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Los conocedores del avant-garde ya alababan a Lou como el poeta de cloaca amoral del Velvet Underground—Rimbaud con una guitarra, el gruñido que inspiró a cientos de bandas— pero ahora era su momento, pese a su disgusto, como una auténtica estrella de rock. Quince minutos de fama le hubieran bastado a Lou; lo único que le importaba era la música.
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I'm a legend you see, black and white as can be
And I give you this ballad of meCon "Harlem Bound," Jeffreys transportó al público a la que en ese entonces era la parte más peligrosa de la ciudad, una llena de personajes coloridos: "Junkie Broadway, every kind of freak, shrimps, pimps, and honky girls . . . see 'em dancing in the street." Para el momento en el que terminó su set, la gente estaba lista para subirle al volumen a las cosas.Lou se trepó al escenario con los Tots y se asomó para ver al público, el cual estaba ansioso de saciar su sed por los velvet, de los cuales habían sido privados y que quizás no volverían a escuchar. Su hambre por "la segunda venida del hijo de Jesús" era palpable, ese pródigo profeta del rock que aparentemente había ido al infierno y de regreso, un Orfeo que cambió su lira por una Gretsch Country Gentleman y una Fender Deluxe.
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But look where I've been, it's makin' me lazyNo había estado exactamente en una sinagoga; Lou había escapado el solipsístico mundo de Long Island y había viajado mentalmente a Europa, para subir los cerros más altos y hundirse en las caídas más profundas, escabulliéndose de fábricas de arte a campos de tiro, y por alguna razón había terminado en Lincoln Center, donde todos querían escuchar sobre los lugares en los que había estado, y a los que jamás se atreverían a visitar. El acelerado paso de la guitarra se empezó a apropiar de la canción, mientras Lou cantaba en el fondo "Please don't let me sleep too long!" Puede que no estuviera completamente lúcido, pero Lou estaba completamente despierto, como lo estaba cualquier persona a dos cuadras del show. Long Island había quedado en el pasado— Lou Reed por fin estaba aquí.La siguiente parada fueron las calles 125th y Lexington, con el clásico de los Velvets "I'm Waiting for the Man," el recuento de un conecte de drogas en Harlem, apaciguado para convertirse en una balada que diera un inevitable sentimiento de anticipación y el sentimiento de terror existencial que da el ritmo sincopado de las frecuencias más bajas de la vida. En el Alice Tully, la canción adquirió un significado aún más profundo.Lou no sólo estaba esperando heroína, mota, anfetaminas y voraces hombres de A&R, ni la triste suerte que le deparaba a tantos rockeros que habían muerto de manera prematura en la ciudad que nunca duerme, pero que necesita de estimulantes externos para que puedas permanecer despierto. El Ford de su juventud finalmente se había encendido, aunque Lou seguía esperando —esperándose a sí mismo.
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Fue un momento catártico en el que se liberó de las paralizantes estructuras de la sociedad de clase media, combatiendo el condicionamiento Pavloviano que lleva a aquellos con sentimientos muy profundos a reprimirlos antes de que arruinen la parrillada en la que están. "Rock & Roll" fue un ataque al orden mecanizado, un llamado a aceptar el sudor, la mugre y las entrañas de la experiencia humana en su crudeza total. No había nada perfecto en ella — ni la voz de Lou, ni los caóticos cambios de ritmo en los tambores, ni los poco convencionales acentos de la guitarra o el golpe percutivo del bajo. Lou sabía que la perfección era un mito, y que lo único que importaba era esta poesía de alto voltaje, y con ella la fecundidad, la muerte, el florecimiento y la caída, los secretos del deseo y su profana consumación. El público empezó a aplaudir mientras que la banda se desató en un crescendo resonante, la disonancia y el liricismo mezclándose en un grito ensordecedor, el sonido de la emoción pura. De pronto el ritmo se detuvo por completo, mientras que el ruido creció al máximo, antes de que el último cimbal sonara. "Me dio gusto verlos a todos. Buenas noches," dijo Lou. "Se siente bien estar de regreso en Nueva York." Mientras se soltaban los aplausos, Lou se asomó al público con una cara desconcertada, preguntándose