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Fotos de Ana Paula Martínez Lanz.

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Especial de ficción

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Este cuento forma parte de nuestro Especial de Ficción 2016, dedicado a la literatura de América Latina.

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Era la primera carta que recibía en su vida. Por ejemplo. El cartero nunca le había dejado más que facturas y publicidad de tiendas departamentales. El sujeto no la abrió de inmediato. Por ejemplo: temor. Desconfianza. O una suerte de intuición: había que leerla por la noche, cuando todos durmieran. Pero el sujeto no podría ser el sujeto, dice Ve, necesita un nombre. Sandro. A Sandro le tomaría cuarenta días con sus noches decidir qué hacer. Noches de oscuridad febril. Días de angustia disimulada en su trabajo rutinario. De oficina. La primera posibilidad es una novela. Dice Ve: una suerte de novela. Antepasados griegos, un abuelo. El abuelo de Sandro. Llegó a México y compró un hotel, al que pronto le acondicionó un bar. Buen negociante, discreto, hosco. Conocido de todos en la ciudad, el casi pueblo de entonces. Sandro recordaba la musaka de los domingos. Su abuelo murió cuando él tenía ocho años. Recordaba el aroma turbio de la berenjena, las manos ajadas del abuelo, su acento extraño. Un cierto dejo de ensimismamiento. Por ejemplo: la desgracia inscrita en sus ojos, pensó Sandro: debo confesar que me gustaba estar con el abuelo, en silencio. Sandro había abandonado la traducción literaria en pos de una vida más estable. Y su padre: un melancólico, dice Ve, eso es. Entregado a la planicie, a la vida monótona de la clase media mexicana. Pero no había logrado conservar la breve fortuna del abuelo. Tras treinta años de casado, se había enamorado de una mujer joven y había perdido casi todo. Dinero, vitalidad. Abrirse al deseo es una condena, leyó Sandro alguna vez y por supuesto lo recordó. Él ya no heredó más que su apellido vuelto letrero luminoso –obviamente, una letra fundida– en la fachada del bar más famoso de la ciudad. En manos de otros. Entonces estudió traducción, si es que eso existe, dice Ve. Imaginar su juventud de hijo único. Sus años universitarios. Un profesor, jubilado de Yale, que lo marca. De Yale o Stanford, da exactamente lo mismo. Un viejo latinista y aficionado a las plantas curativas. Una suerte de naturalista decimonónico pero con camisa de manta. Un gringo misterioso, pues, que enseña a Sandro tristes declinaciones latinas y le invita en su casa refinados mezcales sin etiqueta. Una casa amplia e iluminada, generosa como su dueño, pensó Sandro. Excepto por un cuarto, cerrado a cal y canto, del que no se habla. Hablemos en cambio de cal y canto, dice Ve: no sabemos qué significan esas exactas palabras así combinadas, pero, cómo no, sabemos que podemos usarlas a la menor provocación, sin reparo alguno, como quiera que sea, sin pena ni gloria y asimismo. En fin, para algo servirá esa habitación, nada de cuarto, dice Ve. Y por cierto, dice Ve, Mijailidis, ése es el apellido, por tanto el nombre del bar, por tanto el estigma, la marca que le recuerda a Sandro lo que alguna vez se poseyó, la derrota asumida –con coquetería casi imperceptible– como huella indudablemente indeleble de su propia existencia, el apellido propio como logo, reclamo publicitario de un negocio ajeno, atroz ajenidad que condenó a Sandro al oficio esclavizante de la traducción de literatura ortopédica y al sino familiar de la melancolía. Atroz ajenidad, dice Ve: ha salido bien. Y precisemos: literatura ortopédica en sentido estricto, nada de filos macedonianos por aquí: manuales e instructivos de bastones, andaderas, prótesis, muletas y sillas de ruedas. Traducidos a destajo. Sin pensar un segundo en el desamparado usuario monolingüe. Con datos alterados o falseados por los jefes de Sandro, dueños de la empresa comercializadora.

