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La comunidad transgénero de Pakistán vive oculta en una ciudad hostil

En Peshawar rigen una serie de estrictas tradiciones que fomentan la segregación de género, agravada estos últimos años por un creciente extremismo del Islam. Por ello su comunidad de hijras transgénero cada vez está más marginada.

Hijras posando en su oficina de Peshawar, en Pakistán. Todas las fotos por Abdul Majeed Goraya

“Mi padre solía pegarme y me preguntaba, ‘¿por qué tienes que ir por ahí fingiendo que eres una chica?’”.

Ahora, a sus 35 años, asegura que siente cómo le arden las mejillas y no puede evitar apretar los puños cuando alguien se dirige a ella como si fuera un hombre.

Khushboo, cuyo significado es “fragancia”, se considera hijra, término del Sudeste Asiático con el que se designa un género que engloba tanto a individuos transexuales, transgénero, travestidos y eunucos.

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Sin embargo, ella tiene otra definición para sí misma y las miles de hijras que se cree que viven en la región. “Nuestras almas son femeninas y nuestro cuerpo, masculino”, afirma mientras moja un trapo en un recipiente de plástico lleno con una mezcla blanquecina de agua y polvos para la cara. Rodeada de un grupo de hijras en una sala que denominan su “oficina”, Khushboo se frota el trapo goteando por la cara, y añade, “supe que era hijra desde muy pequeña”.

Solía ponerse la ropa de sus hermanas. A los 16 años, se escabulló de casa con uno de sus vestidos puesto y no regresó en años. Se estableció junto con otras hijras en Peshawar, una ciudad en la región noroccidental de Pakistán, a una noche de viaje de su ciudad natal, Karachi.

En Peshawar rigen una serie de estrictas tradiciones que fomentan la segregación de género, agravada estos últimos años por un creciente extremismo del Islam. Estas creencias intolerantes y conservadoras se manifiestan de forma brutal con atentados de bomba y tiroteos casi semanales. En septiembre, 85 fieles resultaron muertos en la región a manos de terroristas suicidas talibanes. Asimismo, el pasado febrero trece personas fueron asesinadas por militantes en un cine en el que se proyectaban películas pornográficas. Las televisiones locales a menudo interrumpen sus emisiones para informar sobre sangrientos ataques a menor escala.

Khushboo me señala a su alrededor las maltrechas puertas y los vidrios rotos de las ventanas. Me cuenta que un grupo de jóvenes —ella los llama “chicos universitarios”— las acosaron mientras preparaban un baile para esa noche. A veces, los hombres golpean a las hijras mientras recitan las escrituras para avergonzarlas por su profesión. Otras veces, las obligan a bailar para ellos o incluso las violan, me cuenta.

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A pesar del extremismo que azota la ciudad desde que llegó hace 20 años, Khushboo siente apego por Peshawar por ser el lugar que la vio renacer como una nueva persona.

Liberada de los abusos de su padre y sus hermanos y del sentimiento de deshonra por su madre y hermanas, Khushboo inició una nueva etapa, esta vez menos reprimida, junto a la familia que la adoptó.

“Aquí tenemos madres, gurús, tíos y tías”, afirma, y señala a una chica que está liando un porro en una esquina de la habitación. “Es mi hija. Yo también soy hija de alguien, por lo que también tiene una abuela. Y también tiene un padre”, añade Khushboo.

 Esto último lo dijo tan rápido que casi no lo entendí. Le pregunté por el “padre” de la chica, a lo que Khushboo respondió, “su padre está casado con otra, pero me quiere a mí”. A continuación, me cuenta las implicaciones de esa relación. Todo resulta muy práctico hasta que llega la parte trágica: “cuando estoy enferma, él me trae medicamentos”, dice orgullosa. “Si no tengo dinero, viene a traerme algo. El día que muera, será él quien me vista como a un hombre y traslade mi cuerpo a su casa para llevarlo al cementerio. Seguramente no contará toda la historia, simplemente dirá que me mataron en el mercado o que hubo un tiroteo, pero él será el que se encargue del funeral”.

