso cuando vieron el brote de combustible se toparon con una oportunidad de oro. Decir que todos eran ladrones o que todos lo hicieron por necesidad es inexacto. Unos pensaban llenar sus tanques con el combustible extraído ilegalmente, otros revenderlo y muchos simplemente se acercaron a la bomba de tiempo en forma de fuente por simple curiosidad. Los botes más grandes que cargaban contenían 50 litros de gasolina; si llevaban dos, podrían comerciarlos por mil pesos o llenar dos veces y media el tanque de su auto. Un negocio que no requería de una inversión, que simplemente se trataba de estirar la mano durante varios minutos y aguantar el mareo provocado por el hidrocarburo.

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Por eso se mantenían en la zona a pesar de que varias señoras vomitaban por la náusea que les causaba el penetrante aroma, mientras sus esposos e hijos ordeñaban el ducto estropeado. Ahora esas mujeres buscan a los suyos entre la alfalfa. Al final, arriesgaron su vida por 50 dólares. Muchos por menos que eso.

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Foto por Reinier Chávez.

Comienza a clarear el día y estas tierras aún emanan el vapor que les dejó las altas temperaturas. Los alaridos de una madre despiertan a los periodistas que se han quedado dormidos en los autos estacionados sobre la carretera que bordea el sitio de la explosión. Otras madres buscan reconocer ahora sí a sus hijos con la ayuda de los primeros rayos del sol.

A dos kilómetros de ahí, afuera de un centro cultural improvisado como centro de información, la gente se agolpa para saber dónde están sus familiares. Los de mayor edad visten ropa de campo: sombrero, camisa de algodón cubierta con chamarra de mezclilla aborregada, pantalón liso y botas llenas de lodo. Los jóvenes usan playeras, gorras y tenis piratas de marcas deportivas, imitando la vestimenta en las ciudades estadounidenses donde viven sus parientes. Las señoras se tapan con rebozos o con chamarras afelpadas con forro de plástico que venden en los tianguis.

Llegaron desde la madrugada en sus deterioradas pick up modelo mil novecientos noventa y algo. Otros arribaron en los destartalados camiones del transporte público y algunos a pie. Marcan, desde sus austeros celulares, esperando un milagro para que sus desaparecidos por fin respondan.

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Foto por Reinier Chávez.

Una pantalla muestra una lista con los nombres de los heridos que fueron trasladados a distintos nosocomios. No es una lista definitiva porque varios de los ingresados no han podido identificarse: algunos presentan quemaduras externas e internas en el 90 por ciento de su cuerpo.

Sollozos, lágrimas, quejidos. Incertidumbre y dolor. En los próximos días los tlahuilpenses deberán escupir en un tubo para reconocer con su saliva a sus seres queridos, mediante una prueba de ADN. Las cifras oficiales dimensionan lo ocurrido: 89 muertos y 51 hospitalizados, hasta el momento. La tragedia es indudable. El drama, incuestionable. ¿Quién fue el culpable? Fuente Ovejuna: quizá todos.

Es mediodía y en lugar de los hechos aún se perciben las huellas de los que escaparon de la muerte. Pero se han callado los gritos de agonía que se escuchaban hace unas horas. Los cuerpos ya han sido retirados. Una de las cintas amarillas de la policía se ha caído. Los soldados caminan aburridos. Es un requiem silencioso donde se ve a los peritos de bata blanca recoger los últimos restos de evidencia: zapatos, trozos de ropa y envases de combustible que no alcanzaron a ser llenados. De fondo, sólo se escucha el viento que mece la alfalfa convertida en un valle de la muerte.

@Roger_Velav