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Especial de Sudan del Sur

Capítulo 16: El Ejército Blanco

El Ejército Blanco es lo que odiamos de la humanidad — violencia pura, codicia— la cosa que el Occidente insiste en negar, pero está pasando aquí y ahora.

Llegando a Malakal hay un sentimiento de júbilo mientras los rebeldes celebran y llevan los botines a sus campamentos.

Después de pasar días platicando con Machar, nos enteramos de que el Ejército Blanco se mueve hacia el norte para intentar un ataque contra Malakal. Entonces tenemos que ir allí, primero por lancha, a Nasir, luego por tierra a Malakal. Después del viaje en bote, necesitamos encontrar un vehículo que nos lleve a Malakal, un camino de menos de 200 kilómetros pero que implica otro recorrido de todo el día entre pequeños senderos. Sin embargo no hay muchos vehículos fuera de los coches robados a las a las ONGs, y todos están preparados para el ataque a Malakal.

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Un periodista local llamado Ruot escuchó que íbamos hacia Malakal, y se ofreció a llevarnos si cooperábamos para la gasolina. A las seis de la mañana empezamos el recorrido por caminos lodosos y árboles de espinas. Muy cerca de Doma decidimos hacer una parada y nos resguardamos en una iglesia. El pastor nos saluda. Es amable y servicial; nos dice que acaban de pasar tropas hacia Malakal. Algo va a pasar, nos estamos acercado. Le deseamos suerte al pastor y regresamos al coche.

De repente nos topamos con algo que parece un espejismo: un camino abandonado a media construcción, a 24 kilómetros al sur de Malakal. Todavía quedan algunas montañas de lodo de cuando estaba en construcción, pero les están empezando a salir árboles. Mientras nos acercamos a la ciudad, una extensa línea de soldados y civiles camina en dirección opuesta. El camino se ensancha mientras nos acercamos a la base rebelde. Cruzamos un tanque abandonado, y pasan coches con soldados a velocidades insanas en las Toyotas de las ONGs.

Llegamos a un camino en construcción con filas de retroexcavadoras y un grupo de hombres echados bajo un árbol. Estamos buscando al general Gathoth Gatkuoth, el ex comandante de la zona, ex comisionado de Nasir y el hombre que Machar eligió para recuperar Malakal.

Este punto estratégico del Nilo está en la punta norte del gran pantano y une la región petrolera con el norte. También es donde los rebeldes pueden recibir ayuda de Jartum, si es que pueden tomarlo y mantenerlo.

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Gatkouth y su tropa están entusiasmados por conocernos. Tiene un gran anuncio que dar, pero primero tiene que adoptar una apariencia oficial, así que se pone sus hombreras.

Después de arreglarse, regresa a dar su anuncio: “Hoy, a las siete de la mañana, tras un pequeño enfrentamiento, la resistencia tomó el control de Malakal. Atacaron por el sur y por el norte, y empujaron a las fuerzas del gobierno hacia el norte y al otro lado del río”.

El general aún no tiene idea del número de bajas. Insiste en que no hay civiles en la ciudad, porque ya ha sido destruida tres veces. Planea continuar hacia el norte y tomar el control del petróleo. Gatkuoth recuerda las peticiones de Machar a Kiir —el fin de la corrupción y las luchas tribales— y felicita al Ejército Blanco por la victoria de hoy. Pero, ¿en dónde está el Ejército Blanco?

Muy pocos periodistas han visto al Ejército Blanco en combate. La poca documentación que existe se basa en algunos escritos académicos que por lo general lo describen como una turba amorfa capaz de ejercer una gran violencia y destrucción.

Y luego, como si los hubiéramos invocado, el Ejercito Blanco empieza a llegar.

Una flota blanca de camionetas de ONGs modificadas llega al sitio en construcción, formando columnas de humo a su paso. Soldados llenos de energía y adrenalina regresan de la batalla gritando, agarrados de las camionetas, surfeando en sus techos. No tienen ningún uniforme en particular pero todos usan una banda roja en la cabeza, hecha de tela, plástico o hilo. Traen armas oxidadas, tienen las uñas pintadas, usan sandalias y playeras sucias. Hilos de sangre chorrean de las ventanas y las puertas. Parece que en el interior hay heridos.

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Cuando se detienen, decenas de soldados salen de los vehículos; muchos de ellos son niños. Arrojan partes de animales destazados a la cajuela, junto con mochilas, envases de agua vacíos y más equipo.