No puedo evitar pensar que Khushboo ya ha hablado con su “marido” de esta trágica posibilidad y él ya la ha aceptado.

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“Existe un fuerte sentimiento de arraigo y de pertenencia a la familia en la sociedad pakistaní”, afirma el doctor Jamil Ahmad Chitrali, profesor de antropología. “No hay alternativas para nadie”.

Chitrali ha escrito sobre la comunidad hijra de Peshawar, de cuya universidad es docente. Afirma que mediante la creación de vínculos familiares similares a los que han dejado atrás, las hijras crean un orden social espejo de la sociedad de la que han huido.

Pese a llevar una existencia marcada por el aislamiento, la comunidad hijra de Pakistán ha logrado ciertos avances en los últimos años. En 2012, el Tribunal Supremo de Pakistán aprobó la existencia de un tercer género en los documentos de identidad nacionales, mejorando así su estatus jurídico. Este logro permitió a las hijras votar en las elecciones presidenciales de ese año. De hecho, incluso hubo cinco hijras que se presentaron como candidatas.

No obstante, la nueva categoría de género no ha supuesto ninguna diferencia práctica en la vida de Khushboo. “Vivimos en un tercer mundo”, asegura, siendo la diferencia entre ella y una persona cisgénero tan abismal como la que podría existir entre Pakistán y Mónaco. Además, añade, siempre la considerarán diferente independientemente de lo que haga.

“Incluso aunque dejara la danza, todos me seguirían llamando hijra, así que, ¿de qué sirve? ¿Por qué no hacer lo que me gusta, entonces?” Me asegura que, aunque fuera una misionera evangelista, su familia la seguiría tratando con el mismo desdén. “Estoy mejor siendo hijra”.

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Esa es, precisamente, la parte más dura para Khushboo, su familia. Tras cinco años sin saber de ellos, retomó el contacto con su familia y va a visitarlos a Karachi al menos una vez al año, pero vestida como un hombre.

Para evitar miradas curiosas, Khushboo suele vestir una abaya negra de manga larga que le cubre por completo y se tapa el rostro con un niqab que solo deja sus ojos al descubierto. A pesar de ello, ha sido expulsada de varias casas debido al temor de la gente a que trajera mala fama al vecindario.

Probablemente, Peshawar es uno de los peores lugares en los que las hijras pueden vivir. En otras ciudades de Pakistán, a menudo se sitúan en cruces de calles o en centros comerciales, donde ofrecen una oración por unas cuantas rupias. Muchos transeúntes temen rechazarlas por miedo a ser maldecidos, por lo que hacen su donación casi obligados o bien les dan la espalda.

Durante varios años he pasado mucho tiempo en Peshawar y nunca he visto a hijras en público como las he visto en otras ciudades. Tras hablar con el profesor Chitrali, supe que podría deberse a que las hijras desempeñan un papel distinto en la sociedad pastún, que es la que predomina en la zona de Peshawar. En esta región no consideran que las hijras tengan un mayor vínculo espiritual que los individuos cisgénero, sino que su papel se reduce más bien al ámbito festivo. Se les suele pedir que canten y bailen en bodas y bautizos.

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“Su actuación otorga a la familia reconocimiento social”, afirma Chitrali, si bien esta tradición está desapareciendo al celebrarse estos eventos en salones de bodas en lugar de en los hogares. Algunas hijras tienen otras profesiones. Khushboo asegura que tiene amigas que son abogadas o pilotos y visten como hombres para mantener sus trabajos, aunque cuando se encuentran con ella y otras hijras, se sienten libres para ser ellas mismas. Debido a la falta de aceptación social, muchas hijras viven marginadas, trabajando como animadoras por un sueldo ínfimo, aunque también tienen un pequeño papel como educadoras. En ocasiones, las hijras se encargan de iniciar a hombres jóvenes en el sexo. En una sociedad marcada por códigos religiosos y culturales que castigan prácticamente cualquier relación íntima prematrimonial entre distintos sexos, las hijras representan una especie de limbo, un “cojín”, como lo define Chitrali.