si las vidas de los asistentes también habían sido salvadas. Evidentemente sí; querían un encore.Lou regresó de las alas del lugar y subió la distorón, con un quejumbroso grito de su guitarra, mientras que un redoble de tambor hacía que las feromonas revolotearan."Esta es la triste, triste historia de Sister Ray," dijo. La canción era el último tema en White Light/White Heat, un hervidero de 18 minutos que contaba la sórdida historia de un traficante transgénero de heroina, Sister Ray. Ray y su banda de drag queens tienen una orgía llena de drogas con algunos marineros, buscando venas funcionales y el Sueño Americano antes de que la policía intervenga. Lou no cantaba sino gritaba, en su gruñido gutural inimitable, expulsando el ingenio salvaje y el nihilismo de la Nueva Onda Francesa, mientras narraba un asesinato orgiástico a la Godard.Sin embargo, en 1973, un asesinato a sangre fría no era la transgresión más impactante en esta profana litanía shock y asombro —esa sería la felación. Para el Lincoln Center, Lou le hizo un pequeño ajuste a las letras del disco, en la cual sólo utilizaba el pronombre femenino; ahora, eliminó cualquier duda de la indeterminación sexual y de género que podría haber.Y así fue como el Lincoln Center fue violado: acústicamente, normativamente, y espiritualmente. Fue el tabú definitivo.La banda detonó su furioso sonido, llevando las pentatónicas del blues al límite, con guitarras en duelo batallando a muerte mientras que el bajo y los tambores eran desplazados al olvido. El público explotó. Lou se quedó en blanco. Su esposa de dos semanas, Bettye, se subió al escenario y le dio un ramo de rosas. Este era el Lincoln Center, y aunque Lou estaba lejos de un tono ceremonial —más bien lo opuesto— no querían deshacerse de los rituales de ovación por completo. Así que ahí se paró, con la guitarra en una mano, y un ramo de rosas en la otra. Pese a sí mismo, lo había logrado.Detrás del escenario, Lou vio un rostro familia, un hombre al que no había visto con buenos ánimos desde que lo despidió en 1969: Andy Warhol. Warhol era un católico de toda la vida y el empresario beatífico aparentemente no podía guardar rencores. Aunque Warhol tenía 13 años más, sabía que Lou lo veía como una figura paterna artística, y no podía perderse el nacimiento de esta estrella de rock surgida de la Fábrica en su etapa solista. Andy sacó su famosa Polaroid —una herramienta utilizada para documentar incontables momentos del panteón del avant-garde neoyorquino— y le sacó una foto a los recién casados. Andy se la dio; si el disco era un fracaso, siempre podía vender la foto.El sello no escatimó en el regreso triunfal de Lou: para el after-party, el típico y bohemio público del Max's Kansas City se apretó dentro del lujoso Sherry-Netherland en la Quinta avenida, convirtiéndose así en una incursión punk dentro de la alta sociedad. Lou y Bettye pasaron la noche en el Plaza, cruzando la calle, a expensas de la disquera; aunque tenían un estudio en el east side, la ocasión era para festejarse de una mejor manera. Por sólo una noche, el sultán del enojo estaba en la cima del mundo.Era como si siempre hubiera estado ahí, sobre un trono de ónix, el demónico regente de un mundo subterráneo de brillantina y obscenidades sin tabús ni convenciones, con una malévola sonrisa en su rostro. Pero antes de que su nombre fuera un sinónimo de los excesos del rock, había trabajado en las minas de sal en sus humildes comienzos; antes de ser Lou, era Lewis, el hijo de un contador que creció en Freeport, New York, donde se sentía lejos de ser libre, y el vaiven de la marea en su comunidad costera le servía como un recordatorio constante de que estaba atrapado en los suburbios. En ese entonces, estaba tan sólo a treinta millas del Lincoln Center, pero a un mundo de distancia; le tomaría más que la Long Island Expressway para llegar ahí. Para destilar ese intoxicador potente al que le llamamos verdad, tendría que rebasar esa carretera del Sueño americano al que llamamos una MENTIRA. ¿Cómo fue que un pequeño niño judío de Long Island alcanzó alturas tan grandes? Fue un camino interminable lleno de baches antes de que su vida fuera salvada por el rock 'n' roll; décadas antes de que su alma fuera salvada por el poder del corazón. Y todo comenzó en Brooklyn.Dirty Blvd.: The Life and Music of Lou Reed estará disponible el 16 de octubre. Pídelo aquí.