Los huesos de Borneo: expedición a los mares del sur (Parte 2)

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Los huesos de Borneo: expedición a los mares del sur (Parte 2)

El ecosistema ha sido arrasado a tal grado que se estima que durante los últimos setenta años la población total de orangutanes se ha reducido en un 80 por ciento.

El avión desciende de manera accidentada sobre Kotta Kinabalu, capital del estado malayo de Sabah en el archipiélago indonesio. En la primera entrega de este relato decíamos que estamos en Borneo con el firme propósito de observar un orangután salvaje en su entorno natural —obsesión que me persigue desde la infancia y que se amalgamó con afanes propios de Ana para trocar nuestra luna de miel en expedición biológica—. Materializar el encuentro con el poderoso Pongo pygmaeus no ha probado ser una enmienda sencilla; llevamos cerca de dos semanas internándonos en distintas zonas selváticas de la isla sin mucho éxito.

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Si bien en algunos centros de conservación tuvimos la fortuna de poder ver ejemplares del emblemático simio pelirrojo en libertad, se trataba de organismos rescatados en proceso de readaptación a las condiciones silvestres. Es decir, bestias hasta cierto grado profanadas por la mano del hombre. Y no es que tales encuentros no hayan sido majestuosos —pocas visiones más arrobadoras que un primate de casi cien kilos meciéndose entre el follaje a escasos metros de distancia—, pero el hecho de que los monos acudieran al sitio debido a la oferta de alimento por parte de los guarda bosques, de algún modo demeritó un tanto la experiencia. Le robó la esencia furtiva y primigenia de un encuentro casual con el “hombre de la selva”. Y eso es justo lo que anhelamos.

El caso es que recién aterrizamos en el extremo noreste de la isla. Estamos a finales de julio, los días más importantes del Ramadán se aproximan sobre el calendario, lo cual significa que, si pretendemos salir de la capital y alcanzar alguno de los parques naturales que salpican Sabah, tendremos que emprender el camino de inmediato. No son las mejores condiciones para recorrer los cientos de kilómetros de carretera sinuosa que nos esperan, menos aún con el anochecer en puerta y el presagio de tormenta, pero habrá que confiar en el chofer del autobús que parece tener tanta fe en sus habilidades al volante que bebe cerveza mientras conduce.

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Plantas carnívoras.

A principios del siglo XX una teoría que proponía que el origen evolutivo del Homo sapiens correspondía a las selvas indonesias gozó de cierta popularidad. Quienes la defendían —antropólogos que aún no tenían acceso a análisis genéticos— postulaban que nuestro pariente vivo más cercano era precisamente el orangután y que solo era cuestión de tiempo para que el registro fósil de las islas develara al codiciado “eslabón perdido”. Tesis que pareció ser corroborada cuando aconteció el descubrimiento de restos homínidos en la isla de Flores, relativamente cerca de Borneo (aunque más tarde se demostró que el pequeño Homo floresiensis es un descendiente de la gran diáspora del Homo erectus, previa al surgimiento de nuestra especie).

Controversia dejada de lado —actualmente existen más que suficientes elementos para sustentar que los primeros integrantes de nuestro árbol genealógico surgieron en las estepas africanas— el orangután es un caso excepcional en lo que a comportamiento complejo e inteligencia refiere. Diestro en el empleo de herramientas, capaz de aprender y enseñar a sus semejantes, así como de desarrollar conductas que no podrían ser denominadas de otra manera que bajo el rubro de “cultura”: habilidades que se presentan solo en ciertas regiones, prácticas distintivas de fracciones limitadas de la población que son transmitidas de madres a hijos.

Se han reportado decenas de estrategias para satisfacer diferentes necesidades. Por ejemplo, cuando la sed apremia algunas poblaciones optan por humedecer puñados de musgo y utilizarlos a manera de esponjas, otros grupos prefieren valerse de una rama con hojas para extraer el líquido de cavidades en los troncos, mientras que unos más se inclinan por morder la parte inferior de una planta carnívora tipo jarra y beber su contenido.

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De vuelta al autobús, acabamos de alcanzar la cresta de la sierra. Contra el atardecer se recorta el monte Kinabalú: con más de cuatro mil metros de altura uno de los puntos más altos que existen entre los Himalaya y los indómitos volcanes papuanos. Poco después el firmamento se cierra por completo y sin más preámbulo se desata una tempestad de proporciones monzónicas; justo lo que le faltaba a la siguiente parte del trayecto para tornarse en una pesadilla. Menos mal que el chofer se está terminando lo que debe ser su sexta cerveza, de otra manera podría ponerse nervioso.

Los rayos que surcan la noche iluminan de manera espectral el mar de palmas que se cierne a nuestro alrededor y dotan a la estampa, ya de por sí opresiva, de un carácter ominoso. El ritmo de nuestro intempestivo avance bajo la lluvia es acompasado en todo momento por la bocina del claxon, único elemento que nos salva de una colisión certera. Con la mirada alternando entre los faros de los vehículos que se precipitan sobre nosotros y el lúgubre panorama, mi mente comienza a desenterrar memorias poco gratas sobre nuestra cuestionable relación con el gran simio de pelaje rojo.

Dentro de mi cabeza transitan imágenes inquietantes de orangutanes calcinados, cadáveres con dotes casi humanos achicharrados junto con el terreno, la jungla reducida a cenizas para abrir espacio al grotesco y siempre creciente mar de palma. El ecosistema ha sido arrasado a tal grado que se estima que durante los últimos setenta años la población total de orangutanes se ha reducido en un 80 por ciento (National Geographic estima que sobreviven unos 14,000 individuos de la especie oriunda de Sumatra y menos de 100,000 de la propia de Borneo; mientras que los caculos del WWF son un poco más pesimistas: 6,600 para los primeros y 54,000 para los segundos. De lo que no hay duda es que, si las cosas siguen por este cauce, pronto el riesgo de extinción será crítico).

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Araña Borneo.

Aunque la drástica reducción de los números de estos primates se debe, en gran medida, a la destrucción de su entorno por la expansión del monocultivo de palma, no se trata del único factor en juego. Habría que considerar también que en zonas marginales su carne funge como merienda y que no pocos mueren a manos de campesinos cuando roban la cosecha. Sin pasar por alto la oscura empresa del tráfico de especies. No hace falta recalcar que las crías de orangután figuran como una criatura preciada dentro del mercado ilegal de mascotas exóticas. Miles son mercados anualmente alrededor del mundo con el agravante considerable de que, para hacerse de un bebé, los captores usualmente matan a la madre, pues esta defiende a su cría con ferocidad.

El último recuerdo que me asalta es uno de los más retorcidos. El caso de Pony, una hembra de orangután rescatada en el 2003 de un burdel en Kareng Pangi, un poblado de Kalimantan en la parte central de Borneo donde durante años se le explotó como esclava sexual. Y si ya el asunto del tráfico de blancas interespecie podría ser suficientemente perturbador, además de violarla continuamente y tenerla encadenada también se le rasuraba el cuerpo completo cada tercer día. Nunca dejará de sorprender la remarcable versatilidad para la crueldad que tenemos los humanos.

Los hermosos monstruos de Borneo (mono probóscide, raflesia, calao y planta carnívora) Ilustración de Ana J. Bellido.

Montañas de Tawau

Unos días más tarde avanzamos penosamente por un sendero selvático. El hambre carcome nuestras entrañas y las sanguijuelas se aferran a nuestra carne buscando sangre con devoción maniática. Estamos en las montañas de Tawau; no es uno de los parques naturales más pintorescos de Borneo, pero debido a las festividades religiosas no fue posible alcanzar el ansiado valle del Danum —Meca para todo naturalista— y nuestro apretado presupuesto no nos permite visitar parajes remotos y prístinos como la cuenca del Maliau, a la que solo se puede acceder por helicóptero. Así que un tanto frustrados optamos pasar los días más sagrados del Ramadán en la reserva que ahora exploramos.

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Los bosques que nos rodean no albergan orangutanes, por lo que el objetivo primordial de la expedición ha tenido que ser puesto en pausa transitoria. No obstante, la biota local promete otros posibles encuentros singulares, por ejemplo, once de los veinticinco árboles más altos del mundo (cada uno disparándose hacia los aires por encima de los ochenta metros de altura); felinos amenazados como el imponente leopardo nebuloso o el huidizo gato de Bay; macacos de cola larga, jabalíes, calaos rinoceronte, tortugas de tierra, civetas y escarabajos gigantes.

¿Cuánto tiempo se puede pasar contemplando a un solo árbol? Todo aquel que haya atestiguado en carne propia al gran Tule de Oaxaca, al General Sherman de los Red Woods californianos o a cualquier otra entidad botánica poseedora de un récord mundial, tendrá claro que la respuesta ronda en la magnitud de las horas. Mismas que ahora transcurrimos oteando estupefactos los ochenta y ocho metros que yerguen al gigante de las dipterocarpáceas con el honorable título del árbol tropical más alto del planeta.

Ante organismos así es que uno comprende a cabalidad lo frugal de nuestra condición. Difícil no reducirse a una nimiedad biológica frente al bestial tronco recubierto por epifitas. ¿Cuántos años llevará vivo? ¿Cuántas especies distintas habitaran sobre su titánica fisionomía? ¿Cómo carajos lo midieron? Preguntas que resuenan dentro de mi cabeza conforme hago consciente la dolorosa contractura que comienza a gestarse en mi cuello por llevar ya demasiado rato viendo hacia arriba.

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Shorea faguetiana, con 88.33 metros de altura, el árbol tropical más alto del mundo.

Mis sentimientos alternan entre el azoro y el coraje. Coraje debido a que no hace tanto tiempo aquel coloso botánico era tan solo uno entre millares; su sobresaliente anatomía casi una norma de la arquitectura leñosa que solía salpicar toda la isla. Sin ir más lejos, Redmond O’Hanlon, en su expedición al corazón de Borneo durante los años ochenta, encontró tantos árboles descomunales a su paso que tuvo que abandonar la pretensión inicial de catalogarlos. En la actualidad, en cambio, nos vemos forzados a peregrinar en su búsqueda y rendirles pleitesía como si se tratara de ruinas sacras. Vestigios de imperios gloriosos. Los últimos suspiros de un mundo ya perdido.

Unos kilómetros más adelante un cilindro yace sobre el sendero. Se asemeja a una especie de manguera negra y gruesa que cruza en línea recta los dos metros de ancho que tiene el camino. ¿Qué chingados hace esa tubería aquí?, pienso. Luego me enfurece el mero hecho de su existencia, las huellas del desarrollo, el ineludible impacto de la humanidad. Ofuscado acoto los últimos pasos en dirección del pedazo de civilización que vino a desvanecer el espejismo de encontrarnos en un lugar bien conservado, cuando un alarido interrumpe mi avance. Mi pie queda congelado en el aire sin que el resto del cuerpo que le sigue alcance a comprender por qué Ana grita de esa manera. Estoy a punto de verter mi odio hacia ella en el instante que compruebo, no sin sorpresa, que la manguera se está moviendo. El contorno cilíndrico gira sobre sí mismo y de forma abrupta revela su identidad: una intimidante cobra real que rebasa los tres metros de largo.

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Supongo que, aunque me cueste aceptarlo, soy un ente de ciudad y no puedo evitar que el medio urbano contamine mis preconcepciones. En todo caso, me alegra constatar que la elección de pareja parece haber sido acertada, de otra manera el desenlace de este episodio hubiera sido funesto y aquí acabaría la historia.

Río Kinabatangan

Navegamos contra la corriente a bordo de una pequeña canoa arropados por una noche sin luna. La estridente sinfonía artrópoda rasga el ambiente mientras que los haces de nuestras linternas escudriñan la penumbra.

Estamos cerca de Sukau, un poblado rivereño rodeado por selva degradada y parches de plantaciones de palma. El entorno dista bastante de la jungla virgen que uno imagina cuando piensa en riqueza taxonómica. Sin embargo, la presión impuesta por la persistente expansión del monocultivo ha ocasionado que el corredor de vegetación que bordea los 560 km del río funja como el último refugio para los sobrevivientes de la emblemática fauna local. Entre ellos, diez especies distintas de monos (cuatro de estas endémicas de Borneo, incluyendo varios cientos de orangutanes), elefantes enanos, rinocerontes de Sumatra, nutrias, pitones reticuladas, osos malayos, cuatro especies de felinos y más de doscientos tipos de aves.

