En la frontera de la plantación

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En la frontera de la plantación

Al este de la diminuta Barbados, los blancos pobres, también llamados 'Redlegs', se niegan 
a desaparecer. Su presencia cuestiona la narrativa social del Caribe anglófono.

Jeffray Gibson trabajando las tierras de sus vecinos. Todas las fotos de Carlos Carabaña.

Este artículo forma parte de la edición de agosto/septiembre de la revista VICE.

Al este de la diminuta Barbados, la antigua perla inglesa en el mar Caribe, se encuentra la parroquia de St. John. Es una de las más desfavorecidas de las 11 que componen una isla con una gran cantidad de clase media, sobre todo compa- rada con el resto de su región. Allí, entre sus 9,000 habitantes, está la última concentración de las pruebas vivientes de una curiosidad demográfica. Una realidad que cuestiona la narrativa nacional de Barbados, que como la del resto del Caribe anglófono, está formada por blancos ricos herederos del sistema plantócrata y pobres negros y mulatos descendientes de esclavos.

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El principal acceso en carretera es una auténtica cuesta del infierno para la suspensión del vehículo y sus amortiguadores. Es necesario detener la marcha a casi dos kilómetros por hora y, tras haber evaluado bien el firme y sus decenas de baches y socavones, levantar la cabeza para ver por encima del capó e ir tratando de esquivarlos para que el coche sufra lo menos posible. Tampoco ayuda que sea esta zona, junto con una pequeña parte del centro, la única elevada en la extraordinariamente plana Barbados, formada por sedimentos de coral y no de origen volcánico, como las demás Antillas Menores.

Pero estar en el punto más al este del Caribe tiene la ventaja de ver la fuerza de las mareas en Martin's Bay, una diminuta comunidad de pescadores, y unas vistas increíbles de la inmensidad del Atlántico desde la elevada Church View. A medio camino entre estos dos enclaves está Newcastle, donde vive Oriel Farnum. Socioeconómicamente, su existencia no se distingue demasiado del resto de sus parroquianos salvo en un pequeño detalle: tiene piel y rasgos caucásicos. Pertenece a lo que los barbadienses llaman despectivamente poor whites, Redlegs, Ecky-Beckies o Buckra Johnnies. Los blancos pobres de Barbados.

Para llegar a su casa es necesario desviarse en un recodo de la lamentable carretera y recorrer unos 20 metros por un indistinguible camino de tierra. Todo, por supuesto, en pendiente. Hay que decir que las vías en este país de menos de 300,000 personas son, en general, de un solo carril, sin aceras y en un estado, digamos, precario. Sólo existe una autopista que atraviesa sus 431 kilómetros cuadrados de norte a sur y permite conducir con el grado de borrachera que se desee, ya que solo hay delito de conducción peligrosa, no de manejar bajo los efectos del alcohol.

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Sus vecinos, una familia negra, vive en una chattel house, un tipo de construcción de clase baja realizada en madera que se remonta a los tiempos de las grandes plantaciones de caña. La de Farnum, por el contrario, es de cemento y hormigón. Esta vivienda la construyeron entre ella y su marido, muerto hace tres años, y ahora mismo está reforzando los cimientos. En su porche se encuentran los asientos de un vehículo, con un montón de cosas encima, y un cuenco con arroz, rodeado de moscas, para que se alimenten sus gatos.

Oriel lleva el cabello corto, plateado por las canas de sus 63 años, y unas gafas que aumentan sus ojos marrón claro. Viste bermudas azules y camiseta blanca, calza unas havaianas. La nariz es netamente anglosajona, estrecha y alargada, como también lo es la comisura de la boca. Su piel quizá tenga un tono un poco más oscuro que el británico medio, pero nada extraordinario. Estos rasgos pueden deberse a que desciende de pequeños granjeros, de exiliados irlandeses, escoceses y en menor medida ingleses, de indentured servants, de los primeros trabajadores de las grandes plantaciones que se quedaron al mar- gen del sistema cuando los plantócratas ingleses hacían fortunas con la mano de obra de los esclavos africanos o incluso de los migrantes que fueron llegando a Barbados atraídos por la riqueza que producía el Rey Azúcar y los grandes cultivos de su caña.

Oriel Farnum lleva casi 50 años viviendo en la casa que construyó con su difunto marido. En su familia, hasta donde sabe, siempre han sido granjeros.

"Yo nací y me crié en Chuch View y me mudé a Newcastle hace casi 50 años con mi marido", dice orgullosa, enfatizando las diferencias entre las dos comunidades dentro de la misma parroquia, separadas por menos de tres kilómetros, "y hasta donde sé, en mi familia siempre hemos sido granjeros; mi padre, que se murió cuando yo tenía ocho años, plantaba patatas dulces, bananas…". Está sentada en el salón de su casa, en una silla de estilo colonial con el metal a medio oxidar. A su izquierda, una enorme pantalla plana, similar a las que vi en otras casas desfavorecidas de la isla, con un reproductor de DVDs debajo.

