Conozco a bastante gente que cada año se escapa de su casa durante el fin de semana de las fiestas del Orgullo en Madrid, para recluirse en un pueblo cercano hasta que la fiesta termina. Ninguna de esas personas es sospechosa de ser homófoba y una ellas incluso cuenta con una notable proporción de homosexuales en su familia, a los que ama por encima de su propia vida. Aproximadamente un mes antes de la gran celebración, todos estos haters del gay parade comenzaron a despotricar y a freírnos con advertencias sobre la que se avecina. Narrando historias de señores que 1) mean sin freno en su portal hasta que la puerta se desintegra y/o 2) se cuelan en el edificio para retozar con otros señores. Tal es la comedura de tarro a la que nos someten, que consiguen el efecto contrario: que amemos esta verbena de musculitos en torsos y banderas arcoiris.
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Pero ese sentimiento dura poco, con el primer pistoletazo de salida de este macrobotellón (un discurso de Cayetana Guillén Cuervo y Alejandro Amenábar) nos arrepentimos de no haber huido con ellos, mientras esquivamos vómitos, música petarda, cristales rotos, peludez, un permanente olor a orín y hordas de hombres y mujeres pedo durante 48 horas seguidas. No es cuestión de juzgar el gusto de quienes organizan o se unen a semejante fiestas patronales callejeras, sino de analizar cómo esta horterada hooligan afecta a quienes tratan de seguir con su vida normal (ingenuos) esos días. Nosotros el sábado teníamos entradas para ver Dentro del laberinto en el cine de verano del las Cibeles Midnight Movies, pero la invasión de carrozas nos lo impidió y aprendimos la lección: si no puedes con ellos, al menos hazles buenas fotos.
