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Relaciones

No soy capaz de hablar con mi padre, aunque se esté muriendo

Fui a casa a verle y todo lo que hice fue hablar de mi cinturón
El autor y su padre en las navidades de 1988

El día que ingresan a mi padre en el hospital es el primer día del año en el que hace calor de verdad. Aún está ahí, enchufado a máquinas y a goteos, cuando cinco días más tarde anuncian por la tele que se acerca una ola de calor.

Normalmente, en primavera, si viajo a Liverpool en tren, el tiempo cambia de temperamento drásticamente al aproximarnos a Crewe, pero esta vez seguía habiendo un sol radiante cuando me bajé en la estación de Lime Street.

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En un principio, cuando llego a casa de mis padres en Rainhill, Inglaterra, es como si no estuviera pasando nada fuera de lo normal. Mi madre me cuenta cómo le va a los vecinos (“¡Se ha mudado una familia negra al otro lado de la calle!", me dice con orgullo) mientras mi padre se dedica a zapear. Parece estar en forma y sano para ser un hombre de 82 años viendo la tele.


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En el trascurso de veinticuatro horas, la sensación de que debería hablar con mi padre sobre lo que está pasando empieza a aparecer. La noche anterior le habían ingresado en el hospital Whiston y el silencio entre nosotros había ido en aumento hasta el punto de rechinar. Sé que debería decir algo, no por su bien, si no por el mío; que si algo sale mal —y hay muchas cosas que pueden salir mal; me han advertido de que debería prepararme para la posibilidad de que algo vaya mal—, este será mi arrepentimiento más inmediato y, probablemente, el más duradero.

Se me ocurre la idea de entrevistarle para un falso proyecto de trabajo y entonces, con la grabadora entre nosotros, le hablaré de su vida. Le puedo decir que estoy planteándome escribir algo sobre la ola de calor de 1976 (siempre estoy pensando en escribir algo sobre la ola de calor de 1976, esa parte es cierta).

Solo tengo que encontrar el momento adecuado.

Ahí esta, sentado, absorto en la televisión. Me siento en la mecedora que está en la otra punta de la habitación a borrar correos de mi iPhone. Cuatro décadas de mínima conversación, lo estrictamente funcional, nos han dejado completamente desprevenidos para este momento, incluso cuando su llegada era una de las pocas cosas que podía haber predicho con seguridad.

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Sé que debería decir algo, no por su bien, si no por el mío

Al final, llevado por el nerviosismo del momento, me levanto y grito: “¡Mira cómo tengo el cinturón!”.

Es verdad que mi cinturón no está pasando por su mejor época. Lo que parecía cuero bajo las luces de los grandes almacenes ha resultado ser un tipo de material sintético que se desgasta a trozos hasta dejar ver una malla descolorida sin sustento alguno. Está claro que no le queda más de una semana de uso.

Se levanta casi de un salto: “Yo tengo un cinturón de sobra. Te lo puedes quedar. Está arriba”. Va cojeando rápidamente y casi se come las escaleras.

En la habitación de mis padres me da un cinturón que aún lleva el envoltorio. Me quito el viejo y lo sustituyo. Y nos quedamos ahí un rato, como un diagrama de Venn. El hombre de 82 años que solo se comunica con libertad cuando habla de conducir y decorar o para quejarse de otra gente, y el de 47 años que solo se comunica con libertad cuando habla de música o para quejarse de su salud, con una delgada intersección representada por la presencia de un cinturón completamente nuevo.

“Es muy elegante para mí”, dice él, sacudiendo la cabeza ante un cinturón de lo más normal.

“Para mí es perfecto”, respondo, “Muchas gracias”.

Se da la vuelta y baja las escaleras, así que le sigo. Puedo notar cómo el aire se vuelve denso entre nosotros, casi tangible. Siento como si pudiera hacer un agujero en la distancia que nos separa.

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Se para en la puerta del salón y no acerca la mano al picaporte. ¿Irá a decir algo?

Veo que está acercando los dedos al picaporte, pero que no llega a alcanzarlo, y me doy cuenta justo a tiempo de que se está cayendo hacia atrás. Lo sujeto y por fin rompo el silencio con tres palabras: “Yo te ayudo”.

Lo único es que no digo “Yo te ayudo”. Estoy en la casa de mi padre en las afueras de Liverpool, así que lo que digo, literalmente, es “ T’ yudo”.

Más tarde, cuando él está descansando arriba, me tomó un té con mi madre y sale todo de golpe.

