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Comida

Una guía de los bocadillos más asquerosos y grasientos de Barcelona

La slow-food, los food trucks y demás sueños húmedos foodies no tienen nada que hacer contra un bocadillo de torreznos con huevo o el mítico bocata de albóndigas.
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2016, año foodie. Ahora que todos somos gastrónomos sanísimos y nos zampamos bocadillos 2.0 con pan de espelta, brotes de alfalfa y kimchi, ¿qué queda de la vieja guardia del bocata grasiento?

Barcelona está infestada de locales de inspiración nórdica que parecen diseñados por algún lobby vegano antigrasa para erradicar de nuestras calles el bocadillo guarro español de toda la vida. Es una agresión directa a la cultura del colesterol, antaño floreciente y ahora perseguida por estos pagos.

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Se impone, pues, una misión de rescate y reivindicación: recorrer locales barceloneses que todavía venden bocatas cerdos; muy, muy cerdos… Locales que dicen no a la gentrificación, la modernización y la veganización asfixiantes de los últimos años con las mejores armas que poseen: dos rebanadas de pan de barra, aceite a cascoporro y los materiales cárnicos más escalofriantes que el tracto intestinal de un millenial pueda imaginar.

La Baguetina Catalana

En mi primer gesto de rebeldía, pondré mi propio colon en juego, como los monjes que se queman a lo bonzo. Se conoce que la Baguetina Catalana es una de las bocaterías más peligrosas de BCN. Tiene la encomiable misión de ulcerar al turismo barato con unos misiles tóxicos que no se avergüenzan de su radioactividad.

Pido el más nauseabundo. Un monstruo de Frankenstein de pan descongelado, con textura de goma de mascar, y un relleno despreciable en el que entran en juego variables como un jamón york supurante y verdoso que mataría a un perro y unas lonchas de queso amarillento que hieden a leche agria. El clavario de esta bazofia es duro, pero necesario: a través del sufrimiento se llega a la iluminación, además, después de engullir esta hez, mi estómago estará preparado para cualquier castigo.

Bar Manantial

Quizás por eso, me introduzco en la estación de tren de Plaça Catalunya y entro en un bareto subterráneo que siempre me ha producido pánico. Allí abajo, en la oscuridad abisal, el bar Manantial prepara bocadillos de la vieja escuela.

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He pasado por delante de este lugar durante años, y esta es mi primera vez dentro. En la barra: un par de urbanos amorrados a sendos cortados, una abuela china y un señor inquietante con el que intento no cruzar la mirada.

Pierdo el virgo justo como imaginaba: con un bocadillo fofo, con dos cachos de lomo que exudan aceite a espuertas y humedecen el pan hasta convertirlo en una masa morcillona y maleable. La combinación de la loncha de lomo gomosa y el pan en pleno colapso exige masticación histérica y tiene como resultado un amago de cólico que, combinado con el aire viciado del metro y la falta total de luz solar, sienta de muerte a primera hora de la mañana. Habrá que ir a la Barceloneta a poner orden.

Can Paixano

Un exoesqueleto de tres centímetros de grasa petrificada recubre todas las superficies de Can Paixano , dándole el aspecto viscoso de un reptil con cirrosis. Los carteles amarillos con los bocatas de la casa chorrean brea y panceta licuada. En las ruidosas planchas de este garito se ha carbonizado más tocino que en toda la historia de Guijuelo.

Un puñado de pensionistas mastica con ritmo sincopado, en el rincón más septentrional de la barra. Miradas hostiles hacia los guiris extraviados. Este legendario local de la Barceloneta conserva el encanto de las viejas bocaterías de los bajos fondos baceloneses. Y huele como tiene que oler: a cerdo frito y aceite. Eau de colesterol.

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Enseguida me percato de que estoy en un puto templo del cólico: Can Paixano factura unos bocadillos que harían vomitar sangre a cualquiera que siguiese la dieta de Gwyneth Paltrow.

El antro es famoso en la ciudad por su lucha contra la dieta mediterránea y las pamplinas foodies. Y lo más asombroso es que no tiene suficiente con anegarte las arterias de lípidos y provocarte un reflujo que parece magma del Krakatoa subiendo por el gaznate; nah, el doctor Paixano también se fija en tu hígado, pues los bocatas de la casa vienen acompañados de un champán espumoso rosado que parece vendimiado en Raticulín.

