Gendarmería contra la prensa: ley del garrote

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Gendarmería contra la prensa: ley del garrote

Mientras aumentan las agresiones por parte de la Gendarmería Nacional contra la prensa, las medidas de protección a periodistas son ineficaces.

Sus gritos rivalizaban con el sonido lejano de piedras impactando los casquillos de las botas que se arrastraban sobre la tierra. De su pecho asfixiado alcanzaba a lanzar un nombre.

"¡Jorge! ¡Jorge!"

Estaba sometido por unos cinco elementos de la Policía Federal y la Gendarmería. Su cuerpo delgadito —unos 50 kilos— había quedado sepultado entre las rodilleras de metal y los guantes negros de sus captores.

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Jorge, ese nombre que salía del tórax asfixiado del joven, se manifestaba con otras 300 personas en un pequeño municipio playero en el norte de México: Rosarito, un lugar de retiro para norteamericanos localizado a 40 minutos de Estados Unidos.

El sábado siete de enero se movilizó este municipio donde viven solo  65 mil personas, casi el mismo número de habitantes que tiene la colonia Roma, en la Ciudad de México. La manifestación había subido de tono y la población se enfureció cuando la gendarmería detuvo a un grupo de adultos mayores que se manifestaban pacíficamente.

Entre el tumulto de policías que lo sometían, apenas se distinguía su cabeza: el cabello lacio, el lado derecho de su rostro, la punta de la nariz. El izquierdo había quedado enterrado en una jardinera sin plantas donde fue lanzado violentamente.

Apenas tenía 17 años y soportaba a cuatro hombres de panza poderosa. Unos 400 kilos de grasa y músculo sobre su cuerpo. La respiración se le entrecortaba y el joven que al principio se retorcía, estaba totalmente inmóvil.

Cientos de piedras eran lanzadas desde las barricadas improvisadas que se habían formado con tablas abandonadas. La policía contraatacaba: el sabor amargo de las granadas de gas lacrimógeno era arrastrado por la brisa del mar.

Más allá, a unos tres metros del lugar, Luis Alonso —reportero, también mi esposo— y yo mirábamos con ansiedad. Los periodistas no podemos intervenir en una detención policial, pero sí era posible grabar su nombre.

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En un país donde hace dos años fueron detenidos y desaparecidos 43 estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa en Guerrero, hemos aprendido que tras una detención, no existe ninguna garantía que serás presentado ante un juez.

Corrimos hacia él: gritos roncos, insultos, groserías por parte de los federales que lo sometían. Sin mirarnos el joven volvía a repetir su nombre. "Jorge", aunque prácticamente sin voz.

Diez segundos después un policía se acercaba corriendo hacia nosotros.

Todo pasó muy rápido y una semana después, gracias a otros testigos, reconstruyo lo que paso ese sábado: a Luis Alonso lo sometió en el piso un agente federal que se enfureció cuando vio una cámara. Ya en el piso, otro policía colocó su bota sobre el cuello; otros dos se montaron en su espalda, al tiempo que unos cinco lo rodeaban y pateaban en los costados.

Intenté acercarme inútilmente, cuando varios policías me empujaron con violencia para alejarme. Él, brutalmente agredido, alcanzó a gritar "¡llévenme!", para que pararan.

He de decirlo abiertamente, empecé a gritar histérica que éramos prensa; que solo intentábamos documentar la manifestación. Quería que dejaran de golpearlo porque los segundos se hicieron eternos y en mi cabeza sustituí la imagen de Luis Alonso por la de Anastasio, un migrante que hace seis años fue asesinado por la Patrulla Fronteriza. La imagen era muy similar: diez agentes lo pateaban mientras gritaba y lloraba.

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Otras voces se sumaron: las de otros periodistas que se unían a la consigna "¡somos prensa!"  Pareciese que eso enfureció más a los federales y a los gendarmes, que lo levantaron del piso y lo condujeron a jalones de ropa hasta una panel blanca que tenía rotulado en letras rojas. D.A.R.E.

Lo arrojaron al interior, Luis Alonso gritaba desde adentro, "¡voy a estar bien Laura!". Mientras tanto una reportera de El Sol de México, Yolanda Caballero, intentó abrirse paso por el lado derecho; yo lo intenté por el lado izquierdo. Diez policías se abalanzaron sobre nosotras.