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"Yo también solía trabajar la tierra, siempre, y cuidaba de mis animales, nunca trabaje para nadie, siempre para mí, a mi manera", dice Farnum de nuevo con orgullo en la voz, "solía levantarme a las dos de la madrugada, cuando aún estaba oscuro, a empezar a trabajar, preparar las cosas y llevar a mis hijos al colegio. Luego volvía al campo donde me quedaba hasta ir a buscarlos y a veces iba incluso a la playa por la tarde… no sé de dónde sacaba el tiempo entonces".

Se ríe y cuenta que ahora no puede hacer nada. Está casi ciega: una operación salió mal y se infectó. Podría volver a pasar por el quirófano para tratar de arreglarlo, pero le costaría 9,000 dólares de Barbados (unos 80,000 pesos mexicanos). Como granjera, ganaba unos 100 dólares bajans a la semana, vendiendo sus productos a Goddard Enterprises —una importante empresa local de alimentación— o en mercados callejeros. Hoy sus ingresos no han mejorado: recibe una pensión de 350 bajans al mes, sumado a lo que saca vendiendo pollos a sus vecinos.

Farnum llega a su corral. Las paredes y los techos están formados por placas de metal y listones irregulares de madera. Dentro hay decenas de gallinas. No sabe cuántas tiene, pero las aves le dan a la casa un olor peculiar.

Frente al porche, en el campo que pertenece a una familia negra, el primogénito de Oriel está recogiendo legumbres. Cuando nació sus padres no estaban casados, así que Jeffray Gibson lleva el apellido de soltera de su madre. Farnum es de origen irlandés, Gibson puede ser escocés o inglés. Es alto y está en una forma física excelente para sus 48 años, aunque su dentadura no parece encontrarse en la misma condición. A los 16 dejó la escuela y se fue a Bridgetown, la capital, para trabajar de estibador. Luego volvió a casa para seguir con la tradición familiar de cultivar la tierra.

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De su paso por la ciudad arrastra una fuerte cojera, secuela de haberse desmayado por un golpe de calor. Su madre me cuenta que algunas veces duerme en su casa—su habitación consiste en un colchón en el suelo— y que tiene problemas con el alcohol. Una mañana, mientras caminaba por la parroquia, me encontré con él. Llevaba una lata de cerveza en la mano y parecía algo achispado. Ese día, me comentó, no tenía trabajo. También dijo, como su madre días antes, que siempre trabajaba para él mismo. Su acento era tan cerrado que resultaba complejo de entender hasta para otro caribeño.

Jeffray en realidad labora para cuatro familias, entre los que hay blancos y negros, principalmente en cultivos de plátano. Además saca un extra como handyman, haciendo pequeños arreglos y talacha. Gana unos 300 dólares de Barbados (sobre 2,700 pesos mexicanos) a la semana. Cuando algo de lo que se comenta le gusta —"¿Eres religioso?" "No, no voy a la iglesia, nunca. ¿Tu?" "No, soy ateo, no estoy ni bautizado"—, ofrece el puño para chocarlo con su interlocutor y dice: "respect".

El resto de la familia de Farnum está desestructurada. Se lleva bien con su hijo Brian, divorciado de una blanca y padre de un chico de 16; y mal con el resto. Está enojada con Nancy desde hace tres años. Cuando murió el marido de Oriel le preguntó qué iba a dejarle en herencia. "Yo le contesté que lo sabría cuando cuando yo me muriese, pero no le gustó la respuesta", cuenta la matriarca, "siempre he tenido problemas por decir lo que pienso, la gente no quiere oír la verdad y se enojan". Otro de sus hijos, Neal, está casado con una mulata y tampoco son muy amigos. En el caso de la última, Karen, a quien dio en adopción a los cinco meses a un matrimonio que no podía tener descendencia, es ella la que no le habla.

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Los poor whites siguen siendo una anomalía demográfica en Barbados aunque formen parte integral de su cultura. La diva Rihanna por ejemplo, debe sus ojos verdes a la ascendencia irlandesa de su abuela paterna. Sin embargo, la existencia de los Redlegs, Ecky-Beckies, Buckra Johnnies o como quieran llamarlos, es prácticamente desconocida fuera de su país. Dentro, la cosa no es mejor: sufren los estereotipos negativos y la marginación social, además de que parecen estar condenados a desaparecer por la asimilación racial. Antes se contaban por miles. Hoy las estimaciones son de unos pocos cientos.

