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Los horrores de ser una mujer guardia en una prisión

He visto a más hombres masturbarse de los que puedo contar.
Ilustración por Leonardo Santamaria

Yo no veo porno. No es que tenga algo en su contra, sólo no me gusta. Cuando era joven, tuve un desarrollo tardío. Era una niña mestiza colormoca, flaca y de voz suave, con lentes y una espalda encorvada por leer demasiado.

‘Libros antes que chicos’ era mi mantra. Así que ver a dos desconocidos perfeccionar el acto carnal nunca fue mi pasatiempo.

Pero tampoco veo porno porque he visto a más hombres masturbarse de los que pueda contar.

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Uno de mis primeros trabajos saliendo de la universidad fue como guardia en una prisión en el Sur de Estados Unidos. A pesar de conseguir una licenciatura en la Universidad de Pensilvania, tuve que tomar el trabajo que pudiera encontrar y que estuviera relacionado con mi campo: criminología. Y solo una prisión me devolvió la llamada.

La forma en la que me entrenaron para trabajar en una prisión eliminó mi pasividad. Antes era tímida en clase o en la oficina, pero no puedes actuar de esa manera e infundirle respeto a los prisioneros. El grupo de cadetes, instructores, oficiales de capacitación y otros colegas desempeñaron un papel importante en una experiencia que me cambiaría por siempre.

Pero esa es otra historia. Esta se trata de tipos jalándosela.

Me asignaron a una unidad con cuatro alas: Alpha, Bravo, Charlie, y Delta. Charlie y Delta albergaban a prisioneros en confinamiento solitario, quienes permanecían 23 horas en sus celdas y solo una hora afuera. Los oficiales rotaban de ala a ala, pero las oficiales mujeres nunca trabajaban solas.

Vi la mayoría de los pitos en el ala Delta. Contenía a los prisioneros que eran considerados de alto riesgo, así que por lo menos dos guardias estaban ahí a la vez. Uno trabajaba en una cabina central, contestando los timbrazos de los prisioneros por un interfón (un sistema que usan para hacer pedidos y quejas) y manteniendo registros de los visitantes u otros individuos que entraban y salían de la unidad. El otro guardia trabajaba en el piso y tenía interacciones cara a cara con los hombres, principalmente a través de las ventanillas de las celdas.

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Comparado con el grado extremo de interacción social requerida para mantener la autoridad sobre las prisioneras mujeres, trabajar en la cabina de esta ala es diferente, y pensé que sería un mejor lugar para mí.

Tardé en darme cuenta de lo que pasaba.

El timbre sonaba sin cesar. Siendo una novata, siempre trataba de contestar.

“¿Quién trabaja hoy?” me preguntaban. “¿Con quién hablo?”

“Carter”, les contestaba.

Me pedían algo. “Necesito (un formulario de quejas/un formulario médico/papel de baño/un cepillo de dientes/Advil/etc.) Me lo prometieron el turno pasado…”

“Ahora veo qué puedo hacer”.

“Gracias, Carter. Escucho un acento. ¿De dónde eres?”

Y luego, como aprendí, tenía que terminar la conversación, normalmente con un “No es asunto tuyo”. Porque lo que podría aparentar ser una conversación inocua podría llevar a una investigación de mi vida personal. Y compartir cosas personales con los prisioneros es una de las primeras cosas que te enseñan a no hacer.

Me daba cuenta de los intentos obvios de manipulación. Pero de todas formas contestaba el timbre cada vez que sonaba.

Después de un par de turnos en Delta, un oficial me explicó por qué sonaba el timbre del interfón con tanta frecuencia. “No deja de sonar porque se están masturbando con el sonido de tu voz”, me dijo.

Estaba estupefacta. Yo tenía una educación y había obtenido una de las calificaciones más altas de cualquier cadete de mi clase en el examen estatal. Pero el entrenamiento no me había preparado para ese momento.

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Honestamente no lo entendía. Primero que nada, qué asco. Segundo, ¿por qué sería algo que ellos desearían?