Una policía abrazó completamente por la cintura a Yolanda y la lanzó al menos a un metro del lugar. Mientras, un policía federal encapuchado me tomó a mí y empujó con fuerza hacía un observador de la Comisión Estatal de Derechos Humanos que se encontraba documentando. Intenté acercarme otra vez, más gritos y golpes. Cerraron la puerta de metal con fuerza y aceleraron.

De la detención salí con una contusión en la frente y un dolor tremendo que bloqueé, mientras repetía una pregunta por todo el lugar: ¿a dónde se lo llevaron? El paradero de mi esposo periodista era desconocido. La incertidumbre, la desconfianza ante un Estado que desaparece a sus estudiantes, que no investiga los asesinatos de sus periodistas, me cortaba la respiración. Estaba mareada, tenía ganas de vomitar y muchas luces blancas parpadeantes pasaban frente a mí.

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Vi con impotencia como se llevaban a Luis Alonso con Jorge, el joven que grabábamos. Se lo llevaron con otros cuatro menores de edad, uno que aún sostenía un billete de 20 pesos en la mano, porque la gendarmería lo "levantó" cuando iba a comprar un burrito cerca del lugar. Otro que estaba consternado porque en la manifestación se había quedado su perro.

Ese día Rosarito solo fue el catalizador que hizo incendió a los baja californianos. Históricamente en Baja California —frontera con uno de los estados más ricos de Estados Unidos, California— en los llamados a marchas y protestas solo iban un grupo de universitarios o políticos de izquierda. Más cercanos al west coast que al centro del país.

Sin embargo, desde el primero de enero los residentes norteños comenzaron a recibir noticias desde la capital: el incremento a los combustibles y la caída del peso. Trágicas para los fronterizos; ahora por un dólar tendrían que pagar hasta 21 pesos, en un estado donde las rentas se pagan en dólares.

Policía del PRI

En 1999, el entonces presidente emanado del Partido Revolucionario Institucional (PRI), Ernesto Zedillo, propuso la creación de la Policía Federal, el cuerpo policiaco por excelencia desde entonces. Otro priista cumpliría una de sus principales promesas de campaña: la creación de una Gendarmería Nacional, basada en el modelo que existía en Francia.

En el año 2014, Enrique Peña Nieto convocó a cinco mil ciudadanos mexicanos y quedó conformada oficialmente la nueva división que respondería a la Policía Federal. Las funciones serían preservar la seguridad y combatir la delincuencia como otras corporaciones. Sin embargo, la Gendarmería se caracterizaría por tener "funciones de proximidad social, vinculación y cercanía ciudadana".

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La Gendarmería francesa fue la encargada de capacitarlos. La nueva división se convirtió en el brazo armado de Peña Nieto, como lo fueron los militares con el expresidente Felipe Calderón: cuarteles móviles por todo el país, sobre todo en las zonas de mayor conflicto.

Rápidamente empezarían aparecer en los medios de comunicación las primeras denuncias de ciudadanos en todo el país que denunciaban abuso de autoridad por parte de la recién creada Gendarmería.

En 2015, en la Sierra de Guerrero, un grupo de personas denunciaron que eran amenazados de muerte y encañonados constantemente, durante la búsqueda de Joaquín Guzmán. En Campeche, un par de hermanos denunciaron que durante la vigilancia de los policías, le gritaban a la gente "salgan perros"; coincidían en que el método para atemorizarlos era amenazarlos de muerte. Las denuncias se hicieron presentes de norte a sur.

Pronto quedaría exhibido que una de las atribuciones de la Gendarmería serían también los desalojos y las manifestaciones. "Proximidad social". Tal fue el caso del desalojo de profesores de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) en Nochixtlán, Oaxaca, en junio del 2016. El enfrentamiento entre la Policía Federal y la Gendarmería contra civiles dejo 11 muertos y más de un centenar de lesionados.

En 2017 la presencia de esta división en los movimientos sociales se intensificaría, con las manifestación contra el alza a la gasolina.

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Represión brutal

Aquel sábado era importante para mí: quería celebrar mis buenos resultados obtenidos en unos exámenes médicos. Recuerdo que me levanté y le pedí a Luis Alonso que me llevara a desayunar a Rosarito, a un restaurante frente al mar con las mejores tortillas de harina. Sin embargo me di cuenta que tenía muchos mensajes de Yolanda Caballero, mi amiga reportera.

"Lau, se puede poner feo, llegaron 300 federales".