La familia extendida de Farnum es un ejemplo. El último éxodo de blancos que vivió la isla fue durante la independencia de Barbados, en 1966. Durante esa década, gran parte de la rama de los Gibson emigraron. "Se fueron a Nueva Zelanda, Australia, Canadá, Estados Unidos… creo que debo tener familia en todo el mundo salvo en India". ¿Están en contacto? "No, siempre digo lo que pienso y se enfadan".

—¿Oriel, qué siente cuando escucha el término Redleg?

—No sé qué es, no me gusta eso, no sé de dónde viene. ¿Tengo yo las piernas rojas? No habrá paz hasta que la gente aprenda a vivir junta.

Desde el siglo 17 hasta ahora, cuando se retrata a este colectivo suele ser como gente aislada, vaga, borracha, con mala higiene, racialmente pura y orgullosa de ello. "Un pequeño grupo de los descendientes blancos de los indentured servant, los poor whites, existen en los bordes de la sociedad barbadiense en total aislamiento, en los distritos rurales de St. John y St. Philip", escribió en 2012 David Browne, director del Queen's College. "Ellos están tan orgullosos de su pureza racial que resistieron la asimilación dentro de la mayoría de la sociedad, especialmente con la población negra".

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En su libro To Hell or Barbados: The Ethnic Cleansing of Ireland, Sean O'Callaghan decía que "ellos (los Redlegs) siempre han mirado por encima del hombro a los negros y nunca se han casado con ellos". Cuando The Irish Times les dedicó un pequeño artículo en 2009, señalaba su "mala dentadura o falta total de dientes debida a la mala dieta y falta de higiene dental; enfermedades y muertes prematuras debidas a la hemofilia y la diabetes que los han dejado ciegos y tullidos".

Una inmersión en esta realidad es una lucha contra las ideas preconcebidas. Una evolución desde la foto fija —pobres, racis- tas, endogámicos— hasta intuir una identidad racial y social poliédrica, un retrato que no coincide con los estereotipos. Matt Reilly, un arqueólogo estadounidense que pasó varios meses en la isla excavando en Below Cliff, un pueblo de poor whites abandonado, y cuya tesis, At the Margins of the Plantation: Alternative Modernities and an Archaeology of the "Poor Whites" of Barbados, es una lectura muy recomendable para cualquiera que quiera profundizar en el tema.

"Estos estereotipos nacen cuando los visitantes ingleses llegan a la isla y se quedan sorprendidos al ver a gente con la piel blanca que vive en la pobreza y tratan de explicárselo", cuenta por Skype. "La forma más simple de hacerlo es decir que es culpa suya porque son unos borrachos, no se lavan y son unos racistas que no se quieren mezclar con los negros". Se queja de que los estereotipos se repiten en libros y prensa y que pocos hacen lo que él: acercase a ver lo que pasa en realidad con una investigación local. Si realizaran el esfuerzo verían que esa falta de salud y empobrecimiento no es única de los poor whites, sino que es común en toda la zona.

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"Yo no veo una distinción entre los afrobarbadienses y los red legs, son vecinos y sufren las mismas condiciones, con problemas económicos y sanitarios similares, igual que el resto del Caribe, donde hay una gran tasa de diabetes e hipertensión debidas a las plantaciones de azúcar, parte fundamental de su dieta, y al elevado consumo de ron", y agrega: "las historias sobre red legs los retratan como si fueran las únicas personas en esas condiciones".

"Además", asevera, "ellos no se identifican como pobres, son felices de una manera diferente". Al preguntarle a la gente de la zona qué tal se vive por allá, todos contestan que bien y aseguran estar satisfechos con su vida. Quizá, simplemente se trata de entender que tienen un estilo de vida agrocultural y pesquero, difícil de asimilar para el urbanita medio. En esta diminuta isla donde viven 300,000 personas también se vive frente a la disyuntiva que lleva al éxodo rural: seguir trabajando la tierra o emigrar en busca de una vida más contemporánea.

Cartel de anuncio de reparación de calzado en St. John.

Al tratar de encontrar la casa de Wilson Norris, el hombre que sirvió de informante principal en la tesis de Matt Reilly, la recomendación de un local es acercarse a la Bay Tavern, un establecimiento frente a la playa de Martin's Bay, y pedir direcciones. El bar es pequeño y todo en su interior está pintado de rojo. Tras tomar una cerveza Banks y entablar un poco de charla insustancial, le pregunto a la dueña, una mujer negra de treintaitantos, por el paradero de Norris.

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—Ahh, sí. ¿Eres familiar suyo? Dame un segundo —saca su celular y marca—. Ey, chica, ¿cómo estás? ¿Oye, tú sabes dónde vive ese viejo Ecky-Becky, Norris?

