Curacrudas: tacos de tripa y suadero en Los Cocuyos

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Curacrudas: tacos de tripa y suadero en Los Cocuyos

Pocas cosas tan buenas como emborracharse en una cantina mexicana y curarse con tacos de oreja y tripa.

Mi nuevo amigo, José Luis, ya está borracho. "La gente siempre me pregunta por qué no voy a los bares de la Condesa", me dice. Hace una breve pausa y se pierde en la contemplación. Pasados unos segundos regresa a la plática, cierra uno de sus pequeños ojos para enfocar bien, y toma torpemente su vaso con cerveza. "Pues, ¿qué te puedo decir?, me gusta mucho aquí".

Estamos en el Los Portales de Tlaquepaque, en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Yo estoy echando la chela mientras espero a que el hambre llegue. No traigo prisa, hay tiempo.

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Los Portales de Tlaquepaque. Todas las fotos son del autor.

Los Portales de Tlaquepaque.

Me encanta el Centro Histórico. Pasear por sus calles es un viaje histórico y social, en el que se ve la lucha constante del país entre la globalización y la tradición, entre el Templo Mayor y un Starbucks. Lo mejor del Centro está en las cantinas, por las que tengo cierta debilidad, quizás nutrida por una nostalgia de tiempos en los que nunca viví.

Al entrar a una cantina, como ésta, el tiempo parece congelado. La madera gastada de las mesas muestran el carácter del lugar; los cuadros de personajes olvidados adornan las paredes, y las personas detrás de la barra están en la década de los 50 años, con una mirada que parece decir "lo he visto todo, no me sorprende nada". Los cantineros están sonrientes, pero las meseras lucen sumamente aburridas; especialmente cuando dos sujetos pasando los 40 levantan sus copas cantando sin pena una canción que se escucha en la rockola. Alejandro Fernández. Y todos sabemos que cuando una canción de "El Potrillo" suena, es porque hay algún borracho o dolido cerca. Ya estamos en ese punto de la noche.

Con la cerveza a al mitad, pido un tequila, no sé si por costumbre o por inercia. El hombre a mi izquierda me pregunta de dónde soy. Él y sus amigos son de Tepito. Por la derecha José Luis, quien lleva bebiendo desde la tarde, insiste en contarme sobre la cantina de la que es dueño, que está muy cerca de donde estamos. Lo veo con incredulidad, no sé si me está diciendo la verdad o es un cuentista del más alto nivel. No importa, estoy fascinado con la charla.

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Después del tequila, empiezo a despedirme, pero José Luis pide sin preguntar otras seis cervezas más al mesero. Él no necesita más alcohol en su cuerpo, pero acepto y me quedo. Por eso me encantan las cantinas, porque todos somos amigos aquí, seamos trabajadores, extranjeros, oficinistas, policías, o pertenecientes a cualquier tribu urbana. Aquí todos venimos a beber y a botanear empedernidamente, aunque hoy no estoy aquí para comer.

Nos terminamos las cervezas en media hora. Me despido del cantinero cuando ya puedo sentir el alcohol recorriendo mi cuerpo. Me dirijo al local de al lado, con José siguiéndome fielmente. Él necesita comer algo, pronto.

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Los Cocuyos, en el Centro Histórico.

Afuera, la calle nos recibe con un olor a grasa animal y tortillas al comal. Inmediatamente algo se activa en mi cerebro. Ahí estabas, hambre. Me dirijo a Los Cocuyos, una de las taquerías más visitadas en la Ciudad de México, y me doy cuenta de que estoy a punto de participar en un ritual que le da envidia a cualquier extranjero: comer buenos tacos para bajar la borrachera, rezando porque uno no amanezca —tan— crudo.

