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Guía del estudiante

Un estudiante de 70 años nos explica cómo debería ser la universidad

Jörg Alisch volvió a la universidad con 62 años, le incomodan las fiestas y se considera un privilegiado.

A Jörg Alisch, un estudiante universitario, le incomodan muchísimo las fiestas. “Estaba sin energía”. Así es como describe su última aparición en una fiesta, poco después de matricularse en la Universidad de Humboldt, en Berlín. Se fue a las once de la noche, justo cuando estaba a punto de empezar lo bueno. En su defensa, hay que decir que Alisch tenía 62 años por aquel entonces y la mayoría de los invitados tenían poco más de 20.

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Nueve años después, la opinión de Alisch sobre las fiestas universitarias sigue siendo la misma. Sin embargo, aquí estamos, en una fiesta nocturna de la facultad de Filosofía un viernes de verano. Si hubiera sido por él, Alisch no habría venido esta noche, pero ha accedido para repasar su etapa como el estudiante más mayor de la clase, hablar con algunos de sus compañeros y debatir sobre si ha habido un cambio en la esencia de la educación superior durante las últimas décadas.

Estamos a mediados de julio, poco después del final del segundo semestre. Alisch está sentado en una terraza del campus, rememorando lo mal estudiante que era de joven. Estamos rodeados de botellas de cerveza vacías, platos y vasos de plástico. Además, la banda sonora de nuestra conversación la pone un DJ con una camiseta hawaiana y un sombrero de paja que está pinchando una mezcla de trance psicodélico y house desde una esquina del recinto.

Alisch, que lleva unas New Balance, un pantalón corto con varios bolsillos y una camisa arremangada, se siente como en casa. Después de dejar la universidad a los veintitantos, trabajó como periodista hasta que se jubiló en 2009. Desde ese momento, ha estado estudiando Filosofía: primero un grado, después un máster y ahora se está sacando un doctorado. Según la organización AVDS, hay alrededor de 55.000 estudiantes de la tercera edad en Alemania, y Allisch es uno de ellos.

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A diferencia de la inmensa mayoría de sus compañeros, los estudiantes de la tercera edad no se preparan para tener un trabajo en el futuro, sino simplemente por el placer de aprender

Alisch saluda a los estudiantes que se va encontrando y algunos se detienen para tener una pequeña charla con él. Simon Gaus, de 31 años, que trabaja como asesor en una empresa internacional, es uno de ellos. Conoció a Alisch en el grado y pronto empezaron a debatir sobre filosofía en los descansos. Al preguntar a Gaus sobre cómo era Alisch como estudiante, responde: “Lo vivía todo con mucha intensidad, leía todos los textos que nos encargaban y acudía a más clases de las que le correspondía”.

A diferencia de la inmensa mayoría de sus compañeros, los estudiantes de la tercera edad, como Alisch, no se preparan para tener un trabajo en el futuro, sino simplemente por el placer de aprender, por lo que Alisch y muchos de sus contemporáneos se sientan en las primeras filas de las aulas y se empapan de conocimientos, liberados de las cadenas de la presión económica y social que atan a los estudiantes jóvenes.

Según la Oficina Federal de Estadística de Alemania, en 2017, más de uno de cada seis estudiantes ya tenía un título de grado. Según el instituto IFO, dedicado a las investigaciones económicas, estas personas ganaron casi el doble de lo que puede ganar una persona con un solo grado y solo el 2,5 por ciento de ellos están desempleados. Estudiar tiene sentido desde el punto de vista económico, sobre todo después de graduarse.

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Sin embargo, según datos de 2017 procedentes del Instituto de Investigación sobre la Educación y la Economía Social de Berlín, las becas de residencia de los estudiantes en Alemania eran insuficientes para hacer frente a los gastos de alquiler y otras necesidades, como la sanidad.

De hecho, se considera que hasta los estudiantes que recibieron el máximo dinero posible en forma de becas de cualquier tipo están “en riesgo de pobreza” en Alemania. Aquellos que no reciben ayuda de sus padres tienen que trabajar en sus ratos libres o endeudarse para poder pagarse la educación. En cambio, Alisch es pensionista y no se tiene que preocupar por nada de eso. “Soy un privilegiado”, admite.

Cuando era joven, las cosas eran diferentes. Su padre, que era profesor, murió joven. “Después de eso, mi madre me comía la oreja todo el día con que siguiera los pasos de mi padre, es decir, que me buscara un trabajo fijo, con muchas vacaciones y mucho tiempo libre, y un plan de pensiones”. Al final, sucumbió y estudió Pedagogía y Sociología, pero no le gustó nada y se quiso cambiar a ciencias políticas. “Fue después de lo de 1968”, añade.