Tras leer la incredulidad que estaba pintada en mi cara, el oficial me probó su punto al contestar los timbrazos. Preguntaban, “¿Dónde está Carter?” Y él les contestaba, “Ya terminó. Ahora estoy yo”.

En menos de diez minutos, los timbrazos dejaron de sonar.

Entonces dejé de contestar tanto. Me volví consciente de mi propia voz. Y cuando sí contestaba, trataba de hacerlo de una forma dura y mostrar que no estaba jugando.

Pero apenas empezaba la masturbación.

En ciertos puntos del día, el tránsito de personas entrando y saliendo de Delta era alto, y tenía que estar de pie en lugar de sentarme para poder ver a todos. Pero estando parada, también me podían ver a mí.

Rápidamente me di cuenta de que querían que yo viera lo que ellos estaban haciendo.

Un día después del almuerzo, estábamos ocupados con distintas responsabilidades, como procesar papeleo y visitantes, y otras tareas diarias.

Sonó el timbre. El que llamaba estaba en una celda opuesta a la cabina y había una vista directa de nuestra ventana a la suya. Miré en su dirección.

Su pito estaba colgado de la ventanilla.

Por el interfón le dije “guarda esa mierda”. Luego llamé al oficial del piso y le dije que cerrara la ventanilla.

Escribí un reporte del incidente, pero todo el tiempo estaba pensando: ¿Cómo carajos terminé en este trabajo?

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Fue la primera vez que escribí un reporte por masturbación, pero no estaba cerca de ser la última. Después de un punto cada vez que veía a un prisionero masturbarse, hacía como si no lo observara para no tener que hacer el papeleo. Además, pronto me di cuenta que para algunos hombres en aislamiento, el castigo no era un freno a sus actividades.


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La peor experiencia que tuve fue cuando estaba trabajando afuera de la cabina, ayudando a escoltar a un prisionero del ala Delta a la unidad médica para que viera al doctor.

El procedimiento para escoltar a un prisionero de alto riesgo es de esposas dobles y dos guardias. Entonces, un hombre blanco de 1.88 metros y bastante desaliñado tenía sus tobillos y manos encadenadas y estaba siendo acompañado por un guardia. Yo me uní para ser el segundo guardia.

La caminata a la unidad médica debía tardar unos seis minutos, pero con un preso que da pasos pequeños debido a las cadenas en sus pies, el tiempo se duplica. Claro, lo vi mirándome fijamente, pero eso era normal en la prisión. Yo había acatado las normas: un uniforme recién planchado, poca joyería, nada de maquillaje, nada de perfume, y tenía el pelo recogido, como todos los días.

Pero aún así me miraba fijamente. Ese día, me enfoqué en el camino a la unidad médica. Hablaba por radio y veía el tránsito de gente en el pasillo.

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Pero cuando llegamos a la unidad médica, y lo vi de vuelta, su cuerpo entero estaba cubierto de semen. Estaba por todas partes.

Me sonrió, sin sentir nada de vergüenza. Me miraba, con la intención de que yo lo volteara a ver. Él se sentía orgulloso.

Me sentí sucia. Me siento sucia escribiéndolo. Pero es lo que pasó. Es parte del trabajo.

El otro guardia le hizo algún comentario despectivo al reo y me dijo que volviera al ala Delta. Tenía que seguir cubriendo mis horas laborales. Y muchos días de confinamiento solitario para el tipo con el uniforme cubierto de semen.

Esa se volvió una de las muchas historias sobre comportamientos extravagantes de presos que compartían los guardias en sus descansos y antes de recibir instrucciones. Un día normal en la vida de los hombres y las mujeres que tienen que decirles a los prisioneros que “guarden esa mierda” todos los días en las cárceles del país.

Hace cuatro años me fui de la prisión para hacer mi posgrado. Pero es imposible olvidarlo: fui una guardia correccional que tuvo que hacer su trabajo mientras los presos se masturbaban con mi presencia, mi voz y mi olor. Ese era mi trabajo. Y no hay nada en el mundo que me pueda hacer olvidarlo.