En sus 25 años de vida, Los Cocuyos se convirtió en lugar obligado para los visitantes del Centro y amantes del taco. A José Luis le brillan los ojos; no pierde el tiempo y encuentra la forma de esquivar a los otros comensales para hacer su pedido antes. Frente a nosotros, una olla con tripas, longaniza y suadero nadando en aceite hirviendo hace que el hambre se sienta más. El saliveo es inevitable. Del lado izquierdo, al lado del tronco para cortar, están el ojo, el cachete, y la lengua, cociéndose al vapor bajo una tapa de plástico.

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Rigoberto lleva 20 años siendo taquero en Los Cocuyos.

Son las 11 de la noche y las actividades del centro parecen alentarse. Muchas luces alrededor ya están apagadas, pero el local número 56 en la calle de Bolívar parece ser el epicentro del movimiento nocturno. Aquí la noche apenas va empezando.

En un nivel superior, están los orquestadores: el taquero y su ayudante, los comensales estamos en el búnker, a desnivel, viendo a los taqueros con casi admiración. José Luis, con su aliento de pirata, está literalmente destrozando todo los tacos en su plato. No habla, simplemente cierra los ojos y come con placer.

Después de dos campechanos, dos de tripa y otro de suadero, se despide como si nada hubiera pasado, dejándome con Rigoberto Juárez, el taquero a cargo. Rigoberto frunce el ceño cada vez que toma el afilado cuchillo taquero, que parece más un arma medieval, pero ríe cuando habla con los comensales. Lleva 20 años sirviendo tacos en este lugar, que ha alimentado a Anthony Bourdain, entre otras miles de personas.

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"Antes trabajaba en una gasera, pero me corrieron y necesitaba el trabajo. Así llegué aquí", me cuenta. La transición no debió ser fácil, pienso. "Le batallé un rato para aprender, no sabía nada", continúa, aunque me parece que nació sabiendo todo lo que debe saber un taquero.

La estrella del lugar es el suadero, pero yo pido un taco de tripa. Ágilmente empieza a pinchar la tripa, que luce un precioso color caramelo. Al ponerlo sobre el gastado tronco, levanta un poco la voz . "No te creas, es muy cansado esto. Después de veinte años ya no es lo mismo", me dice. Trato de imaginarme el cansancio, pero sé que no tengo la menor idea. "¿Con todo?", me pregunta sosteniendo la cuchara con salsa verde sobre mi taco. "Con todo", respondo.

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Tan pronto el plato llega a mis manos, ataco. Al primer bocado siento la textura de la tripa, en parte parecida a la de las carnitas. El sabor, delicioso por supuesto, es el que sólo se logra cocinando la carne en la grasa propia del animal.

Le pregunto a Rigoberto sobre los clientes pesados, los borrachos impertinentes que nunca faltan. "No ha pasado nada", asegura el taquero. "Nos han respetado, pero sí hubo una época en la que era peligroso andar por aquí", dice. Veo de nuevo su mano sosteniendo el "machete" y concluyo que numerosos asaltantes la pensaron dos veces antes de meterse con él.

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Me como otros dos tacos campechanos en un suspiro y mi cuerpo lo agradece, aunque sigo con hambre. Veo la hora y sé que tengo que tomar el metro pronto, así que le pido mi último taco, algo que nunca he probado: el de tronco de oreja. Cartílago, músculo y grasa se mezclan sorpresivamente dando un final sabroso y rico en texturas. Al dejar mi plato sobre la superficie metálica, le pregunto a Rigoberto si piensa dejar algún día de ser taquero. Me responde con un rotundo sí. "Ya están los días contados", dice, y me alegro de haberlo conocido en su oficio antes de su retiro.

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Me alejo con el alma más tranquila, aunque cargando ese aliento particular de cebolla, cilantro, limón, tortilla, salsa y grasa. Pienso que Rigoberto es uno de esos héroes cotidianos, los que no llevan capas. Con su mandil y su cuchillo nos ha regresado el alma al cuerpo a muchos como yo, o como mi amigo José Luis, al que nunca volví a ver.