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Traducidos, pues, únicamente por cumplir con la norma de que todo producto importado ha de incluir traducción para evitarse multas. Un negocio sórdido y disciplinado, piensa Sandro, y magnífico el modo en que se nos acumulan detalles, sí, dice Ve, pero no hay que perder el hilo, es decir, la carta. Matasellos de Viena, ah, dice Ve, la sublime palabra matasellos. Descripción erudita del sobre (tipografías, papel, timbres, formato, tintas, el propio matasellos) que, dice Ve, nosotros no podemos hacer, nos rebasa. La carta y, por qué no, el abrecartas que heredó Sandro de su abuelo y que nunca ha usado más que, en la infancia, para matar lombrices: la ignorada plata desteñida al contacto con esos seres de lodo reacios a dejar de moverse tras su cercenadura. La carta, el abrecartas, un vaso de whisky solo, y Sandro vestido con un suéter grueso en su desvencijado estudio. En suma, una tarde otoñal. Y la carta, por fin: el remitente se presenta ceremoniosa, cortante, secamente como el hermano mayor del padre de Sandro, con el mismo apellido pero ciudadano alemán. ¿Y en qué idioma la carta? En alemán, así mismo, ya que Sandro es traductor y eso basta: hecha la aclaración o justificación el alemán sólo reaparecerá en nuestra historia bajo la forma de ciertas palabras idiosincráticas. Hay, pues, un viejo, muy viejo y enfermo ciudadano alemán de origen griego y hay una cuantiosa herencia para Sandro si bien no exactamente para Sandro. En los folios de la carta, que querríamos tildar de amarillentos pero no, son nuevos, hay una mención que nos lanza a un inaplazable flashback: el hijo de Sandro. A ver: una chica que conoce en el último año de la universidad. Todo muy rápido y sencillo: perturbadoramente fácil, habría dicho Sandro. Con ideas muy claras, ella. Valeria. O Sofía, dice Ve, o Fernanda. Fernanda, eso. Con una imagen precisa de su destino inmediato: la pareja de jóvenes traductores entregados a renovar el pobre concepto de la literatura italiana y alemana que se tiene en México. Una casa pequeña fuera de la ciudad con una también pequeña cava como único lujo. Planes para irse juntos a estudiar brillantes posgrados. Una foto enorme de su admirado Joseph Roth en el estudio. Un estudio compartido por ambos. Un Roth admirado por ella. La tenue, encantadora decadencia. Vidas garciaponcianas treinta o cuarenta años después. Y todo esto, dice Ve, la promesa de este mundo, dibujado una y otra vez por Fernanda en febriles noches de tesis y gin-tonics, resuelve a Sandro a aceptar que tres meses de conocer a una mujer son suficientes para casarse con ella. Ahí lo rápido y sencillo. Pero casi igual de rápido será lo inevitable: el tránsito de Henry Miller a John Cheever, digamos, dice Ve, del deslumbramiento a la rutina, del amor loco a la sólida agonística matrimonial. De la buhardilla a la alcoba, aunque nunca en realidad, dice Ve, como es obvio, haya habido buhardilla. Y en ese tránsito, imparable, natural, el nacimiento de Antonio, bautizado así en el último instante en que a Sandro y Fernanda aún les concernía más Cavafis que la factura del agua o el teléfono. De inmediato asumido, además, como la presencia que, tan llena de belleza como de asma y alergias, obliga a aparcar un momento los planes, la maravillosa vida armada por Fernanda como un teatro de sombras en el viento, y después a aparcarla otro momento, y otro y otro, hasta que lo que se ha aparcado es la idea misma de que todo eso sólo son postergaciones: lo que hay es lo que hay: el irrefrenable asentamiento de Sandro como adulto hecho y derecho, nada de editar poetas italianos de entreguerras, nada de posgrados, nada de vinos robustos tras de los cuales contemplar el hermoso rostro de Fernanda ligeramente alcoholizado. Sandro: a traducir monótonos manuales ortopédicos. Fernanda: consagrada a que Antonio atraviese lo mejor posible las intimidantes alergias. Y Sandro desde luego ocupando en solitario el estudio, al amparo de un Joseph Roth al que casi ni ha leído, como nosotros, dice Ve, completando por las noches trabajos con que en general sortea las preocupaciones económicas, y sobre todo, dice Ve, consumiendo anestesiante pornografía, ingresando en oscuros chats donde puede olvidar por un segundo al hombre metódico e inofensivo en que ha terminado por convertirse. Fin del flashback, dice Ve, porque claro, en ese estudio, una noche, Sandro lee la carta de Yorgos Mijailidis, ciudadano alemán, un tío del que nunca había tenido noticia. No le quedan claras todas las palabras, o quizá sí pero se resiste a creer lo que dicen. Pero para eso está Clarence, o Thomas, o mejor Wystan, dice Ve, perfecto, el viejo Wystan, quien todavía imparte un curso en la universidad y quien convencerá a Sandro de realizar el viaje en principio por la simple y caprichosa razón de que en Viena, donde agoniza el tío Yorgos, murió su querido tocayo Auden. Aquí vendrían bien un par de versos de Auden, dice Ve, pero no me sé ninguno, así que adelante.