Tenemos programadas dos salidas más al agua, una al amanecer y otra durante el crespúsculo, para intentar dar con el monarca bermejo de estos lares. No obstante, el ansia primatologíca tendrá que esperar hasta mañana; ahora la oscuridad nos engulle, numerosos murciélagos surcan los aires y el resto de criaturas nocturnas aguardan entre las sombras.

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Lo primero que hallamos es un cocodrilo tumbado sobre la orilla; poco más tarde toca el turno a una pareja de búhos gigantes, después una tortuga acuática emerge desde la profundidad y una civeta se aproxima a beber al margen. Posteriormente tenemos oportunidad de ver otra de las fieras que más me apasionan: un varano de proporciones godzilianas. Y aunque tristemente no encontramos tarsios o loris, la velada termina con una nutrida tropa de langures plateados que duermen en la copa de un gran árbol.

En lo que acontece a la exploración selvática, pocos métodos más productivos que remontar las aguas de un río. Quien haya leído a Wallace, Conrad, Durell o al ya citado O’Hanlon lo sabrá bien; el cobijo de la corriente permite pasar desapercibido y aproximarse a los habitantes de la floresta sin ahuyentarles. Al menos así sucede en Kinabatangan: durante la hora que llevamos sobre la barca hemos tenido tantos avistamientos de animales que por momentos me invade la sensación de encontrarme en un safari y debo hacer un esfuerzo por recordar que esto es el medio silvestre, que todos los organismos que encontramos son salvajes y que están inmersos en sus actividades cotidianas.

Zarpamos cuando el día apenas despuntaba y la verdad es que para este momento me siento ya embriagado; los encuentros zoológicos son tan continuos que desafían mi capacidad de asombro. Decenas de especies se secundan unas con otras como si se tratara de piezas en un museo, pero un museo que está vivo; que respira; que —a pesar de todo— perdura en pleno antropoceno. Por un segundo me dejo llevar por la emoción, la rampante biodiversidad que confronto me hace pensar que no todo está perdido: que aún hay esperanza. Sin embargo, la desazón retorna al caer en cuenta de lo idiota que es nuestra estirpe. Cambiar toda esa riqueza biológica por aceite de palma. Y ¿para qué?, para confeccionar galletas, jabones, bálsamos labiales y Nutela. Vaya desperdicio.

Varano.

Carajo que si somos cortos los humanos. Si los huesos de Borneo son así de impresionantes me cuesta concebir lo exuberante que debió ser el organismo antes de que lo decapitáramos. Es como imaginar un dinosaurio a partir de sus muelas. Entonces me sosiega la certeza de que seremos pasajeros: tarde o temprano el Homo sapiens quedará relegado a un estrato del registro fósil y la Tierra permanecerá, la vida se levantará tras está cruenta batalla y seguirá adelante reinventándose como lo ha hecho durante miles de millones de años. Sobre tales rieles se desliza mi tren mental cuando escucho pronunciar al guía las palabras que tanto había esperado: “Oran-gutan” “¡Oran-gutan!”.

Sigo su eje de mirada para descubrir que, en efecto, encaramado en un árbol a unos diez metros de distancia yace un contorno de pelaje rojo. Pareciera un macho joven y se encuentra recostado sobre una plataforma de ramas dobladas —una especie de nido que los orangutanes confeccionan para pasar la noche utilizando ramas y hojas a manera de almohada y cobija—. El simio arranca un palito y comienza a rascarse un oído, por lo demás permanece inmutable ante las miradas voyeristas de sus primos cercanos. Yo me olvido de todo, incluso de sacar fotos. Consumido por ese peculiar carácter alucinatorio que trastoca el momento en el que los sueños se materializan, me limito a intentar absorber la escena con todo mi ser; consciente de que, si la historia evolutiva hubiera sido ligeramente distinta, podría ser que fuera él el que me estuviera viniendo a ver a mí.