“Pasar del mundo de la hombría al de la feminidad va contra la cultura, se considera cruzar el límite. Pero no está mal visto moverse en la zona gris, que es lo que representa la comunidad hijra en este binomio”. No obstante, esta “experiencia de aprendizaje” es cada vez menos común, puesto que toda esa información puede encontrarse en internet con suma facilidad.

Khushboo recibe llamadas de posibles clientes mientras ella y su “hija” Leila se preparan para una actuación.

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La presencia de las hijras en los ambientes cada vez más religiosos de Peshawar sigue desaprobándose, y los políticos aprovechan la circunstancia para ganar seguidores tomando medidas para expulsarlas de sus hogares y lugares de trabajo.

A la vista de la situación, Malik Iqbal quiso hacer algo. “Me solidarizo con ellas porque la gente les deniega un espacio en el que estar”, me dice. Él les alquila el local en que Khushboo y sus compañeras ensayan sus bailes.

“Al principio no estaba de su parte”, afirma Iqbal. “Ahora les ayudo. También son seres humanos, por eso creo que debemos sentir empatía por ellas. Pero no solo yo: todo el mundo debería tratarlas como personas”.

Sin embargo, muchos son los que creen que lo que une a Iqbal a las hijras es más que su condición humana. Aunque se niega a hablar de ello, Iqbal fue arrestado en 2010 por intentar casarse con una hijra llamada Rani. Según la legislación pakistaní, la unión se considera ilegal. Iqbal ha negado la acusación en repetidas ocasiones, asegurando que la policía estaba intentando extorsionar a las hijras en una celebración que ni siquiera era una boda, sino una fiesta para celebrar un nacimiento. En cualquier caso, este episodio refleja claramente la distancia que separa la sociedad pakistaní de la comunidad hijra.

Desgraciadamente, no todas las personas del entorno de las hijras sienten esa solidaridad. Noor Illahi, propietario de una tienda de grano unos metros más allá de la oficina de las hijras, asegura no tener ningún problema con las hijras y su trabajo, si bien cree que deberían buscarse otro sitio al que ir. “Mi negocio se ha resentido por su culpa. Otros propietarios y yo creemos que deberían irse a otra parte, a las afueras, a un sitio separado”.

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Lleva 15 años trabajando en la tienda y se lamenta de que las ventas han bajado un cincuenta por ciento desde que las hijras llegaron hace unos años. “Ahora hay muchas peleas por aquí. A veces montan una escena”.

El bullicio ha espantado a la clientela. Los que paran en la zona están más interesados en las hijras que en los sacos de arena que vende.

“No es que me ofendan personalmente, pero mira”, dice, señalando a varios hombres ataviados con shalwar-kameez merodeando frente a la oficina de las hijras. “Esa pobre gente gana unas trescientas o cuatrocientas rupias (unos 3 euros) después de pasarse el día trabajando y viene aquí y se lo gasta todo en ellas”.

Los hombres del grupo eran conductores de rickshaw. Cuando se les preguntaba, todos querían dejar bien claro que no estaban ahí para solicitar servicios sexuales. “Solo queremos charlar con ellas”, dice uno de ellos mientras miraba por encima del hombro por si aparecía alguna hijra. “Tenemos una relación totalmente inocente con ellas”.

Mientras tanto, la oficina de las hijras permanece en la oscuridad debido a los cortes del suministro eléctrico que Pakistán lleva años sufriendo. Quizá no estén listas para su actuación hasta dentro de una hora. Cuando salgan, lo harán cubiertas con enormes mantones y por la oscuridad de la noche.

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