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Cállate y bésame

Mujeres: ¡vamos a besar más!

Vamos a ser lentas. Si nuestros prospectos han de irse, no es la desnudez, ni tampoco el sexo, lo que va a detenerlos.
chica polvo vice
Imagen: Camilo Castro. 

Artículo publicado por VICE Colombia.


Dejemos el arrebato de ir hacia eso que deseamos con irrefrenable velocidad por miedo a perderlo. Caminemos más bien por seguras, sosegadas y armadas con nuestro arsenal de besos a seducirlos despacio. Si ellos han de irse, no es la desnudez ni el sexo aquello que va a retenerlos. Así que vamos a besarlos primero.

Vamos a mirarlos a los ojos, a mirarles, sobre todo, la boca, con inocencia, con morbo. Detallemos las líneas de sus labios, sus comisuras, acerquémonos lo suficiente para verles a ellos ese color carmesí que tanto le han cantado en los boleros a nuestros propios labios. Y justo cuando ellos piensen que estamos listas para besarlos, recogiendo los labios, vamos a alejar la cabeza para que ese instante en que los cuerpos estrechan la distancia dure más, se demore, casi como si los besáramos con un respiro. El beso comienza en su preludio: vamos a hacer que ese preludio se extienda y parezcan océanos los centímetros que haya que caminar hacia esa boca.

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Que el beso no sea la ruta para llegar al sexo, sino que sea el destino en sí mismo: la Ítaca del poeta Constantino Cavafis que queremos perseguir mientras nos perdemos por los caminos.

Que el beso dado a un nuevo amante demore el encuentro sexual una día, dos días, una semana, un mes, y que con sus dilaciones le demos tiempo al otro de mostrarse, de revelarse y de crear intimidades más verdaderas que las falsas y rápidas aperturas que a veces trae un acostón.

Que con sus deliciosas demoras, el beso nos dé tiempo a nosotras de ver si queremos compartir desnudez con ese otro cuerpo. Que el beso nos dé tiempo también de olerlos, de sentir sus sabores, de entender los ritmos de sus respiraciones y que nos vaya dejando la evidencia en la piel de cómo van cambiando las texturas de su rostro y si esos cambios son gentiles y nos gustan.

Vamos a perseguir —como cuando teníamos quince años— esa especie de letargo que creaban esos besos dados por primera vez, que, desconociendo aún los pormenores y regocijos del sexo, nos hacían contraer la panza, desmadejar la conciencia y sin duda desafiar las reglas de los preocupados padres.

Vamos a premiar a los buenos besadores, besándolos una noche entera. Y vamos a tratar de remediar con paciencia los estragos de aquellos pésimos besadores, besándolos también hasta que aprendan. De hecho vamos a besar aun con más ahínco a esos que no saben qué hacer con sus labios y su lengua para liberar al mundo de su condena, casi como solidaridad de género.

Pero que se besen no solo los novios jóvenes o los nuevos amantes, que se besen más los esposos que han encontrado en el sexo rutinario en la cama su único camino para acceder al deseo del otro. Que el beso sea el acto transgresor, la señal de completa vulnerabilidad, un inesperado retorno al pasado.

Las parejas dejan de besarse largamente como si por el hecho de poder tener sexo de manera irrestricta y a cualquier hora (en realidad, cuando los hijos y el trabajo lo permiten) hubiera que besarse menos. Debería ser al contrario, la vida en pareja debería construirse de un largo discurrir de besos en los bares, en la ducha, en la cocina, porque los besos —que son más propios de los extraños— justamente ponen a la pareja de nuevo en ese lugar de novedad, de comienzo, de intención de seducir, de boca que se desea.

Vamos a besar más, a besar de nuevo, a ser lentas, y que sean los besos la máxima recompensa. Sin las promesas de un orgasmo nadie tendrá que esperar del otro un signo de reafirmación de su buen desempeño. El beso será su máxima promesa.