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Sandro duda de la autenticidad de la carta pero el viejo Wystan le asegura que ninguno de los alumnos que ha tenido en cincuenta años podría haber falseado un alemán como ese; Sandro duda de la herencia pero Wystan, entre tragos de un mezcal luciferino y con Mahler de fondo, le habla de las fortunas que se amasaron cuando Europa se destruía a sí misma y le habla también, con la cabeza baja, de los secretos que guarda toda persona, aun la más insignificante e imprevista; sobre todo, Sandro duda de ir a buscar al tío Mijailidis, y menos acompañado de Antonio, pero Wystan, el viejo Wystan, entre fragmentos de cátedra sobre Wittgenstein, el iracundo Karl Kraus, los cafés de Altenberg y Bernhard, la trilogía de Broch y los obsesivos desnudos de Egon Schiele, y como si hiciera ver a Sandro que ése era el momento, el último, para zafarse de la red de responsabilidades que lo había amaestrado bajo la forma del matrimonio, para al menos interrumpir esa triste continuidad, lo convence de inventarle cualquier cosa a Fernanda, poner la maleta de su hijo e ir, subirse a un avión rumbo a Viena para encontrarse con Yorgos Mijailidis, ciudadano alemán. Y sí, claro, dice Ve, y los preparativos no importan, el trabajo se esfuma, el dinero alcanza, el pretexto dicho a Fernanda es cualquier pretexto, nada importa, no vamos a dejar que tales torpezas nos retrasen ni mucho menos impidan ver a Sandro y Antonio ya en el viejo aeropuerto de Viena antes de su remodelación, parecido en realidad a cualquier terminal de camiones de las nuestras, dice Ve, pero transmutado en la cabeza de Sandro en la imagen ideal de la melancolía y la decadencia. Sí señores. Y los diez días que pasa en la ciudad –un titubeante resplandor de torres, música fantasmal de callejones, un carnaval de signos ominosos, en fin en fin– nada tampoco nos impedirá llenarlos de encuentros tan casuales para Sandro como, al instante, bien justificados: con un así llamado sobrino de Wittgenstein, con un rijoso escritor mexicano que despilfarra la beca de una fundación estadounidense entre Schnitzel, cerveza y cocaína, con una especie de merolico de nombre, por qué no, Hans Wagner, con una mujer desesperada y desesperante, de facciones inolvidables, que bien podría ser turca sólo para deslizar las magníficas posibilidades de desarrollo y las sutiles reflexiones romántico-políticas que, no obstante, nos hemos de perder al desconocerlo todo del legendario conflicto greco-turco. Y con el tío Yorgos. Pero hay que tomar aire, dice Ve. No todo han de ser largas oraciones apoteósicas. Hay que respirar. En especial si ya nos aproximamos al final. ¿Tan pronto? En fin, imaginemos cuántas, cien páginas intermedias, no es tan difícil. Al principio de esas cien páginas, un anticipo: Sandro refugiándose de una historia y una ciudad a punto de enloquecerlo. Es la escena final pero esbozada, difuminada, cien páginas antes o cien minutos antes. Para evitar extravíos. Y luego del boceto, un desarrollo donde aparecen palabras como tentación, Eichmann, coleccionismo, Mefistófeles, cigarrillos, Schutzstaffel, máscaras, y frases como "la hondonada de su vientre", "esa misma noche", "la ciudad les había sido asignada desde el principio de los tiempos". Porque a Sandro el jardín