Tiene seguridad económica, por lo que retrasarse en la entrega de un trabajo o suspender un examen no le va a echar para atrás

Se refiere a las protestas de protagonizaron él y sus compañeros frente al edificio Springer-Haus, en el que había publicaciones de Bild, un diario de derechas, por el intento de asesinato de Rudi Dutschke, un estudiante activista liberal que se hacía notar. “Lo intentamos todo: hacíamos sentadas, dábamos charlas… de todo”, reconoce Alisch, que abre sus ojos azul claro de par en par al recordar el acontecimiento que provocó que se interesara activamente por la política. En aquella época, fundó un pequeño partido comunista y hace unos pocos años encontró unos folletos escritos a mano que hizo por aquel entonces.

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Un año después, gracias a su novia de aquel momento, Alisch dejó su primer grado a los cuatro semestres. “Me hizo darme cuenta de que podía quedarme allí o dejarlo y hacer lo que de verdad me gustaba”, así que se fue para perseguir sus sueños, una decisión que muchos de sus compañeros de universidad actuales sin duda entienden. El año pasado, el Centro Alemán de Educación Superior e investigación Científica descubrió que casi un tercio de los estudiantes universitarios dejan sus estudios a medias y la segunda razón más repetida, después de los “requisitos académicos inalcanzables”, era la “falta de motivación”.

Alisch, que quería ganar dinero, se mudó a Berlín, donde trabajó de escritor cultural. Mientras suena una música psicodélica en el recinto, el pensionista recuerda el momento en el que pudo tocar la trompeta verde de Miles Davis en los bastidores de la Filarmónica de Berlín. “No lo olvidaré nunca”.

Ahora, se puede “dar el lujo” de estudiar Filosofía. Tiene seguridad económica, por lo que retrasarse en la entrega de un trabajo o suspender un examen no le va a echar para atrás. Alisch ha sido capaz de emplear cuatro años de grado y tres de máster en estudiar, pero cuando empezó esta aventura no se imaginaba que conseguiría graduarse. “Me lo tomé como un regalo extra”, apunta.

En su currículum, no aparece ningún año de Erasmus, ningunas prácticas y ningún año sabático protestando contra el G8 o viajando por Tailandia para romper con la monotonía de las clases. En este momento, su único objetivo es terminar su tesis doctoral para el 2020.

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La mayor preocupación de Alisch solía ser que estaba ocupando la plaza de otra persona, pero la dirección de la universidad le confirmó que se reservan un número cerrado de plazas para estudiantes de la tercera edad, la mayoría de ellas ocupadas en grados de la rama de Humanidades.

Pasan dos mujeres que rozan la treintena con una cerveza en la mano. “Anda, si Katharina sigue aquí”, menciona. “Estábamos en el mismo grupo en mi primer semestre de 2009”. Katharina se aleja con una amiga y desaparece detrás de un edificio, mientras los demás siguen sentados en los bancos hablando y riendo. Parece que no ha visto a Alisch, pero después tienen la ocasión de hablar.

Katharina Nagel tiene 28 años y va a entregar su trabajo de fin de máster dentro de cinco días. “Después, viene la gran pregunta: ¿y ahora qué?”, comenta mientras se forman unas pequeñas arrugas de preocupación en su frente.

Confía en que los jóvenes tomen la decisión correcta porque, no se cree la caricatura de los millennials como personas vagas que no quieren hacer algo de provecho

Con la filosofía ha aprendido a cuestionárselo todo, no juzgar nada ni a nadie por su apariencia y estar siempre dispuesta a debatir. “Con el estudio construyes tu personalidad, pero es solo una etapa en la vida”, añade su amiga. Nagel está de acuerdo y asiente. Además, señala que “puede que ahora haga algo de teatro, arte dramático o algo así”, pero no sabe exactamente qué va a hacer.

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Alisch entiende su indecisión. Cuando le pregunto si los estudiantes más jóvenes pueden aprender algo de su experiencia, lo niega: “Sería muy arrogante si te dijera algo así. El objetivo de los estudios es siempre personal, sin importar la edad”.

Sin embargo, sin importar la razón, cree que los jóvenes deberían ir a por aquello que más los motive y no sentirse presionados por los demás para alimentar la idea de que “la única forma de conseguir algo en la vida es teniendo este título”.

Confía en que los jóvenes tomen la decisión correcta porque, según su experiencia más reciente en Humboldt, no se cree la caricatura de los millennials como personas vagas que no quieren hacer algo de provecho, aunque añade que “sería horrible que los jóvenes no quisieran vivir la vida un poco al principio”.

Para Alisch, a las 20:00 ya es de noche, se va de la fiesta dejando atrás un nuevo semestre, coge el siguiente tranvía hacia Prenzlauer Berg, el barrio de los “snobs que solo comen alimentos orgánicos”. Lleva todo el día de pie y está agotado, pero sus compañeros van a seguir de pie un poco más para celebrar durante toda la noche el fin del año académico.