Takanakuy: la tradición de emborracharse y agarrarse a golpes para limar asperezas

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Takanakuy: la tradición de emborracharse y agarrarse a golpes para limar asperezas

Cada año, en Perú, se juntan en un coliseo para pegarse unos con otros.

Por la ventana de mi cuarto se ven los fuegos artificiales cubriendo el cielo de Santo Tomás, un pueblo a siete horas de Cusco, Perú, separado del mundo por una carretera sin asfaltar que pasa entre las montañas y cruza una planicie nevada. En unas horas más será Noche Buena. Mañana, como todos los años en esta fecha, los santomeños se juntarán en el coliseo para molerse a golpes uno contra uno en el Takanakuy.

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El departamento de Cusco recibe a casi dos millones de visitantes al año repartidos entre varios atractivos arqueológicos y naturales. Sin embargo, Santo Tomás está fuera del circuito turístico y todas las amenidades para viajeros están ausentes en él. No hay grandes hoteles o cafés con nombres exóticos. Los hoteles son muy básicos y con toda la gente que viene por las fiestas —principalmente santomeños que regresan a su tierra natal— no quedan muchas opciones para hospedarse.

Al día siguiente despierto unas horas antes de que iniciara el evento principal. Buscando un lugar para desayunar, me encuentro con un grupo grande de gente: alrededor de cien mujeres, niños y hombres bailan frente a la iglesia principal del pueblo. Algunos llevan máscaras o pieles de animales en sus cabezas y bailan como gallos que patean el suelo. El grupo continúa bailando hasta rodearme y sigue avanzando por la calle. El evento está empezando.

Las calles quedan vacías a medida que el coliseo de toros se llena. Una corte de hombres con pieles de animales forma un círculo imaginario en la arena. Tienen los puños vendados como si estuvieran listos para pelear, pero antes deben quitarse las máscaras. El resto de espectadores mira desde las tribunas.

Hay algo en común en el gesto congelado de los peleadores, la emoción de una pelea de cantina, como si cada golpe fuera el último, extendiéndose más allá de su cuerpo. El gesto siempre ahí con la misma intensidad, los ojos cerrados, los dientes apretados. En un combate profesional los rostros serían más fríos, entrenados para controlar la emoción y liberarla en momentos calculados. Pero el Takanakuy no es un ring ni un octágono. El Takanakuy es una gigantesca cantina con árbitro, un callejón con forma de coliseo. Para un forastero desorientado podría parecer un rezago controlado de los viejos tiempos. Nos olvidamos que hay más de un tipo de violencia. La violencia catártica del Takanakuy nos muestra a dos nuevos amigos abrazados luego de molerse a golpes, las asperezas limadas.

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Sin embargo, no todas las peleas acaban así. En la siguiente, uno de ellos lleva la ira en la mirada y en la boca, y la expulsa en forma de saliba. “¿De esto estás hecho conchatumadre?” El otro no responde. El capataz aprieta el látigo. ¿Escupir va contra las reglas? El hombre que escupe se lanza con el gesto amplificado en mil por la pasividad de su oponente. El otro lo esquiva casi cerrando los ojos. Quiere responder, pero el mismo miedo que lo ayudó a esquivar no puede ayudarlo en el ataque. Lo madrugan. Un golpe, luego otro, otro más. Primera sangre y comienza a irse al suelo. Los capataces —especie de árbitros con látigo— y sus amigos enmascarados los rodean para separarlos, mientras el otro quiere seguir golpeando. La pelea terminó, pero el odio continua. Con el alboroto se rompe el círculo invisible que delimita la arena. Algunos hombres entran a bailar, pero los encargados restablecen el orden a latigazos y las peleas continúan una tras otra sin intermedios. Antes de sacar a un derrotado afuera ya hay dos nuevos peleando. Las peleas no suelen durar más de cinco minutos; los hombres se atacan con emoción y fuerza pero caen rápido.

A las dos de la tarde el Takanakuy debe terminar. Empieza la fiesta con baile, orquestas y suculentas ventas de cerveza. Ninguna mujer pudo pelear este año. Se ha cumplido el tiempo, por el altavoz anuncian que deben desalojar la área y la gente se arremolina. A dos extremos de la arena, dos señoras, que ya parecían listas para pelear, se miran y se juntan entre la gente con la fuerza de sus asuntos pendientes. No pasaron ni diez segundos y un solo golpe al estómago hace que la perdedora se derrumbe. Queda inconciente. Levanta el polvo con sus trenzas. El Takanakuy ha terminado.

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Un enjambre de buses abandona Santo Tomás en lo que queda del día. No es recomendable salir muy tarde de un pueblo en fiesta: el transporte se termina por copar y no todo el que va por la carretera ha sido prudente con el alcohol. Aquellos que querían irse hoy del pueblo ya se han ido. El resto, si quería, ya no puede. Son las siete de la noche, no hay bus de regreso ni habitación de hotel libre, así que caminamos por Santo Tomás sin mucho rumbo. La fiesta, el concierto y la cerveza se concentran en el coliseo. El silencio y las calles casi vacías solo amplifican la oscuridad. Al voltear una esquina, vemos en medio de la pista a un hombre con piel de zorro, tambaleándose en dirección contraria. Le da golpes al aire, encorajado por el alcohol. ¿Quién sería su enemigo invisible? “Tu no sabes quién soy yo”, y patea. “Con quién tú te metes”, golpea al aire. “Yo soy…” “Yo soy…”. Pero nunca terminó la frase. Solo se siguió tambaleando, pasó de largo sin prestarnos atención y continuó enfrentándose al vacío hasta perderse en la oscuridad.


También mira nustro documental sobre Takanakuy: