FYI.

This story is over 5 years old.

Actualidad

DVD's

Reseñas de El crimen de Cuenca, El barón Sardonicus y el pack Lionel Atwill.

EL CRIMEN DE CUENCA

Pilar Miró
Divisa No debe puntuar gran cosa hoy, Pilar Miró, directora cuyo nombre se asocia con las peores carcomas del cine guay after-transición, ese de varones anespérmicos, soledades compartidas, rememoranzas de años perdidos y demás metralla. Con peores ojos la ven quienes a comienzos de los 80 subsistían facturando baratuzas películas de género, Ozores, Franco y los de su cuerda, grandes damnificados por la restrictiva —para con el cine bis— ley que promulgara en 1983 siendo ella directora general de cinematografía: adiós a las tetas y el humor grueso, bonjour finesse. ¡Ouch! Pesan más las arbitrariedades de la Miró que sus méritos, que los tuvo y ahí lo demuestra El crimen de Cuenca (1979), una película todavía de buen ver, equivalente fílmico de la literatura berza si se quiere pero con un sentido de la crueldad que pone uniforme de Guardia Civil a Artaud y elucubra Hostel como un episodio de La huella del crimen. ¿Pilar Miró discípula de Herschell Gordon Lewis? ¿La directora de Gary Cooper que estás en los cielos anticipando el torture-porn? Tampoco es eso, pero en rigor es por las somantas de palos, las uñas arrancadas y los huevos en bondage por lo que se recuerda El crimen de Cuenca, film que fue secuestrado por la censura ya en democracia, o lo que fuese aquello, y causa de juicio militar a la Miró. La trama es sencilla: a inicios del siglo XX, dos pueblerinos son acusados de matar a un tercero, que ha desaparecido, y a base de hostias confiesan lo que sea, creyendo cada uno que el responsable ha sido el otro, yendo a parar ambos con sus molidos huesos en la cárcel. Hay comodín final que se ve venir de lejos, pero es lo de menos; El Crimen de Cuenca vale por su retrato de la Benemérita, que cien años después podrían ser ellos, o los Mossos, o la Ertzaintza; tanto monta.

EL BARÓN SARDONICUS
William Castle
Impulso Triunfó por la novedad, aunque no lo fuese, y ya anda de capa caída el cine 3D, lo cual no me extraña porque no chuta a menos que seas estrábico, daltónico y vayas borracho, porque cansa que te arrojen cosas desde la pantalla (¡y sin opción a responder!) y porque, digámoslo claro, nunca ha aportado nada al arte cinematográfico. Lo de la tercera dimensión es un juego de trileros, un no-va-más que realmente no va a más: un ardid publicitario para poner culos en las butacas. Ardid ratonero, además, sin una pizca de la gracia que tenían las ocurrencias del ínclito William Castle: de hacer sobrevolar un esqueleto luminoso sobre las cabezas (en House on Haunted Hill) a instalar un mecanismo vibratorio en las butacas (en The Tingler], pasando por extender una póliza de seguros a cada espectador en caso de morir de miedo durante la proyección (en Macabre; no murió nadie) o derribar el cuarto muro a lo anuncio pop-up intercalándose él mismo casi al final del film para proponer una votación por el destino del villano de la función. Hizo esto en El barón Sardonicus (1961), estilizado film de horror gótico a colocar cerca de las adaptaciones de Corman de los relatos de Poe. Hay castillo en lugar indeterminado de centroeuropa, lugareños muertos de miedo, dama en apuros, mundano hombre de ciencia que acude a ver qué pasa… y un antihéroe trágico de los que hacen época, entre el Fantasma de la ópera y los teatrales malvados de Vincent Price. Mimbres conocidos que Castle trenza en película rica en atmósfera, con puntuales golpes de efecto y una conclusión que es de las más grandes humoradas (negras) que se hayan visto nunca en un cine. Aunque suene a tópico, un pequeño gran clásico.

PACK LIONEL ATWILL
Varios directores
L’Atelier 13 Lionel Atwill no goza del predicamento de Lugosi o Karloff pese a formar con ellos, en los 30 y 40, una especie de terna de lo terrorífico ya en solitario o en equipo, pues en ocasiones compartieron pantalla. Atwill, actor inglés de formación teatral, fue a desembocar en las tablas de Estados Unidos para con el tiempo convertirse en uno de los rostros más reconocibles del cine de terror previo al código Hays. Era la de Atwill una de esas presencias que imponen, su intensa mirada de las que achantan, su rápida y fluida dicción de las que no admiten réplica. Un actor formidable, exponente de esa rara casta que sabe transmitir con el gesto, con la palabra, con el silencio y con la simple presencia. Era esta, en la mayoría de ocasiones, lo más, o único, destacable de una filmografía que chapotea en la serie B y el serial, ámbitos en los que Atwill prácticamente se especializó en papeles de doctor loco, creador de monstruos, sinuoso intrigante y grillado perdido bajo fachada de cordura. L’Atelier 13, cuya labor de recuperación merece monumento, rescata a Atwill del olvido con uno de esos packs con adición de informativo, esclarecedor libreto que mueven a perder el oremus y mandar el cine actual a tomar vientos. Cierto es que el nivel artístico de las seis películas que incluye pendula dramáticamente de lo gozoso y muy reivindicable (El doctor X, con un primitivo, casi psicodélico uso del color; El asesino diabólico, con un Atwill especialmente siniestro y desatado, o El hombre que fabricaba monstruos, dueto con otro que tal, Lon Chaney Jr) a lo rutinario (El monstruo nocturno, El extraño Dr. Rx o El médico loco, esta con beneficio de la dirección de Joseph H. Lewis, responsable después de la canónica El demonio de las armas), pero es que el conjunto de todas ellas, amigos, es irremediable que se te gane. Si el primordial encanto de los monstruos acechando entre las sombras y los mad doctors con retortas humeantes no te seduce, es que has perdido algo por el camino. JESÚS BROTONS