vienés se le bifurca: por un lado la mujer, por otro lado el tío. De tal modo, dice Ve, que en cierto momento Sandro llega a pensar vaga pero certeramente que su felicidad siempre estaría ligada a una catástrofe. Es decir: Zehra. Aquí, por lo tanto, un gran párrafo sobre el significado de ese nombre, que hemos olvidado ya, dice Ve, sobre su novedad para Sandro, su dificultad y aspereza, una especie de homenaje desértico al paladeo de Nabokov con su Lo-lee-ta. Así mismo. Entonces Zehra: emerge en las cien páginas como sea, solitaria en un café, inquisitiva en una exposición en el Albertina, como enfermera del señor Mijailidis. Mejor esto. Aunque al cabo de cuatro días no puede más que aparecérsele a Sandro en todas partes, la ubicua, alquímica Zehra, bruja y víctima, implorante de ayuda para librarse del sometimiento del implacable señor Mijailidis y a un tiempo refinada y cruel en la cama con Sandro. Porque aquí, en efecto, habría de venir una suerte de capítulo – Libro, por supuesto, dice Ve– donde Sandro exclusiva, enfermizamente evocaría de Zehra la constelación montañosa de su espalda, la referida hondonada de su vientre, las déspotas formas que adoptaba su deseo, he ahí. Las referencias a Bataille. Los contrastes con el sexo maquinal y ya más bien escaso con Fernanda, muy escaso.

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La palabra goce y la palabra penetrar con sus distintas desinencias. Todas las variantes contenidas en seis días, solemne celebración de lenguas, salivas, sudores. Incluso una sesión de sexo anal como síntesis de contrarios y complejo símbolo de la intensidad del encuentro. Intensidad desconocida para Sandro y, como bien lo sabe, imposible de repetir: el dolor de haber conocido el paraíso y haber sido expulsado. Eso es. Fin del Libro en medio de nuestras cien páginas, Libro al que de preferencia encabezó un epígrafe especial y donde, por qué no, acaso pudo colarse el merolico vienés Hans Wagner, vendedor de muñecas en la Stephansplatz y zonas aledañas, quien, para venderle a Sandro un espécimen no precisamente barato, le habló de las bondades sadomasoquistas de, como él dijo, "las exóticas mujeres de Oriente". Fin del Libro pero no de Zehra, cuyo espectro habitará la perturbada cabeza de Sandro en la última escena, la del refugio. Y, decíamos, al otro lado del jardín vienés, el tío. En este flanco de la bifurcación, hemos de confesarlo de una vez, dice Ve, es donde aparecerían las palabras aquellas, Schutzstaffel, cigarrillos, deportación, Judenrein, pero también otras como Amorphophallus titanum, alcoba, césped, inquietante, Epipogium aphyllum, armario. ¿Es decir? El tío Yorgos tiene más de noventa años, es decir, veintitantos cuando todo aquello. El tío Yorgos escucha a Brahms, bebe ajenjo y oporto y cultiva en su jardín flores curiosas, es decir, el tío Yorgos es un excéntrico, un atroz seductor, un esteta. De nuevo lo atroz, pero no es de extrañar, todo aquí, en este vértigo final, conduce a ello. Y desde luego es invierno y Sandro ve el verde de las estatuas ecuestres de bronce envejecido con el inmejorable cielo gris de fondo, Sandro escucha el crepitar de los caballos sobre el empedrado, Sandro se pierde en las galerías del Kuntshistorisches Museum sin dar con el hombre de barba blanca, es decir el