El inquietante parasitismo sexual de los peces abisales
Ilustración por @aca_ibanez.

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Distrito Feral

El inquietante parasitismo sexual de los peces abisales

Cuando para reproducirse es necesario literalmente fundirse con la pareja.

Hay amores que matan y luego están aquellos que te esclavizan por el resto de tu existencia. Y no, no estamos parafraseando los versos sombríos de algún poeta con el miocardio devastado o la letra desesperada de uno de tantos músicos embriagados de dolor, sino refiriéndonos al que podría ser el caso más extremo de sadomasoquismo en el reino animal. O si se prefiere el sacrificio más desgarrador y sublime demandado por la naturaleza en aras de satisfacer la pulsión de la fertilidad y perpetuar la especie: la única y verdadera fusión total con el ser amado para conformar una sola entidad que acontece entre los moradores de las profundidades del océano.

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Para los organismos que celebran este singular (por no decir absolutamente desquiciado) modo de apareamiento el compromiso sí dura “hasta que la muerte los separe”, o bueno, no, siendo estrictos ni siquiera la expiración de la vida tiene la facultad de disolver tal unión sagrada pues los tejidos de ambos cónyuges se encuentran amalgamados en un mismo entramado anatómico. Ahora que el hecho de que estos peces encima posean una de las apariencias más insólitas que puedan ser concebidas y por si no fuera aún suficiente también dominen los prodigios de la bioluminiscencia, ya solo puede ser calificado como capricho evolutivo. Es como si en la rifa milenaria de casualidades favorecidas por la selección natural a estas criaturas les hubieran tocado solo las adaptaciones más extravagantes.

Quizás antes de proceder con la inquietante conducta sexual del pez linterna y sus semejantes valga la pena primero introducir a los consortes; establecer un vínculo con ellos, llegarlos a querer. Comencemos pues con su fisionomía desgarradora. Sus semblantes atroces y demenciales causan de inmediato sobresalto, congoja y consternación. Sin embrago, hay que reconocer que al mismo tiempo generan perplejidad y fascinación extrema (puede ser incluso que un atisbo de dicha por el mero hecho de que sean depredadores marinos y no terrestres).

Se trata de una reacción semejante a la que se experimenta en el microscopio cuando se realiza una inmersión para ampliar la textura casposa de los ácaros, las probóscides ansiosas de las garrapatas o los quelíceros infatigables y casi metálicos de los artrópodos. Es como si el rechazo producido por sus facciones abyectas y el arrebato implícito en corroborar que algo así puede siquiera llegar a existir fueran exactamente de la misma intensidad. Azoro opresivo equiparable tan solo al hechizo gestado por esas cabezas reducidas con ojos y boca suturados en las que los jíbaros amazónicos convierten a sus enemigos, los amuletos seprentoides e ídolos obtusos del vudú o las máscaras de cuero y látex fetichistas que emanan desde los sótanos clandestinos del mundo y corrompen nuestra ingenuidad.

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Son como delirios febriles vueltos carne; visiones tortuosas propias de las maquinaciones literarias de Mircea Cărtărescu o de los cuadros malditos de Zdzisław Beksiński; quimeras mitológicas con fauces bestiales que trastocan la cordura, desafían las percepciones y a la vez obligan a querer seguir mirando. De forma análoga a como sucede con aquellas pesadillas reiterativas de la infancia (en las que con cada nuevo episodio la curiosidad por adentrarse más en los enigmas de la ensoñación se va superponiendo al terror y la agonía), estos portentos acuáticos tienen la virtud de desatar en el testigo un deseo irrefrenable por averiguar hasta dónde pueden llegar las posibilidades de la zoología; hasta que límites asintóticos se elevan las posibles permutaciones de la ecuación fundacional de la vida: ( herencia) 2 x variabilidad / presión selectiva = evolución.

Puede ser que lo único que resulta un tanto reconfortante de las cruentas anatomías bajo escrutinio es que su tamaño, al menos con relación al nuestro, es más bien pequeño. Las dimensiones de estas fieras, salvo por contadas instancias, no suelen rebasar los treinta centímetros de longitud y en muchos casos es bastante menor que eso. Rasgo que definitivamente tendríamos que agradecerle a la historia geológica actual: permitir que existan monstruos como estos en la naturaleza pero dotarlos de proporciones que los tornan casi tiernos; gesto evolutivo que los emparenta más con el panteón de seres fantásticos de Guillermo del Toro o con universos Tim Burtianos que con las verdaderas bestias dantescas del mar: los calamares gigantes.

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Se han descrito unas 200 especies dentro del orden de los Lophiiformes, algunas como el rape o el fabuloso pez rana merodean en los arenales a hondura media —de los 20 a los 1000 metros por debajo del oleaje—, pero la mayoría de su estirpe solo puede ser encontrada por debajo de la frontera donde la luz jamás ha penetrado: el sobrecogedor y descomunal reino de las aguas ciegas. Paraje helado y envuelto completamente en tinieblas que los limitados Homo sapiens normalmente vislumbramos como si tratara de un horizonte recóndito y extraño, un sitio cuyas condiciones son definitivamente inhóspitas y que en el mejor de los casos se considera como poco representativo de la geografía. Pero no nos equivoquemos: la verdad es que este medio constituye la superficie más extensa del planeta.

Para no ser trucados por el espejismo común a nuestro entendimiento y cobrar conciencia de la realidad que impera en el planeta, hay tomar en cuenta que la profundidad media del océano es de unos 3,900 metros y que aproximadamente el 71 por ciento del globo terráqueo está cubierto por agua; es decir que este es el entorno dominante, no los arrecifes, las costas, zonas pelágicas o para fines prácticos la fracción azulosa de la gran masa acuática (y mucho menos los tímidos bosques, estepas o desiertos terrestres que, si algo, apenas y figuran), sino las penumbras perpetuas de las llanuras abisales, un ecosistema con el que casi nunca interactuamos y del cual desconocemos prácticamente todo.

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Como declaró el capitán Scott de la NASA: “si hubiera que elegir una sola estampa para comunicarle a una entelequia extraterrestre cómo es la vida en la Tierra, o cuando menos cuál es el paisaje más abundante que alberga este planeta, tal imagen tendría que retratar el abismo líquido de las profundidades marinas”.

Pero volviendo a nuestros protagonistas. Posiblemente uno de los rasgos más distintivos que presentan estos peces es el apéndice alongado llamado antera que se dispara desde la parte frontal de su rostro y que se encuentra rematado por distintas variables de estructuras modificadas —bigotes tipo plumero, semilombrices blanquecinas o carnazas sugestivas, con cada una de las especie superando a las otras en el grado de especialización y llevando al asunto al terreno del surrealismo— que emplean a manera de señuelo para atraer y emboscar a sus presas: en el caso del rape y sus semejantes meciéndolo como si se tratara de una caña de pescar, y en el de las variedades más abisales, cual carnada luminosa gracias a las extraordinarias propiedades bioluminicentes que les confiere las simbiosis que han establecido con ciertas bacterias.

Aunque quizás podría parecer un tanto contraintuitivo, la noche infinita de las aguas profundas es constantemente irrumpida por destellos fosforescentes. Rayos estroboscópicos que profanan la gélida negrura; centellas esmeralda palpitando sobre el firmamento líquido como si se tratara de millares de luciérnagas subacuáticas. Fulgores eléctricos, tintineos blanquecinos, implosiones coloridas como de fuegos artificiales solo que de origen biológico; pirotecnia zoomorfa. Y es que esa es la norma por estos lares: la fauna de los abismos marinos cuenta con la alucinante posibilidad de irradiar luz propia. Aquí los chispazos cifrados como en código binario son el medio preferido de comunicación, los desplantes psicodélicos fungen como trampa de distracción para salvar el pellejo, y las combustiones azuladas y repentinas que encandilan al incauto, para esconder las mandíbulas que se ciernen sobre su merienda.

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Pie de video: El gran David Attenborough habla sobre los peces linterna y sus alucinantes dotes bioluminicentes para la serie Blue Planet de la BBC.