Tras usar un término terriblemente despectivo para referirse a Wilson, me informa que para llegar hay que tomar un par de desvíos por la sinuosa carretera que sube hacia Church View. Según Tricia Callender, de la universidad de Columbia, un posible origen de la expresión viene de África occidental, cuando un francés llamado algo así como Ecqué Bequé llegó sin dinero ni armas a una comunidad Igbo. Tras fracasar en su intento por colonizarlos, una variación de su nombre quedó para referirse a un caucásico pobre y sin poder. Cuando los miembros de estas tribus fueron capturados por esclavistas y llevados a Barbados, trajeron con ellos el vocablo.

Norris está sentado afuera de su casa, pelando un saco enorme de ejotes sobre una mesa de madera con los bordes carcomidos. Su acento, como el de Jeffray, resulta muy difícil de entender y acaba casi todas las frases con un "yeah, yeah, yeah". Lleva la camisa abierta hasta debajo del esternón y la piel blanca que asoma ha hecho que aparezca en documentales y artículos de prensa en busca de red legs. Pero, frente al estereotipo, tiene una herencia mixta: por parte de madre desciende de negros y mulatos. Una realidad que comparte con Farnum, cuya abuela era negra.

Su vivienda, una chattel house, supera el siglo. Era de su tía, la heredó su padre y ahora le pertenece. Los cimientos son piedras apiladas para elevar la estructura y evitar que termine inundada por las frecuentes lluvias. Hoy, que hace sol, va descalzo, pero cuando el agua embarra el suelo de tierra se quita unos crocs para entrar y no manchar el piso de baldosas. Como en el caso de Oriel, gran parte de su familia emigró. Un hermano a Inglaterra, otro a Nueva Zelanda.

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A sus 74 años aún tiene bastante color en el pelo y una complexión fuerte. "Me levanto a las cinco de la mañana para ir a buscar cocos, pero como ya no puedo subirme, espero a que caigan de las palmeras o les doy con un palo para acelerar el proceso", cuenta sin parar de limpiar las vainas, "luego los vendo a una pastelería cercana (cobra unos 35 céntimos de dólar bajan la unidad) y después me relajo en casa hasta que por la tarde voy jugar un rato al dominó a una tienda que está en la cuesta que baja a Martin's Bay". Este juego es, junto al cricket, una religión local, siendo común ver a los isleños retarse con las fichas en una rum shop, un picnic o hasta debajo de un árbol.

Dejó la escuela a los 14 años y se puso a trabajar en la gran industria de Barbados hasta la llegada del turismo y la banca off shore: la caña de azúcar. La pensión que recibe del gobierno no es suficiente para pagar sus gastos y por eso tiene que dedicar varios días por semana a la búsqueda del coco. Ha trabajado tanto para blancos como para negros y en multitud de puestos dentro de ese campo, desde cortador de cañas a machete, un trabajo físico muy duro, hasta encargado de registrar las horas de trabajo de un equipo y pagarles a final de semana.

Como cualquier persona con cierta edad, extraña los viejos tiempos. "Antes la madera de los árboles era mejor, más fuerte, quizá sea culpa nuestra ya que ahora cortamos los troncos pronto y no los dejamos crecer", reflexiona. Se queja también de la inflación. "Cuando empecé a trabajar te pagaban a 1,40 dólares [bajan] la tonelada de caña y cuando lograbas juntar 20 dólares era como hoy tener 5,000". Un kilo de arroz valía 0,05 dólares. Un refresco 0,12. A él le gusta beber Coca-Cola y cerveza.

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Es interesante el uso del lenguaje que hace respecto a la raza. En su tesis, el arqueólogo Reilly dedica una cuántas líneas al asunto. "Sin saber que términos usaba yo, Wilson escogió usar dark y light como un sistema de escalas para definir la identidad racial de un individuo. Este vocabulario era nuevo para mí, un extranjero que había confiado en el sistema binario de identificación racial (white/black). Esto, junto a otras experiencias con otros poor whites contemporáneos e información descubierta durante mi investigación, me alertó sobre los matices frente a los modelos simplistas que han definido la forma en que el Caribe es comprendido y estudiado".

Hay que entender que, en Barbados, la economía, la población, la historia, la geografía, la identidad racial o cualquier aspecto en el que se pueda pensar, está esculpido por los machetes que cortaban la caña de azúcar y sus grandes plantaciones. Aunque la isla fue descubierta por navegantes de la península Ibérica, fueron los hijos de Albión los que la convirtieron en la colonia más productiva del Caribe inglés. Tras establecer la primera colonia en 1627, los granjeros plantaron algodón, tabaco, jengibre, índigo. Pero nada de esto funciona hasta que en la década de los 40 llega el Rey Azúcar y dan el pistoletazo de salida a lo que se conoce como la Sugar Revolution, un proceso que cambiaría la demografía del Caribe y de Estados Unidos para siempre.