Tintoretto, cuadro, por cierto, de fácil localización, dice Ve, lo mismo que las más refinadas pastelerías, una de las cuales, sin embargo, la que de inmediato se vuelve favorita de Sandro y el pequeño Antonio, sería descrita, como suele decirse y debe ser, con todo lujo de detalles, una pirotecnia de colores, texturas y autenticidad, un verdadero hallazgo. Es decir, no la del Hotel Sacher, pero sí Demel: ahí cita el tío a Sandro y Antonio por vez primera, ahí acaricia el tío el cabello castaño de Antonio, le recomienda el mejor pastel, lo insta a tomar el primer café de su vida y cree reconocer en sus rasgos los de toda una estirpe, extraviada para él desde hace mucho. Después será la casa del tío Yorgos donde Antonio juegue en el jardín –no el jardín de flores exóticas sino el otro, el normal, si bien Antonio una tarde se colará sin permiso a contemplar las Nepenthes en una sustanciosa página iniciática– y donde Sandro sea presentado a Zehra, sea introducido a la biblioteca, sus ediciones raras, sus tesoros, sea envuelto por la asfixiante plática del tío y sea por último enfrentado, con tacto y resquemor pero al fin con contundencia, a la historia del origen de la fortuna del señor Mijailidis, es decir de la herencia. Salónica. 1943. Doctor Max Merten, representante del gobierno militar y protector de Yorgos. Trenes al alba y al anochecer. El rabino Koretz. Eficacia administrativa, logística impecable. Vagones de carga. Indiferencia. Distintivo amarillo. La indiferencia del Judenrat. Privilegios, dinero. Las colecciones de arte de los miembros del Judenrat. Salónica. El hábil y eficiente Yorgos. Cumplir órdenes, seguir la corriente general. 1943. Después se dirá no saber hacia dónde los conducían. Al alba. En verdad no lo sabíamos, no nos constaba. Los Hauptsturmführer. Oro por montones. Un barco. Costa de Messenia. Al alba. Abogado Max Merten. Bienes confiscados, entregados, negociados. Ocultarlos. Parten trenes al norte, parte un barco al oeste. Unos cargados de judíos, otro de oro, joyas, ricas menorás irrecuperables. Merten será enjuiciado, condenado y amnistiado, Yorgos no. Merten morirá en 1970, Yorgos no. Merten trabajará con éxito en la Alemania Federal para compensar el oro que nunca terminó de poseer. Yorgos no. Porque no hubo tal barco sobre el Jónico rumbo al oeste. Salónica. Yorgos oculta los cofres: Yorgos, 1943, el desapercibido. La historia se desgrana con obvias reticencias pero al fin emerge, verbo inmejorable si se habla de barcos e islas griegas, dice Ve, de mares ignotos y tesoros enterrados en el inconsciente. El tío mordió poco de la enorme fortuna, sólo para unos cuantos libros o plantas o sombreros o pipas de sus exquisitas colecciones, el resto, le asegura a su sobrino, lastimero, suplicante, el resto vino todo de su trabajo, de su esfuerzo digamos legal, es decir, todo lo legal que signifique hacer negocios legales y normales en nuestros días y en cualesquiera días. Cualesquiera es un exceso, dice Ve, término fascinante. Y la condición, subrayada así por el tío Mijailidis, la condición de que sea el niño y no Sandro quien reciba la herencia, es inamovible. Eso, remarca el tío, manos tensas, temblorosas, voz inusitadamente firme, eso o la fortuna se queda enterrada, oculta para siempre. Quizá fuera lo mejor, desliza el tío.

