El hombre que remó 150 días de España a Cancún
Foto por Mauricio Ramos.

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El hombre que remó 150 días de España a Cancún

"El miedo te mantiene vivo", dice Abraham Levy.

"Aborrezco todas y cada una de las olas del océano, con un odio que nunca podrán entender los que, como tú, sólo han visto el agua desde la playa", escribió Charles Darwin en una carta a su primo durante la expedición que lo llevó por las Galápagos. Darwin odiaba viajar.

Abraham Levy cree que Darwin tenía alma de científico, no explorador. "La mar desnuda las almas de los hombres", me explica con naturalidad, "pero si loco es hacer lo que tu corazón dicta y lo que te gusta, entonces hay que darles a todos una cucharadita".

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Junto a su abuelo, Abraham aprendió a admirar las historias de aquellos aventureros que querían experimentar en carne propia. Valientes que zarpaban para comprobar si la tierra era redonda o si podían llegar a la India; que navegaban hacia lo incógnito para destrozar los límites de lo conocido.

A los ocho años de edad veía el mapa y se convencía de que quería conocer todas las playas de México. Hacerlo. Como los exploradores de sus historias. Saber qué se siente estar ahí. No nada más imaginarlo como en la literatura.

Con los años trabajó como jardinero, lava coches, mesero, vende libros y guía de campamento. Luego organizó congresos, festejos, conmemoraciones, fiestas y publicidad. Lo odiaba tanto como odia los cigarros.

Se mudó a Morelia y vendía líneas para celular. Una mañana se imaginó teniendo 85 años sin haber intentado algo que le saliera del fondo del alma y su cuerpo sintió escalofríos. Se preguntó qué es lo que de verdad quería hacer. Ya había comenzado con el kayak. Quería recorrer toda la costa mexicana en él y que le pagaran por eso.

Lo asumió como un reto y delineó un plan. Se mudó a la Ciudad de México. Entre las revistas del Sanborns buscaba posibles patrocinadores. Luego venía lo más difícil, convencerlos para que apoyaran su aventura.

Cuando le quedaban 50 pesos en la bolsa recibió una llamada, "vente", y se apresuró a Xochimilco. Era su primer patrocinador. Estaba tan feliz que brincó, con el contrato en mano, sobre el techo del coche prestado sobre Periférico.

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Su primera expedición en solitario comenzó por la desembocadura del río Bravo. Una camioneta lo llevó con su kayak. Después de decir "adiós" remó contra las olas para entrar al Golfo de México y así comenzar una travesía de 11 mil km por toda la costa mexicana.

Después de recorrer el Golfo se movería al Pacífico. Iba equipado con un compás y un GPS con mapa topográfico. Había identificado los puertos más grandes y marcado puntos tentativos para acampar y de abastecimiento dependiendo la temporada, pues le tomaría más de un año. Señaló campamentos de pescadores y pueblitos. Bahías, costas y puntas, lo protegían. También algunas rutas de evacuación del mar en caso de emergencia. Sobre todo en el Pacífico. Ahí las olas eran enormes con acantilados de 50 metros sin salida.

Durante el día remaba. En verano comenzaba antes de que despuntara el sol. En invierno buscaba el calor de los rayos. Se protegía con pasamontañas, tres capas de chamarras, guantes, pantalones, tenis y calcetines. Variaba tanto el clima que casi le dio un golpe de calor.

Debía ir bien hidratado. Todo el tiempo tomaba de una manguerita. Quince litros por día, el límite para el cuerpo humano son dieciséis. En bolsas especiales almacenaba hasta 42 litros, equipo, y comida para 15 días dentro de su kayak.

Estaban unidos. Con su kayak podía moverse por todos lados. Remaba ocho, diez o doce horas diarias con ritmo y candela. Su boga dependía del viento y la corriente.

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Casi siempre se veía solo. De pronto algunos pescadores. Por las noches, cuando le tocaba dormir en algún pueblo, buscaba quién lo apadrinara. Ahí guardaba su transporte y partía antes del alba. Luego se encontraba con caseríos fantasmas cuyos habitantes habían huido por el narcotráfico.