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La costumbre familiar de que sólo los primogénitos heredasen las tierras llevó a que los hijos menores emigraran. También se iban pequeños granjeros que no podían competir con los plantócratas y los antiguos trabajadores sin perspectivas de con- seguir tierras. ¿Uno de sus destinos predilectos? Las Carolinas de Estados Unidos. Allí reprodujeron el modelo de plantación que había en su isla. La primera ley de esclavitud de las Carolinas es una versión de la barbadiense de 1688, y entre 1670 y 1730 hubo seis gobernadores de Carolina del Sur nacidos en la isla. En cierta manera, Barbados fue un laboratorio de ideas donde se incubaron los sistemas esclavistas de Estados Unidos.

Aunque los esclavos negros llegaron a Barbados en el primer barco de colonos como botín de la captura de otra nave, fue el modelo de producción del azúcar lo que impulsó el comercio trasatlántico con vidas humanas a cotas alucinantes. Si en la década de 1640 había unos 37,000 blancos por 6,000 negros; en solo 40 años los números ya habían dado la vuelta, siendo 20,000 de los primeros frente 46,000 de los segundos. Cuando la esclavitud fue finalmente abolida, en 1834, eran 15,000 blancos y 88,000 negros y mulatos.

En el magnífico libro Sugar in the Blood, A Family's Story of Slavery and Empire, Andrea Stuart describe el fastuoso estilo de vida de una nueva clase social, los plantócratas, más lujoso que el de algunos reyes europeos. El 10% de la población esclava estaba dedicada a las tareas domésticas mientras los señoritos "vivían como princesitas, moviéndose en grandes carruajes, llevando las ropas más finas, siendo los oligarcas rusos de la época".

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Además, la explotación sexual de las esclavas era constante. "Uno de los problemas de las mujeres era quitarse al amo de la espalda durante el día y de la cama por la noche", escribe la autora, descendiente de una esclava y un plantócrata. Como ejemplo cuenta la historia del diario del plantócrata Thomas Thistlewood, donde tenía apuntados, además de los castigos que infringía, sus encuentros sexuales: 3,852 a lo largo de 37 años en Jamaica.

Pero antes de que la esclavitud copara todas las oportunidades laborales, las tierras tenían que ser labradas. Y la forma habitual de conseguir mano de obra era a través de la práctica conocida como indentured servitude. Emigrantes que huían de la pobreza en las islas británicas firmaban contratos donde se comprometían a trabajar de tres a siete años para un plantócrata, que debía pagarles el viaje, la comida y la manutención durante ese periodo. Al finalizar, el trabajador podía recibir un pequeño lote de tierra o, lo que era más frecuente, una suma de dinero o granos. Estos factores crearon una pirámide social donde la raza marcaba los diferentes pisos.

Ann Banfield en el porche de la casa de su tía.

A medida que crecía la demanda de obra por el auge de las plantaciones, las autoridades británicas ofrecían estos contratos a criminales, prisioneros militares, vagabundos… como conmutación de sus penas. Era común ser condenado a morir ahorcado así que la opción estaba bastante clara. Oliver Cromwell, el héroe inglés que conquistó Irlanda y Escocia durante las Guerras de los Tres Reinos de mediados del siglo 17, fue, en cambio, un villano para estas poblaciones, el culpable de haber enviado a los rebeldes al Caribe y Estados Unidos como castigo. No hay registro exacto de cuantos fueron exiliados, pero las estimaciones van en una horquilla amplísima: entre 12,000 y 60,000 irlandeses fueron trasladados contra su voluntad a Barbados.

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"Los irlandeses y los escoceses comenzaron a llegar con los ingleses en el siglo 17, pero los números son muy problemáticos ya que no hay registros", razona Reilly, "en general, los irlandeses ocupaban la posición más baja de la isla y recibían castigos muy duros de sus amos ingleses". Está documentado el caso de Cornelius Bryan, un irlandés que en 1656 fue castigado a recibir 21 latigazos. El motivo: mientras degustaba un plato de carne, dijo que si estuviera lleno de sangre de ingleses también se lo comería.

La combinación de esta casuística —prisioneros de guerra, obligación a emigrar, castigos físicos, entre otros— ha dado lugar a la popular historia de la esclavitud blanca. El libro White Cargo, de Don Jordan y Michael Walsh, cifra en 300,000 los irlandeses forzados a emigrar al Nuevo Mundo a mediados del siglo 17. "Mucha gente hoy evita llamar a esto por su nombre: esclavitud. Vienen con términos como indentured servants para describir lo que le pasaba a los irlandeses, que no eran más que ganado humano", asegura una reseña publicada en Global Research.