Resulta que hay muchos heridos. A algunos les dispararon en la cara. Otros tienen heridas en el pecho y las extremidades. Los bajan con cuidado y los llevan con un hombre con bata quirúrgica. Dentro de un edificio que funciona como clínica, los hombres esperan pacientemente. No hay equipo médico. Los guerreros nos piden analgésicos. Tim Freccia le da a uno de ellos un paquete de pastillas de morfina, y el hombre se sorprende de que todo el paquete sea para él.

Cada grupito tiene su historia. El primero está eufórico, y presume que mató a más de veinte. El siguiente grupo está molesto, porque unos hombres que estaban junto a ellos se negaron a mantener las líneas y huyeron de la batalla. Algunos hombres en el techo de la clínica agitan sus rifles y sus AK-47 mientras posan para las fotos. Las ventanas rotas y los hoyos de bala decoran sus camiones. Algunos aseguran escuchar combate aéreo e insisten en que los ugandeses tratarán de recuperar Malakal en la noche. Mientras más y más grupos llegan a dejar a sus heridos, es claro que lo único que comparten es la alegría de haber tomado Malakal.

Gatkuoth nos dice que 35 mil miembros del Ejército Blanco están peleando ahora con diez mil soldados de las fuerzas armadas sudanesas. Nosotros estimamos que en realidad son pocos miles, pero hacer un cálculo es muy difícil. Suena prudente dividir todo entre diez.

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Se acerca otro camión lleno de rebeldes, con heridos más graves que los grupos anteriores. Todos tienen los ojos rojos, están cansados y cubiertos de lodo. Los cubre una capa de tierra blanca que, además de repeler insectos, dio su nombre al Ejercito Blanco. Un hombre aturdido mira al cielo mientras chorrea sangre de su playera. Otro respira con dificultad mientras aprieta los dientes. Los que recibieron disparos se aguantan el dolor sin gritar. No hay gritos ni llantos ni quejas. Los guerreros heridos esperan su tratamiento en silencio.

Cuando Rout, el periodista, se comunica con su empleador para contar la historia, le advierten que es demasiado peligroso estar ahí. Rout nos dice que debemos regresar a Nasir a pasar la noche. Algo frustrados, pero pensando pragmáticamente, nos resignamos a regresar con él. A la mañana siguiente vemos a algunos combatientes dirigirse a Malakal. Les pedimos aventón y regresamos al campo de batalla.

¿Saqueador o liberador? Un soldado del Ejército Blanco carga los restos de la batalla.

Esta vez, no hay filas de gente sacando sus posesiones de la ciudad. Nos dirigimos a las columnas de humo negro. Las Toyotas robadas con heridos adentro pasan volando, levantando polvo, con rebeldes haciendo esfuerzos por sobrevivir. Coches volteados adornan el camino. A algunos no les quedan ni las llantas.

Entrar a Malakal es surreal. El pueblo está lleno de escenas desconectadas de caos: edificios en llamas al son del constante tiroteo, rifles tronando y gritos sin cesar. Hay rebeldes por doquier, caminando con cosas robadas o quemando casas para hacer salir al enemigo. Algunos rebeldes están felices de que les tomen fotos, mientras que otros huyen del lente de Tim. No hay organización ni estructura, sólo combatientes caminando al azar y los recién muertos tirados en donde fueron abatidos, con sus pertenencias tiradas alrededor de sus cuerpos. Casi todo el centro de Malakal ha sido quemado. Nos dicen que las tropas del ELPS se han ido, y que huyeron buscando lanchas por el río o se ahogaron. Los rebeldes mataron a muchos en los pantanos por el Nilo, pero ni siquiera les importa saber a cuántos.

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Mientras andamos por el pueblo buscando quién está al mando, vemos que todas las casas han sido ocupadas por una docena de rebeldes o más. Nos indican dónde está el general.

Las mujeres y los niños se juntan en grupos, mientras buscan cómo salir. La vibra de la batalla se siente en el aire, pero los soldados del ELPS han huido, y dejaron que el Ejército Blanco se vengara con los civiles.

Pasamos una reja metálica y encontramos al general en una casa de arcilla. Gatkuoth discute la situación con un consejo de oficiales. Con ellos está el comandante del Ejército Blanco, Odorah Choul, quien recibió un disparo en el brazo izquierdo. Usa una boina verde con una insignia de una cobra metálica.

