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crónicas

"Ser peluquero también es ser psicólogo": Un corte en la Peluquería Madrid

La colonia Santa María La Ribera es la segunda más vieja de la CDMX, y visitamos la barbería más longeva para saber cómo ha cambiado ese barrio con el tiempo.
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fotografías de Ana Hop
Todas las fotos por Ana Hop.

Esta nota es presentada por Nivea for Men

Alejandro me extiende una vieja máquina de mano y me dice, “Con esa aprendió mi jefe a cortar el pelo.” Como si fuera un arma con largo historial dentro de una familia de samurais, Alejando regresa el artefacto a su bolsa y enseguida a la caja en donde se encontraba. "Con esa era un pedo cortar, porque si le haces sin fuerza te depila. Por eso mi papá está bien fuerte.” Estamos en la Peluquería Madrid.

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El departamento del Distrito Federal extendió una licencia para este lugar con el número 69502, en 1967. Peluquerías y Salones Afeites y embellecimiento. El documento también dice que abren a las siete de la mañana y tienen permiso de cerrar a las nueve de la noche.

Alejandro y su hermano atienden las sillas de esta peluquería que tiene alrededor de 110 años abierta. Ubicada muy cerca del parque Morisco, exactamente en Jaime Torres Bodet, número 148. Cerca de otro lugar emblemático del barrio, el Salón París, lugar donde José Alfredo Jiménez compuso algunas de sus mejores rolas.

Foto por Ana Hop.

El sillón que ocupa Alejandro fue el sitio de trabajo de Abel Juárez, su tío, durante 38 años ininterrumpidos. Su padre ya casi no viene a trabajar; de vez en cuando lo hace los lunes, y sólo un rato. “Mi papá dice que el oficio del peluquero es saber escuchar, platicar, estar al tanto de los temas del momento para tener una respuesta, un punto de vista. Hasta psicólogo te vuelves.” Alejandro abandonó la carrera de derecho a los dos años de haberla comenzado.

“Un día un hombre comenzó a llorar apenas se sentó. Nada más giré el sillón para que no lo vieran los otros clientes, le pregunté si estaba bien, si le podía ayudar. Me dijo que se estaba separando. Su mujer estaba sacando las cosas de su casa en ese momento. Le dije que tuviera un poco de dignidad; si no, ella iba a pensar, ¿pues con quién estuve? Le dije que siempre debíamos cuidar un poco de dignidad. Ya no sé después, de aquí el hombre se fue más tranquilo.”

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El Museo de Geología, el templo de los josefinos, las casas porfirianas: esos son algunos de los sitios que más le gustan a Alejandro de la colonia Santa María la Rivera, donde creció. Calcula que su padre lleva 65 años de peluquero. Tiene cerca de 80 años sobre este planeta. “Cuando mi papá me decía que aquí me iba a quedar, en la peluquería, pues no me gustaba. Lo sentía como una imposición. Pero ahora me gusta estar aquí, cortar el pelo.”

Foto por Ana Hop.

A veces mal conocida como Santa María La Ratera, el barrio de Santa María la Ribera fue la segunda colonia de la ciudad en ser creada. Sin embargo, para Alejandro nunca ha sido peligrosa. Alejandro presume el caramelo que tiene en la pared. “Mira, ese no es de acrílico, es de los buenos” dice, señalando una de las paredes, en donde está uno de los emblemas mundiales de una peluquería.

El padre de Alejandro se llama Francisco Mora Juárez, y fue amigo de varios peluqueros de aquí a la redonda, pues antes los núcleos sociales eran más sólidos. Francisco aprendió el oficio de peluquero gracias a su padre, quien lo llevó con uno de sus amigos a que aprendiera. Lo dejó como peluquero de vela. Los llamaban así porque cuando la oscuridad caía, debían iluminar a los clientes para que el maestro les cortara bien. Francisco trabajaba en peluquería de cinco estrellas, por ejemplo, en el Barón Rojo, que estaba dentro de la estación de trenes de Buena Vista.

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El oficio tiene secretos, como quitar el pulgar de las tijeras a la hora que no cortas, para evitar accidentes. Las viejas navajas de una pieza se prohibieron por cuestiones de higiene. Esas navajas se afilaban por las mañanas; había un asentador de cuero, una piedra de río incrustada en un pedazo de madera, y el filo te duraba hasta que el día terminaba.

“Hoy los hombres le invierten más a su imagen,” dice Alejandro. De la pared principal cuelga un objeto que parece un reloj desde hace más de sesenta años. Es un termómetro que anuncia Alka-Seltzer. “La presencia de extranjeros es una de las cosas que ha cambiado en este barrio. Antes sólo había gente local. Vecinos de toda la vida. Hoy ni conoces a todos. Me gustaba el cine Majestic, el 7 ½, un centro de lubricación para los motores de los autos. Antes no había unidades habitacionales del INVI en este barrio. Hoy tiran una casa para levantar un edificio y que viva más gente aquí.”

“A huevo hay que ponerse la bata todo el día. Esa es una regla. Estar presentables,” dice Alejandro, como quien ha desempañado mucho tiempo un oficio y conoce esas reglas que de ningún modo pueden romperse. “Los chavos me piden fades, delineo barbas. Mi padre llama Boston a eso que yo llamo fades.” En la peluquería Madrid se pueden contar por racimos a los famosos y a las celebridades que han pasado por aquí. Álvaro Zermeño, David Silva, Joaquín Cordero, Ignacio López Tarso, y Venustiano Carranza son algunas de las luminarias que recuerda. Sólo cobran cien pesos. Y se rifan chido.

A Alejandro le gusta convivir con la gente, escucharlos, a todos los trata igual. Llegó a ocupar su lugar dentro de esta peluquería hace dieciocho años. Hoy en día, abren de diez de la mañana a ocho de la noche. “Antes el corte de cabello era cada ocho días, pero nuestra economía ya no está para eso.”

El futuro del local es incierto: su sobrino parece ser el único que muestra interés en continuar con la tradición familiar. Mientras tenga vida, Alejandro piensa dedicarse a esto. Todos sus hermanos y hermanas hacen lo mismo. “A mi hijo, de dieciséis años, no le importa aprender el oficio.” Se pone serio sin llegar al drama; reflexiona, o eso parece. “Las barberías nuevas nada tienen que ver con este lugar, ya no hay lugares como este.” Alejandro tiene claro que no erró el camino. “Recuerdo que una vez mi papá me dijo algo así como: 'si volviera a nacer, peluquero volvería a ser.'”