Era mejor acampar sin gente. Dormir tranquilo y seguro. Pero despertaba y descubría que los coyotes habían atacado su campamento. Mordisqueado todo dejándolo sin provisiones. Era raro que pescara. Lo hacía más por antojo que por necesidad. Pescaba o remaba y avanzaba. Siempre eran nuevos contratiempos. Un viento del norte, el más fuerte que ha soplado en los últimos 40 años, a 120 km por hora, lo forzó a refugiarse y amarrarse de un mangle toda una noche.

"No pases por ahí porque te van a matar", le advirtieron sobre la desembocadura del río San Pedro, entre Tabasco y Campeche cuando navegaba el Golfo. Había piratas. Gandallas con ojos perdidos y cuerpos chupados por la droga. Dedujo que vivían en la costa. "Perfecto", pensó, "si me meto a diez, quince kilómetros mar adentro no me van a ver".

Pero uno lo detectó y cuatro lanchas con motores de 250 caballos de fuerza lo interceptaron. Todos portaban armas largas. "Pinche güero, ¿qué traes aquí?", lo abordó uno. Abraham dejó de remar y respondió sin pensar "¡ah! ¡Compadre!" y luego algo más, lo primero que se venía en mente, la idea era no parar de hablar y parecer loco. Luego volteó con otro y comenzó a reír, así siguió hasta que finalmente pronunciaron "vamos a dejarlo ir".

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En el Pacífico, cerca de la península de Baja California, se encontró con una ballena gris de veinte toneladas. Como acostumbran, la ballena sacó la cabeza lentamente del agua. Al abrir los ojos descubrió a Abraham sobre su kayak que la observaba. Con toda su fuerza se aventó hacia atrás.

El cabezazo le zumbó la espalda, lo aventó de lado y destrozó uno de los cinco compartimientos de su embarcación. Un hombre que arreglaba tablas de surfear en la playa le ayudó a componerlo para que regresara a remar.

Más adelante, en su paso por la reserva de La Encrucijada, Chiapas, debía cruzar un manglar por un canal estrecho y rodeado de mangle rojo de casi cuarenta metros de altura. Unas burbujitas detuvieron su camino. Frente a su kayak de 5.20 metros de largo se encontraba un cocodrilo de cuatro y medio metros. Inerte, hasta el fondo, bloqueaba su paso.

Comenzó a oscurecer. "No me voy a quedar aquí" se convenció y aventó lámina. Al pasar por encima, el cocodrilo despertó con la mandíbula abierta y le dio una vuelta completa al kayak. Fue tan rápido que el susto le pasó desapercibido. No le había tirado a morder, quería recordarle quién dominaba ahí.

Todas las noches, a las ocho en punto, se comunicaba vía teléfono satelital con un equipo que monitoreaba su ubicación. De no comunicarse había dejado instrucciones de qué hacer. Su expedición terminó el 28 de noviembre de 2008 en la desembocadura del rio Suchiate, frontera con Guatemala. Después de navegar toda la costa mexicana, once mil kilómetros, durante 13 meses, no sabía si reír o llorar. Lo rodeaba basura hasta las rodillas.

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Foto por Mauricio Ramos.

"¿Y ahora?", se preguntó. El camino al fin era su felicidad. Pensó en seguir remando por toda América pero no. Debía dar la cara a sus patrocinadores.

Entonces ideó una segunda expedición: cruzar un océano. "¿Cómo?" Podía hacerlo como polizonte. Salir de Veracruz en un barco de carga. Pero no le encantaban, prefería los veleros. Se enlistó en páginas de internet para los que buscan tripulación. Nada. No tenía experiencia. Pero tampoco le importaba. Estaba decidido a aprender y seguir buscando. Trabajó haciendo un barco de madera. Cuando zarpó, el dueño le dijo: "tú no vas".

"Tendré que cruzar yo, remando", concluyó Abraham. Esa historia le apasionaba. Era la consecuencia de las travesías marítimas de valientes y su impulso por atravesar y ver qué había más allá del horizonte. Ambiciosos que habían llegado a América siguiendo una ruta que no existe sino nada más porque sí, que obedece a los órdenes de la naturaleza: el cinturón de los vientos alisios.

De no navegar por los alisios, los primeros navegantes jamás habrían llegado al nuevo continente. No con embarcaciones de velas cuadradas e incapaces de ceñir.

Abraham sabía que debía fluir, seguir los caminos del mar o no lo lograría. Determinar su dirección. Debía salir de España y llegar a Cancún. Navegar por la corriente de las Canarias, luego la nortropical y así seguir hasta entrar por el Caribe y enfrentarse a la potencia de la corriente del Golfo, o del canal de Yucatán.