Habiendo establecido pues algunos aspectos remarcables de los dominios abisales y ganado cierta intimidad con los estrafalarios atributos de la estirpe de los Lophiiformes, ahora sí podemos abocarnos a revelar sus desconcertantes prácticas sexuales. Para empezar, habría que hacer hincapié en que todo lo dicho hasta este memento corresponde solo a las hembras del grupo. Efectivamente, las descripciones fisionómicas e imágenes mostradas (así como la gran mayoría de las que pueda usted encontrar por su cuenta) retratan casi exclusivamente a las doncellas del gremio. La razón de ello no obedece a una aproximación sesgada hacia el feminismo, sino a que en estos peces se registra uno de los dimorfismos sexuales más marcados y francamente descabellados del reino animal, siendo que las hembras suelen ser sesenta veces más grandes y hasta quinientas mil veces más pesadas que los machos.

Y es aquí cuando la cuestión se torna aún más bizarra y las asunciones que solemos tener con respecto al funcionamiento de la pareja comienzan a desvariar. Sucede que para estos organismos el consorcio entre individuos es completamente obligatorio y definitivo, pues los machos no solo son diminutos en comparación con las hembras sino que en muchos casos ni siquiera tienen sistema digestivo desarrollado o boca. O bueno, siendo estrictos sí poseen una especie de aparato bucal rudimentario, pero se encuentra clausurado por una capa de tejido. El caso es que la única posibilidad de supervivencia para los jóvenes pretendientes es hallar a una fémina de su especie antes de morir de inanición. Para ellos los breves días de soltería sí están contados y transcurren en la agonía de una carrera a contrarreloj desesperada, una búsqueda frenética por detectar aquel rastro sutil de feromonas que los guie a través de la inmensa oscuridad hacia su improbable salvación.

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Una vez que uno de tales pececillos desamparados consigue la proeza de dar con su prometida: acontece el arrebato. Sin mucho preámbulo, saludos o cortejo el pequeño pececillo se cierne sobre el lomo o vientre de la susodicha y, habiendo secretado una enzima que degrada la capa de mucílago que antes cerrara su boca, muerde la piel de su amada. Hace una incisión profunda en la carne y se aferra con devoción. Lo que sucede entonces no tiene nombre en nuestro modesto modo de comprender el amor: los tejidos del macho comienzan a licuarse fusionándose con los de la hembra de forma irreparable.

Como la tortuosa premisa de la película The human centipede pero llevada a un nivel aún más extremo, los cuerpos de ambos cónyuges poco a poco se van amalgamando entre sí hasta que terminan consolidándose en un mismo entramado anatómico. Durante el proceso de unión el macho va perdiendo sus estructuras, sus ojos, órganos internos y demás atributos primordiales desaparecen, o si se prefiere se reabsorben, y se establece un solo torrente sanguíneo —así como un solo flujo metabólico y de intercambio gaseoso— entre la novel pareja que ahora integra un mismo ser. Al final lo único que permanece para la posteridad del humilde pececillo es su contorno cartilaginoso y sus gónadas (o testículos). Y es así como la hembra se hace de los espermatozoides necesarios para poder engendrar descendencia y perpetuar la especie: carga consigo al vestigio de semental embebido sobre su cuerpo por el resto de sus días. De hecho, no es inusual que una sola hembra lleve adosados a varios machos sobre su superficie, pudiendo ser hasta ocho los individuos que la llaman hogar.

Pie de foto: Este comportamiento reproductivo resulta tan paradigmático que hasta hace no mucho tiempo se consideraba que los pequeños bultos infiltrados sobre la superficie de los peces que emanaban desde las profundidades del océano envueltos en las redes de pesca fueran en realidad parásitos.

Uno de los pocos videos que se han conseguido filmar de una pareja de peces linterna en su entorno (a 800m de profundidad), por si quedara duda de que estamos tramando con el lado más extravagante de la vida.

Para terminar aquí la aportación de Zefrank para su hilarante serie True Facts sobre los peces linterna.