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¿Tienes fuego?

La página de ficción: La alberca

El día que la alberca llegó a Ocotlán nos derretíamos. Escuché decir a mamá que los Ruiz la trajeron desde la capital para atenuar el verano. Era un domingo. La alberca venía en un tráiler, yo regresaba de cargar bultos en el mercado con papá.

El día que la alberca llegó a Ocotlán nos derretíamos. Escuché decir a mamá que los Ruiz la trajeron desde la capital para atenuar el verano. Era un domingo. La alberca venía en un tráiler, yo regresaba de cargar bultos en el mercado con papá. Decenas de niños corrían atrás de él, igual que cuando pasa el camión de los helados. No vi el tráiler, sólo el grupo de chamacos corriendo y brincando en peregrinación.

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Estaba cansado, entré a la casa, cuando Julia me contó emocionada sobre lo que se comentaba en la calle, no le di importancia. A ella no le molestó mi indiferencia, siguió con las historias sobre la construcción de la alberca, que oyó, sería la cosa más espectacular en Tlaxcala.

Ningún niño soltó el tema de la alberca por semanas, el olor del agua, el tamaño del tráiler, el jardín de los Ruiz.

Una tarde, en el recreo, Julia y yo escuchamos a los niños hablando.

—Nos lanzamos desde el árbol de aguacate abrazándonos las rodillas para caer como bombas —dijo alguno.

El patio era un tumulto de treinta y tantos niños interrumpiéndose unos a otros para hablar sobre la alberca. Voces sobrepuestas de las que yo entendía historias parciales y asombrosas. Niños tirándose para salpicar tipo géiser, coreografías acuáticas, buceos llenos de valor en búsqueda de monedas, y la fragancia, todos enfatizaban el aroma de la alberca, un olor a árboles frutales mezclado con cloro o alcohol.

—Lo mejor es aguantar la respiración bajo el agua, quien más aguanta es Jacinto Rodríguez, ayer logró casi un minuto —dijo otro.

Yo iba a gritar algo, pero Julia jaló de mi playera y me calló torciendo la boca de manera enérgica. Ella oía todo con los ojos muy abiertos. Aguantar la respiración lo hace cualquiera, pensé entonces, como cuando los cobradores tocan la puerta de la casa y mamá nos mete a Julia y a mí bajo la mesa y estamos así los tres, callados, inmóviles y, me parece, sin respirar, horas completas.

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Los niños enmudecieron de pronto, hicieron espacio igual que los autos que se abren para dejar pasar a una ambulancia. Belén Ruiz bajó de su coche, entró a la escuela y caminó hacia el centro del patio. Metros atrás venía la pequeña Lourdes, daba pasitos rápidos para alcanzar a su hermana mayor.

—La piscina tiene nuevas reglas —dijo Belén engruesando la voz, —todos pueden nadar, pero con horario. Hoy apuntaré el mes completito; a ver, una fila de niños y otra de niñas.

Todos se arremolinaron y empujaron, Julia y yo permanecimos en la banca desde donde los veíamos. Belén sacó de su mochila una enorme cartulina que desdobló y sentada sobre el piso dibujó un calendario. Algunos niños le dieron a Belén las cosas de valor que traían, gomas de colores, la comida del recreo, pulseras. Ella los formó y ordenó niño por niño. Los tres hermanos Rodríguez fueron los primeros en la lista y hasta repitieron días, después los otros compañeros de Belén, los de sexto grado. Los más pequeños, los amigos de Lourdes, se registraron al último.

—Belén, faltan los pecosos —Lourdes nos señaló. Julia y Lourdes eran compañeras de salón, ambas estudiaban el segundo grado de primaria —dijiste que todos.

—¿Esos…? Muy bien, muy bien. A ver pecosos, acérquense.

Nos acercamos un poco.

—Podrán nadar en nuestra piscina, sólo con trajes de baño nuevos, nada de calzones sucios, ni toallas remendadas; además con un gorro, el gorro es indispensable. ¿Entienden?