Esa noche, dice Ve, la antepenúltima de Sandro y su hijo en Viena, terminaría con Sandro aceptando la herencia en nombre de Antonio. Terminarían, la noche y el viaje, con Sandro creyendo descifrar sin género de duda, dice Ve, las frases compungidas y ambiguas de su tío, su atlética imperturbabilidad, su mueca en extremo contenida, como una oportunidad final de contrición: la fortuna limpiaría su turbia y desde luego atroz historia al ponerse en  manos de un niño. Todo terminaría con esa purificación, pues, de no ser porque, casi al final, ya entrada la madrugada, Antonio durmiendo en una chaise longue, la aguja sonando al fondo un delicado Schubert una y otra vez, Sandro descubre, sin lugar a engaño, que Zehra también ha sido amante de su decrépito tío, seguramente forzada, tal vez a cambio de resolver su situación legal en el país, tal vez muchas cosas pero su amante al fin, es decir, dice Ve, el puente de deseo que a través de varias décadas viene a unir los dos extremos de una estirpe condenada a la desgracia. Dios, dice Ve. ¿Y eso qué? Eso lo cambia todo en la cabeza de Sandro, nublada de Marsala e inimaginadas confesiones cuando aborda un taxi a las tres de la mañana con Antonio en brazos y el acuerdo de volver a la casa del tío al día siguiente a firmar los papeles. Un día siguiente que comenzará tarde, a las doce, doce treinta, las aceras resbalosas de aguanieve, el cielo gris, el aire cortante, amenazador. Sandro y su hijo se topan con Florenski, el escritor mexicano de añejo y perdido origen ruso, vestido, él, Florenski, con una sudadera gruesa y encima una camisa hawaiana azul de manga corta, quien los arrastrará a Figlmüller, casa de las más refinadas y descomunales Schnitzel. Veamos, dice Ve: Antonio devora jovial su Schnitzel, Florenski también e incluso pide un plato de goulash que engulle a vastas cucharadas, y Sandro, mientras tanto, apenas toca la ensalada de papas. Papas con pimiento, dice Ve. Papas con pimiento, cebollín y aceite que también picotea Florenski. A quien, cómo no, dice Ve, Sandro había conocido alguna vez en México y así nos quitamos de problemas. Todo va cuadrando porque así son las grandes historias, dice Ve, así conviene a los destinos ineluctables. Florenski es un cínico, un clown, un tipo que juega a balancearse en la cuerda del abismo mientras da cuenta de dos platos que le bastarían a una familia ni tan austera. Florenski hace dos o tres preguntas, escucha con una media risa irónica, bebe tres medios litros de cerveza y al final, mientras sorbe un aguardiente de la casa, le dice "No seas pendejo" a Sandro. Le dice "No seas pendejo, Sandro, sálvate, o salva en todo caso a este cachorro", al tiempo que sacude la cabeza de Antonio como si despeinara a un felino. ¿Qué sabe Florenski?, se preguntará Sandro asombrado, ¿qué entendió, qué es tan claro que a este genio borracho le fueron suficientes cuatro frases para verlo? Florenski se esfuma como apareció, incómodo y oracular, y Sandro y su hijo deambulan por una ciudad que antes de las cuatro ya está sumida en la penumbra, una tiniebla húmeda y turbia. Aquí habrían de venir páginas densas, atmosféricas, las últimas cinco de aquellas cien, digamos, páginas ligeramente oníricas, dice Ve, con reminiscencias al cine expresionista y al Pierrot lunar y, por qué no, con la breve intervención del así llamado Sobrino de Wittgenstein, un personaje difuso, impecable en su apocada gestualidad, inmejorable en su frustración, a quien Sandro pide señas de una calle y quien, sin saberlo, los confunde a tal grado que termina conduciéndolos hacia el lugar señalado ya como el refugio final de Sandro en una ciudad que se le ha puesto de cabeza. El lugar no es precisamente cálido, pero sí acogedor. Han entrado sin saber adónde ni por qué. Han cruzado el vestíbulo en silencio y con lentitud, pero sin sentirse desorientados, como si lo hubieran cruzado ya muchas veces, como si fuera una estación obligatoria en una jornada cotidiana. Han abierto la puerta que lleva a la estancia principal y las dos personas dentro no han volteado a verlos. Han avanzado unos pasos por el pasillo, reconociendo de inmediato el terreno, y al sentarse han pensado, incluso Antonio, que es el primer momento tranquilo de su viaje y que, de hecho, ahí sí afirmarían sentirse como