"Es un tema complicado, pero está claro que no es lo mismo que la esclavitud, ya que tenían leyes diferentes. Los trataban de otra manera, muy dura también, ya que les podían dar latigazos, pegar, y también trabajaban en los mismos campos que los esclavos… pero eran blancos y en una sociedad muy radicalizada, con varias identidades raciales, era muy importante para los terratenientes hacer diferencias entre los esclavos y los indentured servants", argumenta Reilly.

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Otra opinión tiene el historiador local Karl Watson. "Los indentured servants no eran esclavos, ya que esa condición es para siempre y se heredaba de madres a hijos, pero los prisioneros llegaron aquí en otras circunstancias", cuenta con un divertido español aprendido en Venezuela, en un chalet lleno de recuerdos de su antigua vida de diplomático, "Matty y yo en esto tenemos un punto de vista diferente".

Watson es un hombre entrado en la setentena, blanco y de ojos azules. El pelo que le queda alrededor de su calva es completamente cano y lleva un bigote que tendrá que afeitarse a los pocos días de nuestra entrevista para hacer de George Washington en una cena temática. ¿Otra prueba de la importante relación entre los Estados Unidos y Barbados? La única vez que el mítico presidente salió de América del Norte fue para visitar esta isla con su medio hermano Lawrence.

"Los prisioneros irlandeses eran vistos como enemigos del Estado por los ingleses, que los trataban en algunos casos incluso peor que a los esclavos africanos, aplicándoles fuertes castigos físicos para enseñar lo que pasaba cuando decidías seguir con la religión católica". Esta fe estuvo prohibida en la isla hasta mediados del siglo 19. "Los curas entraban en secreto y cuando eran descubiertos los trataban como si fueran espías de Francia, que entonces estaba en guerra con Inglaterra por el control del Caribe, pieza clave para el comercio trasatlántico".

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En la escala social, primero estaban los ingleses, luego los escoceses y finalmente, muy abajo, los irlandeses, considerados casi subhumanos por los primeros. "Les aplicaban una serie de estereotipos: que eran vagos, dados a la bebida, que no se podía confiar en ellos… y estos conceptos se trasladaron a las comunidades de poor whites". Estas diferentes nacionalidades cristalizaron en una nueva identidad cultural, forjando la sociedad barbadiense, que tiene una serie de diferencias de clase basadas en dichos orígenes y raza.

Karl Watson nació y creció en una clase media que antigua- mente era escasa. En un comentario en el blog Barbados Free Press, explicaba la complejidad del escenario racial de Barbados. "En los años 50 y 60, el Yacht Club era definitivamente blanco, con énfasis en extranjeros y barbadienses blancos de clase alta y media alta, y aquellos con el pedigrí u origen erróneo no eran admitidos. Los blancos de clase obrera eran simplemente demasiado pobres para entrar y probablemente nunca se les ocurriría postularse para lograr la membresía. Nosotros, los niños blancos, también teníamos prohibido caminar por la playa del club. Yo casi pierdo una oreja un día que cometí el error de entrar y me sacaron a rastras".

"Aún hoy en día, la identidad está fracturada: la antigua clase alta blanca desprecia a los blancos pobres; los negros, la gente de ascendencia africana, también los desprecia", argumenta, "ya que el blanco pobre tiene un color de piel que la sociedad aún valora". Es lo que antes se llamaba aristocracia de piel y se muestra en un antiguo dicho local: If you are white, you are all right; if you are brown, you can hang around; if you are black, stay back.

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Al margen de si los sirvientes blancos eran tratados mejor o peor que los esclavos negros, cuando la mano de obra africana comenzó a llegar en grandes números, los indentured servants dejaron de ser tan necesarios y comenzaron a emigrar. "Los plantócratas eran conscientes de que la demografía de la isla estaba cambiando a favor de los negros y que los blancos eran cada vez menos, así que establecieron leyes para mantener cierta cantidad de blancos en la milicia que los protegía de los esclavos", cuenta Watson, "pero cuando llegó la emancipación y la milicia fue disuelta, perdieron la última esfera de trabajo que les quedaba y fueron echados de las plantaciones".

Wilson Norris muestra parte de su colección de discos del irlandés Danny O'Donnell.

Otra vez la misma dicotomía: emigrar o seguir en la isla. Los que no se fueron, se exiliaron en los márgenes, en las zonas donde no podía establecerse el modelo de las grandes plantaciones, al este de la isla, en las colinas donde hoy vive Norris.