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Julia se apresuró a asentir y hasta dio un pequeño salto. Yo también estuve de acuerdo.

—Les toca el último día del mes. —Belén escribió “Hermanos Pecas” en el cuadro del viernes treinta y uno, de dieciséis a dieciséis quince.

El sol en esos días era insoportable. El tiempo pasó muy lento, a pesar de que yo intentaba lo contrario concentrándome en los exámenes de secundaria (memorizando fórmulas matemáticas) y con el trabajo en el mercado. Mamá, cerca del treinta y uno, volvió a casa con trajes de baño nuevos y una toalla grande que partió en dos. Julia hizo un par de gorras de nado con unas medias de mamá.

Ayer fue el último día del mes y, mi hermana y yo, a las cuatro en punto de la tarde, tocamos la puerta de los Ruiz.

El timbre era muy agudo.

—Ustedes no pueden entrar —nos dijo la sirvienta de los Ruiz.

—Llame a la señorita Belén, por favor —pedí tratando de sonar educado.

—Estamos en la agenda, de verdad —completó Julia.

Belén se acercó pero al reconocernos se dio la vuelta. La sirvienta cerró. Tocamos el timbre varias veces sin éxito. Estuvimos ahí un rato más, escuchábamos el ajetreo de los niños adentro, luego regresamos a casa.

—Pero sí nos escribió en la agenda, ¿cierto? —me preguntó Julia.

Por la noche levanté a mi hermana. Fuimos a casa de los Ruiz y con unas pinzas grandes de papá hice un hoyo en la verja metálica del jardín. No resultó tan sencillo, al principio creí que no acabaría nunca, pero valió la pena. Ambos traíamos nuestros gorros de nado y los trajes nuevos. Cuando al fin cupimos por el hoyo, nos adentramos entre los árboles. Ahí estaba el famoso aguacate desde donde los más intrépidos se aventaban y justo debajo de él, el hermoso rectángulo azul. Había dos escaleras de herrería a los costados. La alberca tenía luces submarinas que tornaban brillante el agua. El fondo era de talavera azul y un olor suave flotaba por todo el jardín.

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Nos zambullimos con cuidado.

Era mejor de lo que imaginé. El sonido del agua abriéndose para recibirnos. La frescura. Esa fragancia diferente en el aire.

Estuvimos dentro varios minutos.

Julia al principio andaba con cautela, pero al cabo de un rato era todo un pez, también yo; pensé que lo natural tendría que ser eso, sumergirse, anular la gravedad bajo el agua.

—Allá voy —de pronto Julia estaba arriba del aguacate y sin más se lanzó con las rodillas abrazadas como bomba. Las luces del interior de la casa se encendieron y en un instante los señores Ruiz y Belén se asomaron gritando.

No traíamos chanclas y correr era difícil porque resbalábamos. La señora tomó una escoba y nos persiguió con ella como si fuéramos gallinas. Toreé un escobazo con la toalla y ésta se rasgó. Julia se cayó un par de veces pero se levantó como resorte. Corrimos por el camino de árboles de la entrada, esquivábamos arbustos y a Belén, su madre y la escoba. Soltaron a los perros, los escuchaba ladrar a centímetros de mi oreja. El señor Ruiz abrió el zaguán y, sin aliento, Julia y yo escapamos.

Cuando llegamos a casa con la respiración cortada, mamá estaba despierta. Notaron nuestra ausencia y papá había salido a buscarnos a la calle. Mamá se veía muy alterada. Julia y yo nos quedamos inmóviles, hacía mucho calor. Miré a Julia, entre el cloro y la carrera, su cara era más roja que siempre. Mamá se acercó hasta nosotros, me tomó de los hombros y me sacudió con violencia.

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—¿Dónde estaban?

Tragué saliva.

—¿Qué les pasó?

No sabía qué responder.

—¿Qué hicieron?

Apreté la toalla desgarrada por completo. Sudaba por la carrera y el calor.

—Mami —dijo Julia sonriente, —me aventé como bomba.