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Buscó nuevos patrocinadores. "Obviamente no", respondía la mayoría pues la nueva expedición era más peligrosa. También debía definir qué medio de navegación utilizaría. Un kayak no era eficiente pues no soportaría todo el peso necesario. Tampoco el tipo de remada pues debía utilizar la potencia de las piernas.

Ideó una embarcación con pedales. Contactó a unos holandeses que la podían fabricar. Le recomendaron que lo hiciera remando y se ahorrara inconvenientes. "¿Cómo coño voy a ir viendo para atrás?", la idea lo inquietaba. Estaba acostumbrado al kayak, con los ojos hacia adelante.

Se convenció de hacerlo y comenzó a entrenar. Hacía bucitos en Cuemanco y El Club España. Luego al gimnasio. Al mismo tiempo diseñaba la que sería su nueva embarcación. La hizo desde el cascarón.

Trabajó con un arquitecto naval. Hacer que algo flote es fácil, que navegue, es otra historia. Poco a poco la equipaba. Todo eran cálculos. De resistencia reticular, de materiales, si tendría quillas o no, si debía tener orzas, qué tipo de timón, por qué, cuántos compartimentos, qué capacidad de carga, la distribución, dónde estarían los espacios para celdas solares, generadores eólicos, baterías y comida.

La nueva embarcación era única y él la había creado. Blanca, con una pequeña cabina en uno de los dos extremos donde podría dormir o resguardarse del mal clima. Solo le faltaba un nombre.

Recordó que durante su primera expedición, un niño, al verlo salir del mar y escuchar su historia, incrédulo le preguntó, "¿de veras vas tan lejos en esa cascarita?". La nueva embarcación también aparentaba una cáscara de huevo. Decidió bautizarla como Cascarita.

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Ese año no pudo zarpar. En la costa Española había vientos de 180km por hora y la ola más grande que se había registrado en toda su historia, de 27.6 metros.

Tuvo que esperar a la siguiente temporada. Hacer tiempo fue como un golpe. Debía mantenerse motivado, en peso, y buscando patrocinadores.

En el Atlántico norte, las tormentas más fuertes o borrascas son en el invierno, y las tormentas más fuertes en el trópico, temporada de huracanes, en verano. Debía navegar durante el invierno, salir de Europa antes de que llegara el invierno y llegar a puerto en el trópico antes de que comenzara el verano.

El 21 de octubre de 2014, los meteorólogos le anunciaron que era tiempo de partir. Zarpó del puerto de Mazagón, a cinco kilómetros del antiguo puerto de Palos de dónde salió Colón. Tras un terremoto, el curso de los ríos cambió y Palos dejó de ser puerto.

"Ningún día es igual a otro en la mar", confiesa Abraham. Se iba adaptando a lo que veía. Siempre con reloj en mano pero sin horarios fijos. Observando los astros, el sol y la luna.

No podía dormir más de 50 minutos. Despertaba con alarma a observar qué sucedía a su alrededor. Teóricamente la navegación en solitario está prohibida, no se puede dejar una embarcación sin alguien viendo al horizonte.

Por la velocidad de su embarcación y de las otras embarcaciones, tenía 50 minutos aproximadamente desde que aparecía alguien en la orilla del radar hasta que hubiese un impacto.

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Entre tortugas y mantarrayas se detuvo en las Islas Canarias. Había bajado 15 kg en 20 días, así no llegaría hasta América. La estufa falló y había un error en sus provisiones. Históricamente, también era la última parada de los navegantes antes de adentrarse al Atlántico.

No volvió a ver tierra durante 5,000 km. De repente, a lo lejos, lo sorprendían nubes oscuras, como cortinas de agua, que se acercaban abruptamente. Esas tormentas pasaban rápido. Cuando poco a poco aumentaba el viento y comenzaba a bajar la presión, durante un día, dos, y el cielo se pintaba cada vez más oscuro, enfrentaba los peores azotes.

Las tormentas no perdonaban si era día o noche, con luna llena o cielo cerrado. A veces no podía ver ni su mano. Del 24 al 31 de diciembre, se topó con vientos que superaron los 130 km por hora, olas de más de diez metros de altura.

Remaba afuera pero dormía en la cabina. Con cientos de olas encima, si remaba, no agarraba nada y perdía energía. Debía agarrarse y aguantar. Solo una vez giró, la embarcación dio una vuelta por completo.