Al sacarle el tema de Irlanda, se le nota un cambio en la voz. —¿Su apellido es irlandés, no? —Yeah, um, Norris. Mi abuelo era de Irlanda. Yeah. —¿Está orgulloso de ese origen?

—Yeah, yeah, yeah. Irlanda es un gran país. —¿Ha estado alguna vez? —No, nunca, pero tengo una gran colección de cds de Danny

O'Donnell. Y tras dejar de limpiar los ejotes, entra en la casa de madera

que construyó su tía hace más de 100 años para mostrarme, encima del mantel del comedor, 15 discos, mitad piratas, mitad originales, del famoso bardo folk. Cómo no, Norris es católico.

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Ann Banfield, sobrina de Oriel, está de visita. Es una mujer delgada, lleva puesto un vestido a rayas, una gorra y una gafas de sol que ocultan unos ojos increíblemente azules. Tiene 67 años pero no los aparenta. Dice —y es muy factible— que nadie suele creerle cuando dice su edad. Maneja con soltura el smartphone que lleva en la mano. De sus cuatro hijos, una vive en Nueva York haciendo manicuras en un spa y otra es camarera en Brighton, al sur de Inglaterra. Los dos restantes se quedaron en la isla. Ya tiene 10 nietos y dos bisnietos. Su madre, con 86 años, sigue viva. Banfield reside en Martin's Bay con su marido Herbert, que es negro. Una de sus nietas fue la primera persona de la comunidad en ir a la universidad.

Martin's Bay es un pueblecito de pescadores. La veintena de casas de madera están en buen estado, pintadas de varios colores. Hay varios coches japoneses estacionados y el terreno es relativamente plano. Los caminos son de tierra, con algunas islas de hierba. Los bananos y las palmeras forman la vegetación, que sirve de marco a la inmensidad y los sonidos del océano Atlántico. Una población de postal, que no des- entonaría como fondo en los cuadros de la etapa taihitiana de Paul Gauguin.

Frente a la casa de Banfield, sentados en un porche, están Michael Cain, un contratista de obra, y Trevor Ward, pescador retirado. Como dicen los antropólogos, la presencia de un observador altera el ecosistema que pretende retratar y a mi llegada se acerca otro hombre que, poco antes y a escasos metros, estaba colocando las vigas para construir una chattel house. Ward es el de tez y rasgos más oscuros. Cain y el obrero podrían pasar por latinos.

La charla va sobre pesca. "¿Sabías que Trevor era el mejor pescador del pueblo?", bromea su amigo. ¿Qué se captura aquí? "Machimachi, peces voladores, peces sierra, delfines, marlines…", contesta Ward, quien cuenta cómo, mar adentro, dirigía su barca para atrapar sus presas, gesticulando la forma en que ponía el cebo y lanzaba la caña. ¿Dirían ustedes que hay racismo en Barbados?, les pregunto. "No, aquí vivimos todos juntos, blancos y negros, en la misma situación".

Ninguno de los hombres con los hablé reconoció que hubiera problemas raciales en la isla. Las mujeres, por el contrario, parecían más sensibles a esta problemática. Aunque define la comunidad como "unida", Ann Banfield advierte los problemas raciales: "no voy a negarlo, aquí hay gente que es muy, muy racista, y no quieren que sus hijos se mezclen con los otros", explica. "Esto pasa con negros, blancos, rojos, criollos… pero al final del día, si tú te cortas y ellos se cortan, vas a encontrar la misma sangre, porque el Señor nos hizo así". Es anglicana, como su tía, y al igual que ella opina que el nombre red leg es una estupidez.

Es difícil saber si el motivo de estos comportamientos es racial o socioeconómico. Durante los siglos 19 y 20, el éxodo de muchas familias inglesas de Barbados, asustadas primero por el fin de la esclavitud y luego por la independencia y la llegada al poder de los negros, decidieron vender sus plantaciones y volver a Inglaterra. Esto abrió una ventana de oportunidad para muchos poor whites, que salieron de sus colinas para ir a trabajar a la capital. Algunos lograron amasar tremendas fortunas.

Goddard Enterprises, la empresa a la que Farnum vendía sus verduras, es muestra de ello. Comenzó a principios del siglo 20, fundada por un parroquiano de St. John. "El viejo señor Goddard compró ganado y lo vendió en la capital", rememora Watson. "Así, poco a poco, fue ahorrando algo de dinero y abrió una bodeguita en Bridgetown donde vendía ron más que cualquier otra cosa". Poco después, compró el Ice House Building, un edificio más grande donde puso el primer almacén refrigerado de carne de la isla, lo cual permitió el crecimiento del negocio hasta convertirlo en un supermercado. Hoy está presente en 23 países y es una corporación tan diversificada que, además de la venta de comida al público, se dedica a suministrar el catering y el combustible a Caribbean Airlines, a los servicios financieros o a exportar manufacturas.