Son las 11 de la mañana y en la pizarra chorreante leo cosas como "sobrasada con foie gras", pero quiero vivir más allá de los cincuenta años, de modo que me decanto por algo más contenido. Combino el champán alienígena con un bocadillo de bacon-queso, y a mis manos llega un panecillo ovoide de cuyas entrañas surge un tirabuzón rebelde de tocino, la única porción de bacon que ha conseguido escapar del Katrina de queso que inunda el bocata.

La servilleta de papel se muestra incapaz de absorber los géiseres de aceite que escupe esta bestia. Es una guerra perdida de antemano: ni siquiera una Vileda ultrabsorbente podría paliar los estragos del linimento. Una cerdada, claro que sí, pero si lo bajas con sorbos de champán densos y estrepitosos, acabarás pergeñándote una mañana de pedo y gota de lo más entretenida y miserable.

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Bodega Carol

En la línea de ofrecer comida española de verdad, la Bodega Carol se revela como una viñeta de Francisco Ibáñez manchada con grasa de morro de cerdo.

Amo este sitio. En la entrada hay una vitrina con discos de Paquito Jerez y Camilo Sesto, el interior ofrece una colección de llaveros como principal reclamo; es una bodega de las de antes, de barrio obrero barcelonés, y los nuevos propietarios han sabido mantenerla adecuadamente criogenizada.

En este santuario, el verraco es prioridad y los bocadillos son misiles tierra-aire dirigidos a la conciencia foodie. En la Carol, la quinoa se utiliza como serrín para el suelo cuando llueve.

Su bocata más intimidante es una bomba sucia que haría bailar a Falete como un watusi: torreznos con huevo frito. Locurón. El huevo fecunda los torreznos con su simiente, los ablanda, pero no los humedece en exceso; diablos, los cachos de cerdo crujen en tus muelas como si fueran Peta Zetas de panceta.

Es una experiencia extrema. Mientras media Barcelona come pork buns en food trucks, en Bodega Carol se comen bocatas valleinclanescos. Como mandan los cánones. Salgo del garito con ganas de fumarme dos habanos a la vez, los dientes muy apretados y el vigor de Pocholo en 1993. Me siento vivo, por mucho que sepa que moriré antes.

Can Ros

Precisamente vivo es como tengo que sentirme (y hambriento) cuando me enfrento al caramelito más célebre de Can Ros: el bocadillo de albóndigas. Estoy en la parte de la vieja Gràcia que resiste al embate hipster, en un bar-restaurante de barrio, ruidoso, estresante. En una mesa hay un señor con un gorro de cowboy sorbiendo garbanzos. Un abuelo con joroba se sienta mi lado y me escruta: sabe que no soy habitual.

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De repente, me llega un bocadillo de considerables dimensiones en cuyo interior palpitan varias albóndigas partidas por la mitad. Llevan su jugo y sus guisantes, nada que ver con los meatball sandwiches que tanto se llevan ahora entre la gente cool. This is hardcore: las albóndigas que hacía tu abuela, chacho. Gordas, jugosas, grasientas, dispuestas a garantizarte eructos guturales y pestilentes en el autobús. El mismo autobús que me conduce a las inmediaciones del Camp Nou, a la caza de más colesterol.

El Neme

En el mercado de Collblanc se encuentra el Arca de la Alianza del bocadillo grasiento barcelonés. Estoy en L'Hospitalet y aquí no se llevan las florituras. El lugar se llama Neme y es una barra setentera, diminuta, barnizada por los pringosos vapores de sus planchas. El muestrario bocatil es un canto elegíaco a la insuficiencia coronaria. De morcilla con huevo frito, de callos, de panceta… No obstante hay un ejemplar que todo el barrio conoce y venera: el de bacalao con alioli y pimientos. El Neme es uno de los pocos sitios en Barcelona donde lo hacen y el maldito artefacto te pone más en órbita que una onza de yeyo.

El bacalao se escurre cuando aprietas el pan pasado por la plancha. El bocadillo escupe pedazos de pescado y babas de alioli cada vez que lo coges. Los dedos se convierten en salchichas grasientas a los dos minutos. Tu aliento mataría a varias legiones de vampiros, pero una vez te has desvirgado quieres más y más.

Una abuela husmea en los expositores y pide su ejemplar de bacalati. Mirada de complicidad, gestos indescifrables con las manos dirigidos a mi persona. Me percato de que pedir el bocata de bacalao en el Neme te convierte en un miembro más de un culto hospitalense que se remonta al alba de los tiempos. Cuando salgo, dos viejas me guiñan el ojo, un repartidor de fruta me sonríe, un jubilado me muestra el pulgar erecto; todos apestan a alioli y llevan manchas de aceite en la pechera. Familia.