Era como subirse a un juego mecánico. Lloró, saboreó el miedo y se lo tragó. Se concentraba en el momento. Debía ponerse el casco, cinturón, chaleco salvavidas, radio baliza de localización personal, y tener a la mano bolsa de abandono.

Cascarita estaba hecha de fibra de carbón. Cada golpe era como estar dentro de un tambor que golpeaban. Todo el tiempo escuchaba el agua. Siempre cambiaba. Usaba tapones para soportar. A veces música para calmar. Todo vibraba.

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"Al final esto es agua y aire", se recordaba. Si debía terminar nadando o esperar florando, lo haría, y esperar, así que "relájate" se repetía. Sabía que en las fuerzas de la naturaleza no había maldad. Debía seguir avanzando en la dirección correcta.

En la proa, de acero, agarrado con una cuerda y al final, tenía un paracaídas sumergido en el agua. Un ancla dinámica. El freno para hacer deriva controlada. Lo necesitaba. Para no perder dirección. Moverse más lento y siempre apuntando a las olas. Si una ola de diez metros lo agarraba por la borda, rodaría sin parar. Su mayor temor era que se rompiera.

Entonces sí estaría frito. Tendría que abandonar a Cascarita y lanzarse a la balsa de rescate. Más pequeña. De buscarlo una operación de rescate, sería más difícil divisarlo.

Algunas noches remaba. Cuando podía y consideraba que había que hacerlo. Checaba su navegación, si había derivado mucho, a otra corriente, remaba en perpendicular a otra corriente para salir. Nunca sabía bien dónde estaba, cada golpe de remo descubría lo que pasaba.

De no avanzar cambiaba de ruta, se adaptaba. Le daba cuarenta y cinco minutos y descansaba cinco. Entonces reponía carbohidratos, se rehidrataba, monitoreaba horizonte, navegación, deriva, se estiraba un poquito y se volvía a sentar. Después de repetirlo tres veces descasaba una hora. Se preparaba de comer, todo venía deshidratado, sólo debía agregar agua.

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Iba equipado con dos desalinizadores. Por si uno se descomponía. Necesitaba como dos toneladas de agua para toda la travesía.

"Esto no es nada", se repetía cuando se ocultaba el sol. "¡Inmenso eso!", se maravillaba ante el cosmos que aparecía en silencio, "en medio de un universo que jamás se detendrá a hablar de nadie". Se sentía diminuto.

Mar adentro, sólo se encontró con tres tipos de aves. Una, desde su cabina, durante la peor tormenta. Flotaba como si nada. Era un petrel de las tempestades. Lo tranquilizó.

Acostumbrado a los diferentes ruidos que producían su navegación y el viento, Abraham volvió a pisar tierra en Antigua y Barbuda. Más adelante, por el Caribe, el reto era evitar chocar. Barcos, tráfico, arrecifes y bajos. Si lo agarraba un viento lo podría estrellar.

Optó por llegar a Cancún vía Centroamérica. Un delfín lo acompañó un tramo. Quería comerse a un dorado que se escondía bajo su casco. Calamares, peces voladores, dorados y más, también se acercaban.

Durante todo el cruce sólo vio una embarcación en el radar. Estaba lejos y jamás identificó a un ser humano. Al gritar, sus palabras se perdían. En la mar, nada rebota. Era la pureza de su voz que partía. A veces se grababa. Luego apuntaba mensajes, recordatorios, lo que fuera, como qué comida le disgustaba.

Cuando distinguió Cancún a lo lejos, otra vez dudó si debía continuar o parar. Quería cama, comida, fruta pero le gustaba navegar por la mar.

"El miedo te mantiene vivo", me dice Abraham, "si te confías mueres. Es el instinto que te ayuda, un aliciente, que te prepara, te hace tomar precauciones". Desde el otro lado de la mesa observo las manos gruesas y pesadas de Abraham, del capitán de Cascarita, del explorador que cruzó una cuarta parte del planeta a puro pulmón.

Para Darwin, la expedición náutica que lo llevó a desarrollar su teoría de la evolución fue tan difícil que el capitán del barco lo quería tirar por la borda antes de llegar a las Galápagos. Hacia el desconocido horizonte del mañana nada lleva más lejos que la voluntad.

@TeresaZeron