Otros apellidos que hoy suenan a dinero son: Simpson, Sheppard, Williams o Davis. Según cuenta Reilly, la mayoría de las familias blancas de clase media y alta reclaman tener como ancestros a los poor whites o red legs y, aunque están abiertos a discutir sobre su genealogía, no lo son tanto a la hora de comentar sus impresiones personales sobre esta realidad hoy. "En otras palabras, abrazan sus raíces humildes pero se distancian de los poor whites de ahora".

Una muestra de este comportamiento lo vi tratando de hablar con la hija de otro matrimonio, muy humilde, que entrevisté. También anglicanos, vivían en una pequeña chattel house en Newcastle. A cambio de la charla, él pidió beer money, unos 10 dólares de Barbados, para comprar unas botellas en la tienda que hay frente a su vivienda. Los dos son de rasgos caucásicos, pero su piel es morena, en parte machacada por el sol. Sonríen y se divierten cuando escojo sentarme frente a ellos para entrevistarlos, en el suelo, en vez de a su lado, en un sofá viejo. Él es un antiguo granjero, ella ama de casa.

Me dicen que una de sus hijas vive cerca de la capital. Viene a verlos algunos fines de semana. A los pocos días, acudo al lugar de trabajo de la mujer. Tiene treinta y pocos y viste el uniforme de la tienda departamental donde trabaja, en la sección de niños, dentro de un gran centro comercial a las afueras de la capital. Me atiende justo afuera de la zona de descanso y, en voz baja, se negó a hablar de cualquier cosa que tenga que ver con su familia nuclear y sus orígenes. Menos aún acepta ser fotografiada. Por respeto a su decisión omitiré su nombre y apellidos. No me dio un motivo.

Otro poor white, de más o menos la misma edad, parecía haber tomado el camino contrario: el de la permanencia en el estilo de vida agrocultural. Leí su nombre en un artículo de Irish America y su dirección me la facilitó otro de sus vecinos. Sé que, tras ahorrar suficiente dinero trabajando en la construcción de carreteras, se ha comprado su propio bote y ahora es pescador en Martin's Bay. Llamó a la puerta de su casa y su sobrino, un adolescente negro de 14 años, me comenta que ahora no está, pero se ofrece a acompañarme a buscarlo.

Caminando, llegamos a un cerro y subimos el empinado camino de tierra. En lo alto, hay una pequeña cabaña de madera. Huele a la carne asada que prepara un negro con rastas. Parado, bajo el marco de la puerta, hay un hombre muy rubio, con una larga barba, y los ojos azules. En pantalones cortos y camiseta sin mangas, lleva en la boca un toque de mota, que está a punto de encender cuando comenzamos a hablar.

Le explico lo que estoy haciendo allí y pregunto si tiene tiempo para una plática. Me mira negando con la cabeza y dice que no, que no tiene nada que decir sobre los asuntos que le planteo. El amigo de la parrilla observa con gesto curioso. Insisto un poco pero sigue sin interesarle. Le doy las gracias igualmente y bajo de nuevo con su sobrino al pueblo. Por el camino, el chico, que hoy debería haber ido a la escuela, me cuenta que de mayor quiere ser electricista. Me sorprendió que los dos jóvenes poor whites, que han tomado las direcciones divergentes que ofrece el éxodo rural, coincidieran en no querer charlar.

Antes de irme definitivamente de Barbados, acudo un último día a visitar a Oriel Farnum. Tras experiencias similares a las de los jóvenes con otros poor whites contemporáneos de St. John, aprecio su disposición y sinceridad a la hora de hablar de su familia y su forma de vida. Farnum está en camisón y me lleva a la cocina, donde nos sentamos. La mesa es larga y esta cubierta por un hule de cuadros azules.

Me cuenta que acaba de llegar del médico. La llevó una vecina, ya que Oriel no tiene coche y, con su visión mermada, sería un peligro al volante para ella y los demás. El doctor le ha dado una mala noticia. La leucemia, que pensaba superada, está de vuelta para amargarle la vida. Farnum no tiene seguro médico y no sabe cómo pagará las medicinas. Finalmente, nos damos la mano, le deseo mucha suerte y me despido.

—Bueno, si vuelvo algún día a Barbados vendré a visitarla.

—Si todavía sigo aquí. Voy a luchar con todas mis fuerzas, no pienso dejarme vencer. I will beat it.

Farnum no parecía muy preocupada. No sé si era resignación ante los golpes de la vida o simplemente está segura de que va a sobrevivir. Al final, es lo que lleva haciendo la gente de St. John —blancos o negros, dark o light— desde hace siglos.