Gatkuoth está feliz de volver a vernos. Nos advierte que hay mercenarios al acecho en Malakal, reclutados de los grupos rebeldes del Nilo Azul y Darfur.

Le pregunto si han encontrado opositores de las tropas ugandesas mientras combatían aquí.

“No, pero sí encontramos a un soldado ugandés lo atraparemos y te mostraremos su identificación”.

El general da un discurso más fuerte que el día anterior. Sus demandas incluyen que Salva Kirr “renuncie a la presidencia y pague 50 mil dólares por cada nuer muerto”. Museveni, de Uganda, también debe hacerse responsable, de otro modo, advierte el general, la guerra seguirá hasta cubrir todo el país y un poco más. Me dice que planea tomar las zonas ricas en petróleo, limpiarlas, cancelar todos los contratos y dar las ganancias a los nuer, porque es su petróleo. “¡Todos los contratos serán cancelados porque son corruptos!”, exclama.

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Le decimos al general que queremos dar una vuelta por el pueblo, pero nos advierte que todavía hay algunos francotiradores escondidos por ahí. Me señala un punto en la avenida principal y me dice: “Le acaban de disparar a un hombre ahí”.

Malakal en llamas. Mientras unos queman, roban y matan, otros buscan agua o bailan.

Si alguien quisiera pensar en un lugar y una hora que evoque la verdadera naturaleza de la guerra, sería Malakal y sería esta tarde. Decenas de miles de jóvenes ebrios de violencia celebran quemando, robando y posando para las fotos.

Las historias de primera mano de los guerrilleros con los que hablo capturan la pasión surreal de la violencia generada por venganza. Después de que los soldados del ELPS huyeron por el río, el Ejército Blanco fue de casa en casa asesinando, violando y robando. Quemaron a soldados vivos. A algunos les clavaron una lanza por el recto. Algunos fueron empalados uno encima de otro. Me doy cuenta de que uno de los vehículos no avanza con normalidad: “Maté al conductor”, me presume un rebelde.

Algunos se avergüenzan de la sed de sangre a su alrededor. James, un estudiante de 27 años que estudiaba biología antes de unirse al Ejército Blanco, resume el caos en el que se convirtió su vida: “Antes de esto estudiaba, ahora sólo mato gente”.

Más allá de los discursos y la estrategia que Machar dio bajo el árbol por el río, Malakal representa la venganza por lo que pasó en Yuba, a más de 600 kilómetros de ahí. El Ejército Blanco es lo que odiamos de la humanidad — violencia pura, codicia— la cosa que el Occidente insiste en negar, pero está pasando aquí y ahora.

Machot trata de contextualizar el caos. Nos recuerda que muchos nuer vinieron a recuperar a sus familias de las instalaciones de la ONU, a donde se ha esparcido la violencia entre los dinka y los nuer. Eso no explica a los combatientes con bandas rojas en la cabeza disparando al aire, cargando objetos robados, sin ninguna idea de a dónde irán después.

Grupos de hombres, cada vez más grandes, amenazan el pueblo. Algunos se juntan para quemar edificios y luego dispararles, incluso cuando nadie les regresa el ataque. Machot explica que tienen que quemar las casas para que la gente que está adentro “se rinda”. Le digo que la única gente en el pueblo son los hombres de Machar, el Ejército Blanco y los muertos. Es obvio que le incomoda lo que está viendo. Su misión personal de salvar a Sudán del Sur ha sido saboteada por los eventos a su alrededor.

Cuando anochece, la escena está completa: el paisaje es un horizonte azul con una luz roja que irradia de las casas quemándose, parece una pintura del infierno. Miles de jóvenes caminan por ahí, disparando de vez en cuando al aire, aún contentos y joviales, pero sin nadie más a quien matar ni nada más que rapiñar. Miles de balas vuelan por el aire mientras los disparos retumban en la noche. Hoy sobran municiones. Las metralletas apuntan al cielo, ya oscurecido. Las pistolas no dejan de sonar y el fuego de los rifles es omnipresente.

En el patio de la casa del general, los soldados acomodan sus catres sobre un reguero de casquillos detonados, tirados por en suelo. Nos invitan a quedarnos en el cuarto de Gatkuoth, que es aparentemente seguro pero que en realidad podría ser el lugar más peligroso si los ugandeses decidieran atacar.

A las diez de la noche, la adrenalina se ha drenado por completo, los disparos se han calmado y las llamas en los edificios se empiezan a apagar.