en casa. Algo, que al principio Sandro no logra descifrar, algo ha ocurrido que la absoluta novedad de un sitio como ese pareciera que se difuminara, que de forma natural mudara en cercanía, en reconfortante familiaridad. La luz tenue, la poca gente, la calma, el saberse bienvenidos. Las otras dos personas han salido, Antonio ha comenzado cauteloso a caminar sobre la gran alfombra al centro, y Sandro entonces ha tomado la decisión. Verbo impreciso, dice Ve. La decisión ha sido tomada para él, la decisión se le ha aparecido, o mejor, claro: se le ha revelado a Sandro con tal nitidez, tersura y contundencia que no puede más que sumarse a la sensación de enorme respiro que ahí experimenta, a la sensación de que ese lugar es, por fin, un refugio en medio del vértigo que la paradójica Viena le ha supuesto. No recibirá la herencia. No dejará que Antonio reciba nada. No verán una vez más al tío Mijailidis. En realidad, aunque eso no sea parte de la decisión, dice Ve, permanecerán varias horas ahí, agotarán la tarde y saldrán sólo para volver al hotel y poner las maletas. Sandro ha comprendido de golpe no sólo que no quería tener nada que ver con ese dinero, sino algo más importante: que legar la fortuna, esa en particular, inscritos en ella los rastros de la Europa más sanguinaria y abyecta, legar esa fortuna a Antonio era un gesto con el que el viejo Yorgos Mijailidis, al contrario de pretender purificarla, buscaba más bien perpetuar la complicidad, transmitir oblicua pero categóricamente a otra generación la historia de crimen e infamia que lo había convertido a él en lo que era, un excéntrico decadente, un fanático. Como inocular un virus, piensa Sandro mientras observa a su hijo jugar despreocupado con unas sillas. Fin. Y aquí podría terminar la historia, dice Ve, de no ser porque a Sandro aún se le va a presentar otra idea, una idea un poco más oscura, bajo la luz benévola de la Iglesia Ortodoxa de la Santísima Trinidad del Fleischmarket vienés. Una coda melancólica, digamos, dice Ve, para esta primera conjetura donde, desde luego, el cuadro no podía sino aparecer al final. Lo que observamos en el cuadro es el interior de la Griechenkirche zur Heiligen Dreifaltigkeit en el momento en que Antonio juega distraído y Sandro va poco a poco intuyendo que la enorme claridad en la importante decisión que acaba de tomar, de la que por cierto ha comenzado a dudar, se debe por completo a ese lugar donde está, se debe justo a estar en esa iglesia, a la sencillez irreflexiva con que de inmediato se sintió acogido en ella, en fin, diríamos, dice Ve, a la nefasta familiaridad patriótica, a ese facilón calor de hogar que apela a nociones riesgosas y ridículas de las que, sin embargo, dice Ve, no vamos a hablar aquí porque en las páginas finales después de nuestras cien páginas no se hablaría de ellas: tendría que aludirse a ellas pero sin mencionarlas, habría que sugerirlas a través de un último monólogo, atormentado y permanentemente trenzado con la atmósfera cada vez más acogedora y macabra de la Griechenkirche, monólogo silencioso en el que, por fin, Sandro caería en la cuenta de la postrera y atroz, sí, atroz significación de todo eso: negarse a recibir la herencia es, de alguna oscura forma, traicionar a Zehra. Entregarse con tal plenitud a la Griechenkirche como refugio, sentir que se pertenece ahí, es traicionar a Zehra. Marcharse al día siguiente de vuelta a México es abandonar a Zehra. En el cuadro, pues, dice Ve, se ve a Antonio correteando entre las sillas de la Griechenkirche y se ve a Sandro sentado en el instante mismo en que acepta que irremediablemente traicionará a Zehra al dejarla en manos de su tío y al regresar él y su hijo al día siguiente a una vida familiar que seguirá idéntica, sin alteraciones y sin ninguna valentía posible de su parte para cambiarla; en el instante en que comprende como traición a Zehra volver unas horas después y para siempre a México, un país que, como solemos decir, dice Ve, comenzaba entonces a caerse a pedazos, es decir, a derrumbarse como un montón de piedras.

Gabriel Wolfson (Puebla, México, 1976). Profesor en la UDLAP. Libros recientes: Be y pies  (Tumbona, 2015) y Profesores(Conaculta, 2015). Colaborador asiduo de la revista Crítica. Editor de tres minúsculas colecciones editoriales.