“Es la cuarta vez que se cae. Su recuento de glóbulos blancos habrá bajado ahora mismo. No importa cuánto hierro tome, no absorbe nada. Me alivió saber que el equipo médico que trata el cáncer aceptó operarle. Quiero decir, tiene 82 años. Dirían ‘De ninguna manera’ si hubiera sido cualquier otro paciente de 82 años. Pero él no tiene 82 años de verdad, ¿no? Solo es un dato que aparece en su certificado de nacimiento. Míralo. No es posible que sea un hombre de 82 años. Habrán visto lo fuerte que está. Ahora todo es mejor que hace quince años, incluso… cuando lo tuvo por primera vez… mucho mejor. Quiero decir, solo ha pasado una semana, más o menos, desde que le diagnosticaron y aquí estamos… lo operan mañana. Después del escáner no estaban cien por cien seguros de si se había extendido. Tenía una mancha en uno de los pulmones y llevaba tosiendo meses sin parar. Pero, ya sabes, tuvo tuberculosis cuando tenía diecinueve años, es probable que tenga los pulmones resentidos por eso. Es lo mismo que antes —ya lo sabes— pero más arriba. El cirujano ha dicho que no sabe cuánto sacará hasta que le abra. Mañana lo veremos, supongo. Le restringirán la dieta, imagino. Y… tú tienes que estar preparado, John, tienes que estar preparado. Puede pasar cualquier cosa. Míralo. No puede tener 82 años. No es posible…”.

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john doran menk no hablo con mi padre

Foto: Al Overdrive

A la mañana siguiente estamos sentados en la sala de espera del ala 4b del hospital Whiston —seguramente a pocos metros de donde yo nací—, debajo de un gran cartel que promueve la donación de tejidos. Hay tres personas a la espera de cirugía, cada una acompañada de un pequeño grupo de personas. Y todos evitamos mirar el cartel. Nos visita un anestesista, un enfermero y un cirujano; todos nos explican al detalle lo que va a ocurrir. Todos terminan cada frase con la pregunta: “¿Te parece bien, Kevin?”. El nuevo credo de la inclusión completa. Noto que mi padre no está escuchando nada de lo que le están diciendo. Está rechinando los dientes, esperando a que se pongan a ello. Empezad ya, venga. Casi puedo oír lo que piensa.

Nos despedimos y unos minutos más tarde estamos fuera otra vez, bajo el sol abrasador, esperando que un coche nos lleve a casa. Un hombre con un chándal fluorescente se inclina encima de una mujer de unos cuarenta y tantos que lleva una bata y va en silla de ruedas. Ambos fuman. “Ya te he dicho que no puedo ir a comprarlo al otro lado de la calle. Tienen una oferta especial de tabaco en St. Helens, así que tengo que ir allí. Tú dame el dinero ya y voy ahora mismo. Volveré más tarde”.

Ella se lleva las manos a la cabeza: “Con todo el dinero que te he dado… Tienes que pensar que soy gilipollas. ¿Por qué no…”

La corta en seco y murmura: “Tú dame el monedero, puta”.

“¿Por qué no esperamos allí mejor?”, pregunto con brusquedad a mi madre, y nos vamos alejando por al camino hasta que ya no los oímos. Nos quedamos seguros al lado de un grupo de chavales con camisetas de Slipknot que están fumando hierba detrás de un arbusto.

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En una habitación para él solo, está en el centro de una telaraña de tubos y goteos. Tiene una mascarilla que hace un ruido muy fuerte, como un bufido, cubriéndole la nariz y la boca. Varias mantas le envuelven la cabeza, a pesar del calor que hace

Cuando volvemos a casa, todo va bien el resto de la mañana. Hay muchas cosas que hacer en casa y después de comer hablamos a ratos, pero cuando dan las 15:00 empiezo a notar que mi madre se está poniendo nerviosa. En un momento dado, digo: “Oye, podemos llamar si quieres”.

Llama al hospital: “Ajá… Sí… Sí… UCI… John Kevin Doran… Eso, eso…”. Me siento como si estuviera al borde de un precipicio. No puedo soportarlo más. Quiero salir disparado por la puerta. Podría volverme a Londres y no coger una llamada de Merseyside nunca más.

La conversación se alarga demasiado. No se lo dirían por teléfono, ¿no? Haría lo que fuera por retrasar los siguientes segundos. Cualquier cosa.

Entonces suelta el teléfono, rompe a llorar y hunde la cabeza entre las manos.

Siento como si me hubieran dado un puñetazo y una serpiente venenosa me hubiera mordido a la vez. Como si el veneno me estuviera corriendo por las venas. Como si una puerta se estuviera abriendo lentamente dando paso a un mundo de horror.

Pero entonces mi madre se dirige a mí directamente: “Lo siento, John. Está bien. Se ha despertado. Es solo que… Me he…”.

Recojo el teléfono de la alfombra beis estampada y lo coloco en su base: “Bueno, pues entonces será mejor que volvamos”.

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En una habitación para él solo, está en el centro de una telaraña de tubos y goteos. Tiene una mascarilla que hace un ruido muy fuerte, como un bufido, cubriéndole la nariz y la boca. Varias mantas le envuelven la cabeza, a pesar del calor que hace. Unos elegantes pantalones, una camiseta de algodón con un discreto estampado y un chaleco también de algodón están doblados encima de una silla al lado de la cama. Incluso ahora no parece tan mayor. Por un momento parece el hombre al que esperaba sentado en la ventana a que llegara del trabajo, preocupado por si había habido un accidente en la fábrica, hace cuarenta años.

Todo su cuerpo es delgado, excepto sus musculosos antebrazos. Son los brazos de alguien a quien nunca gané un pulso.

Pero entonces mi madre le quita las gruesas gafas bifocales para ajustarle la mascarilla de oxígeno y, de repente, al quitarle su última capa defensiva, aparenta todos y cada uno de sus 82 años.

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