Salud

¿Por qué a la gente estresada le gusta maldecir tanto?

Decir una palabrota ayuda con la toma de decisiones primordiales.
Anthony Scaramucci;
Anthony Scaramucci; Mark Wilson/Getty Images

Artículo publicado originalmente por VICE Estados Unidos.

En la primera y única semana en su empleo, el director de Comunicaciones de la Casa Blanca, Anthony Scaramucci, telefoneó a un periodista de The New Yorker y durante la conversación dejó escapar seis veces la palabra “fuck”. Aparentemente indignado porque el periodista Ryan Lizza publicó información filtrada de que el presidente Donald Trump planeaba cenar con algunas personalidades de Fox News, Scaramucci amenazó con “matar a todos los soplones” y llamó al entonces jefe de gabinete de la Casa Blanca, Reince Priebus, “un maldito esquizofrénico paranoico” mientras hablaba por teléfono con Lizza.

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Scaramucci luego tuitearía que había “cometido un error al confiar en un periodista”. Pero, ¿obtuvo algún alivio psicológico de su diatriba explícita? Quizás lo hizo, según la investigación de Benjamin Bergen, neurocientífico y autor de What the F: What Swearing Reveals About Our Language, Our Brains, and Ourselves. Si bien la mayor parte del discurso proviene de partes del cerebro evolucionadas más recientemente, el discurso emocional espontáneo —como soltar un “idiota” o un “imbécil” cuando invaden tu carril de la autopista o sufres una lesión— proviene de los ganglios basales, un área cerebral más primitiva.

“Te ayuda a elegir lo que debes hacer cuando expresas una emoción fuerte”, dice Bergen, director del Laboratorio de Lenguaje y Cognición de la Universidad de California en San Diego. “Tiene que ver con la respuesta de luchar o huir al enfrentar a un depredador”. El uso de palabras y frases codificadas en el cerebro como tabú es un paso en el proceso de toma de decisiones emocionales primordiales, explica.

También se ha demostrado que maldecir en condiciones de laboratorio alivia el dolor e incluso aumenta la fuerza. En 2009, Richard Stephens, psicólogo de la Universidad de Keele en Reino Unido, dirigió un estudio en el que los voluntarios metieron una mano en agua helada y la mantuvieron allí todo el tiempo que pudieron. A la mitad se les dijo que maldijeran a su antojo. A la otra mitad se les dijo que murmuraran palabras emocionalmente neutrales, como “madera” y “marrón”. Los usuarios que maldijeron mantuvieron sus manos en el agua helada aproximadamente 40 segundos más que los usuarios con vocabulario neutral. En otros estudios realizados por Stephens, los sujetos a los que se les permitió maldecir se desempeñaron mejor en tareas relacionadas con el ejercicio, pedalearon por más tiempo en una bicicleta y mostraron más fuerza en una prueba de resistencia manual.

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Bergen realizó su propia prueba para ver si maldecir proporcionaba una catarsis emocional para disminuir la ira. Hizo que los estudiantes de la Universidad de California en San Diego entraran a su laboratorio y escribieran un ensayo sobre un tema controversial como el aborto. Sus alumnos tenían que trabajar con otro “estudiante”, que en realidad era un colega de Bergen, para calificar los ensayos de los demás. El otro “estudiante” siempre atacaba el ensayo. “Si hay algo que a los estudiantes de UC San Diego no les gusta, es decirles que están equivocados o que no están informados”, dice Bergen.

Los dos se enfrentaron en un videojuego. El premio del ganador: el permiso para generar un zumbido doloroso en el oído del perdedor y decidir el nivel de decibelios. (Bergen lo compara con una versión de bajo riesgo de los famosos experimentos de Stanley Milgram sobre autoridad y control). A algunos participantes les dijeron que podían maldecir y a otros no. Por supuesto, el colega siempre perdía, pero Bergen quería ver si aquellos quienes tenían permitido desahogarse con un lenguaje procaz castigaban al otro jugador —la persona que había criticado su ensayo— con un ruido menos doloroso. Sin embargo, Bergen no encontró ninguna diferencia.

Aunque todavía se están realizando pruebas sobre los beneficios de maldecir, los psicólogos saben que las palabrotas y su fuerza están codificadas en el cerebro a una edad temprana, explica Bergen. Las personas que aprenden un idioma en la edad adulta no reaccionan tan visceralmente a las malas palabras como los nativos de una lengua materna y rara vez usan los términos tabú del nuevo idioma en momentos de dolor y angustia.

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"Vemos a mamá pisar una pieza de Lego y recordamos haber escuchado esa palabra", dice Bergen. "Sabemos que es una palabra altisonante y una palabra para cierto tipo de emoción". El poder y el papel de la palabra se refuerzan cuando un niño es castigado por usarla o cuando ve que los adultos se quedan en silencio o sienten incomodidad cuando se pronuncia. La palabra se codifica en el cerebro para representar un cierto tipo de angustia, y frustración extrema y primordial, más allá de la vida cotidiana. Por lo tanto, requiere una palabra que no forme parte del vocabulario cotidiano.

Pero esto aplica solo para un tipo de palabrotas: las que son espontáneas en respuesta a la angustia. De hecho, "catárticamente" es una de las cinco formas de maldecir que el psicólogo Steven Pinker identificó en su libro, The Stuff of Thought: Language as a Window into Human Nature; también hay palabrotas "descriptivas (vamos a joder)", "idiomáticas (está jodido)", "abusivas (¡jódete!)", y "enfáticas (esto es jodidamente increíble".

Cuando se usan de manera más informal, las malas palabras "ayudan en el entorno social" a crear vínculos entre las personas, dice Bergen. Cuando sueltas un "mierda" o un "imbécil" en un entorno social, "es una manera de decir que estamos desprotegidos ante la otra persona, que hemos roto las normas de la sociedad y podemos ser nosotros mismos".

Es la razón por la cual las palabrotas son tan comunes entre los profesionales en entornos de alto estrés donde la confianza de los demás es vital; la razón de por qué se dicen tantas palabras altisonantes en las estaciones policiales, cuarteles militares y redacciones. Desde que escribió su libro sobre palabrotas, Bergen dice que muchos maestros se le han acercado y quieren saber si la frecuencia de palabrotas en los salones de sus maestros es normal; "lo suficiente como para saber que lo es", asegura.

Bergen dice que hay que tener cuidado con los políticos que maldicen supuestamente por accidente. La senadora estadounidense Kirsten Gillibrand, demócrata de Nueva York, dijo recientemente en una reunión de activistas del partido: "Si no estamos ayudando a la gente, deberíamos regresar a casa, con un carajo".

Podría ser una herramienta para ellos en esta era política más vulgar, pero es una espada de doble filo. "Las personas que maldicen son percibidas como más honestas", dice Bergen. "Puede parecer que eres más honesto o comprometido a decir lo que crees. Es un gran efecto, pero solo funciona en aquellos que están de acuerdo contigo. Si eres un extraño, es más probable que las personas crean que estás desquiciado".