Yolanda se refería a que el gobierno había enviado cientos de elementos de la Policía Federal y la Gendarmería para desalojar la planta PEMEX, que abastece de combustible a la costa oeste y que llevaba cinco días tomada por ciudadanos.

Pensamos que el desalojo sería pacifico a través del diálogo, y de ahí podríamos ir a celebrar. Pero para las 12 del día, Luis ya no estaba y un grupo de policías de la gendarmería habían sido atropellados por un hombre a bordo una camioneta color amarilla.Aceleró y se impactó contra los agentes que intentaron protegerse con su escudo.  El desalojo terminó con 145 detenidos y nueve policías heridos con fracturas en cadera y rodillas.

Varias horas después de su detención, Luis Alonso regresó: gracias a la intervención del directivo de un medio de comunicación, me informaron que se lo habían llevado a una delegación en Rosarito. Fue liberado personalmente por el Delegado de la Policía Federal, quien le pidió una disculpa por las molestias.

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Ese día por la tarde comenzaría, quizás— porque aún no termina— la peor parte de la historia: la procuración de justicia para un par de periodistas agredidos. Nos presentamos ante la PGR para interponer una denuncia contra la Policía Federal y la Gendarmería, ante la Fiscalía Especial para Atención de Delitos Cometidos contra la Libertad de Expresión.

Lo más importante era acreditar las lesiones que nos provocaron los federales en el ejercicio de nuestro trabajo. Dos médicos de la PGR nos revisaron: me certificaron una lesión en la parte frontal de la cabeza, además de la dilatación permanente de una pupila, probablemente por el traumatismo. A Luis Alonso le dijeron que solo tenía dolor por los golpes, pero era necesario llamar a un médico externo al servicio de PGR.

Este nos indicó que podríamos realizarnos una tomografía, en mi caso, y unas radiografías a Luis Alonso para descartar lesiones. Nos indicó que había lugares muy baratos donde podía realizarlos. Ahora sabemos que la PGR tendría que habernos enviado al Hospital General y asegurarse que no tuviéramos ninguna lesión. Pero en lugar de eso se despidió y aseguro que con los días "se deshinchan los golpes".

Ese mismo sábado por la tarde la Comisión Nacional de Derechos Humanos solicitó medidas cautelares al gobierno de Baja California, encabezado por Francisco Vega. Lo envió directamente al Secretario de Gobierno. Eso lo sabemos ahora: incluían proporcionarnos atención medica, pero nadie de esa oficina se comunicó con nosotros.

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Luis Alonso y yo somos periodistas independientes, y no contamos con seguridad social. Si alguien hubiese levantado el teléfono lo peor no habría llegado: tres días después de la brutal golpiza que recibió mi esposo escuchamos un crack que salió de su torso: tenía la séptima costilla fisurada y una lesión en las vertebras de primer grado, provocada por los golpes. Ni a la PGR ni al Gobierno del Estado le importan los periodistas.

Estamos en casa sanando las heridas, descapitalizados por todos los gastos médicos que cubrimos desde ese día, lidiando con un proceso burocrático desgastante.

En otra ocasión, la CNDH nos notificó que como parte de las medidas cautelares, por identificar a nuestros agresores, merecíamos seguridad. Es decir, podría ser que una patrulla pasará una vez a la semana por la casa, o que se nos otorgará un número en caso de emergencias.

La semana pasada se comunicó con nosotros un empleado del Centro de Control y Mando de la Secretaria de Seguridad Publica de Baja California. Nos dijo que como medida de protección nos enseñaría a bajar el App de la Secretaria, aunque una que fuimos nos explico que haría una excepción: nos daría el numero del supervisor que recibe las llamadas de emergencia. Le argumenté que me parecía innecesario porque nunca contestan, una medida débil si algún elemento de la policía quería tomar represalias por la denuncia.

Me refutó que no, que eran un modelo de eficacia.

Hizo la prueba desde el teléfono de su oficina. Un tono, nadie contesto. Dos tonos, otra vez nadie. Tres tonos, nadie, nadie atiende al otro lado del teléfono. Cuatro tonos, la historia se repite.

"¡Ah que raro! Esto nunca pasa", dice ruborizado.

Entonces toma su radio matra, el que usan los policías, y atiende una voz desganada del otro lado del teléfono.

"¿Por qué nadie contesta el teléfono?", lo cuestiona.

"Perdón jefe, es que lo teníamos en vibrador".