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Desastres hechos en Bangladesh

¿Por qué gente pobre sigue muriendo para que podamos comprar playeras baratas?

Fotos por Syed Zain Al-Mahmood.

Todavía no sabemos con exactitud cuántos compañeros de trabajo de Swapna murieron en la fábrica Tazreen Fashions, el 24 de noviembre de 2012. Ella estaba cosiendo shorts ("medianos pantalones", les llaman en Bangladesh) cuando las pilas de hilo y tela acrílica en el suelo comenzaron a arder. Estaba recién embarazada. Su esposo, Mominul, trabajaba en la fábrica con ella como inspector de calidad. Cuando la alarma de incendios se activó, los encargados de piso dieron órdenes a cientos de trabajadores para que regresaran a sus lugares, gritando que no había nada de qué preocuparse. Minutos más tarde, cuando la alarma se activó una segunda vez, era demasiado tarde. El humo subía por las tres escaleras; no había electricidad. No había salida de emergencia. Ella pensó que sería mejor saltar que morir quemada, pero todas las ventanas estaban bloqueadas con barrotes de acero.

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Mominul se dio por vencido en la búsqueda de su esposa cuando las luces se apagaron, y corrió a una esquina del piso donde se encontraba; algunos hombres habían logrado arrancar los barrotes de una ventana. Por fortuna, los trabajadores de la construcción habían dejado un andamio de bambú junto a una de las paredes, y varias personas lograron escabullirse por la ventana y saltar al techo de un almacén aledaño. Él se paró en el techo del almacén a observar cómo el fuego subía por los ocho pisos de la fábrica. Varios trabajadores arrancaban los ductos de ventilación de las ventanas y saltaban, desde una altura de treinta metros, hacia su muerte. Repentinamente, una figura calcinada que gritaba bajó por el andamio hasta el techo del almacén. La figura lo sujetó sin dejar de gritar histéricamente. Cuando logró tranquilizarla, Mominul vio que era su esposa.

La fábrica Tazreen se encuentra en la zona industrial de Ashulia, a las afueras de Daca. Sus trabajadores cosían playeras, jeans y shorts para la línea Faded Glory de Walmart, Sears y M.J. Soffe; un proveedor con licencia del ejército estadunidense. La fábrica tenía la capacidad para producir grandes cantidades de ropa: alrededor de un millón de playeras al mes. El negocio de fabricar y exportar prendas listas para su venta —lo que empresarios occidentales y el gobierno llaman RMG (Ready–Made Garments) y todos los demás en Bangladesh conocen simplemente como “prendas”, en referencia a que “antes de las prendas, todas estas personas eran campesinas”— comenzó en los ochenta como una pequeña industria liderada por una clase de pequeños empresarios con ambiciones, quienes sacaban provecho de, entre otras ventajas locales, la mano de obra infantil y los salarios extremadamente bajos.

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Pero las condiciones fueron mejorando con los años. Estos cambios llegaron, en parte, porque clientes occidentales como Walmart y Nike fueron acusados por diferentes campañas que condenaban las “condiciones de trabajo esclavizantes”. Las compañías que dependían de dicha infraestructura respondieron a esto con la implementación de estándares diseñados para eliminar el trabajo infantil, el esclavismo y otras formas de abusos en las fábricas. En 1992, Walmart emitió un documento de 12 puntos, el “Standard for Suppliers”, en el que detallaba los principios generales que las fábricas debían cumplir, abordando temas como salarios (“los proveedores deberán compensar de manera justa”), trabajos forzados (“no serán tolerados”), y donde daban libertad para sindicalizarse (los proveedores deberán respetar este derecho “siempre y cuando tales grupos sean legales en sus propios países”). También habla sobre la seguridad: “Walmart no hará negocios con cualquier proveedor que cuente con un ambiente de trabajo poco saludable o dañino para la salud”.

Mas allá de la muerte de tantas personas, políticas como esta última son una de las razones por las que el incendio de Tazreen se convirtió en una noticia tan importante a finales de 2012, y por lo que ha sido comparado con el terrible incendio de 1911, en la fábrica de Triangle Shirtwaist en Nueva York por tantas instituciones, desde el consejo editorial del New York Times hasta la secretaria del trabajo de Estados Unidos, Hilda Solis. Ella afirmó que esto sonaba a una tragedia anacrónica que sólo podría haber ocurrido en tiempos pasados, cuando no existían “estándares para los proveedores”. Por supuesto, el único problema con esta narrativa (y algo que los grandes periódicos y otros observadores han olvidado) es que esos “parámetros” son una fantasía.

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El incendio de Tazreen no fue tan excepcional. Desde 2006, han muerto 500 trabajadores del sector textil en Bangladesh como consecuencia de incendios en sus fábricas. Los empleados que intentan sindicalizarse suelen ser golpeados y arrestados por las fuerzas de seguridad del gobierno. La Asociación de Fabricantes y Exportadores de Ropa de Bangladesh (AFERB) ha trabajado con el gobierno para formar una nueva fuerza llamada Policía Industrial, acusada por grupos de derechos humanos de acosar e intimidar a los trabajadores. Al menos un activista ha sido secuestrado y asesinado, y las manifestaciones violentas son comunes. En el mes después de que Swapna y Mominul escaparan de Tazreen, se reportan al menos otros 17 incendios en fábricas textiles de la zona industrial.

El cuerpo de la hija de Rukiya Begum, Hena, quien murió el 24 de noviembre de 2012 durante el incendio en la fábrica Tazreen Fashions, no ha sido recuperado. Su madre cree que el cadáver fue incinerado.

En enero, volé a Daca. Quería ver qué se estaba haciendo tras el incendio en Tazreen y si, como esperaban los observadores internacionales, esto serviría para mejorar las condiciones de seguridad de la industria textil de el resto del mundo, así como sucedió con aquel incendio en la fábrica textil norteamericana. Al aterrizar en el aeropuerto de Daca, fue evidente el peso que tenía el comercio. Uno de los espectaculares fuera de la terminal decía: “En el futuro, las prendas hechas en Bangladesh marcarán el ritmo de la moda global”.

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Bangladesh es el segundo exportador de textiles más grande en el mundo, con 5,500 fábricas que producen ropa para compañías como H&M y Walmart, los dos compradores de prendas más importantes del país. (Es muy probable que estés usando algo hecho en Bangladesh en este momento). El país, según algunos observadores, superará a China en la próxima década como el lugar mas atractivo para producir textiles baratos. Millones de trabajadores se han mudado del campo, (Bangladesh debe acomodar a 150 millones de personas en un área del tamaño de Coahuila). Estas personas van a buscar trabajo a las fábricas alrededor de la capital. Bangladesh tiene la mano de obra más barata de cualquier país que fabrique textiles en el mundo, con un salario mínimo de 37 dólares (481 pesos) al mes.

Quería ir a la fábrica Tazreen inmediatamente después de mi llegada, así que mi contacto, Syed Zain Al-Mahmood, me recogió en el hotel. Manejamos 24 kilómetros fuera de la ciudad, y luego seguimos por un camino de terracería hasta las puertas de la fábrica. Acababa de ocurrir un incidente (un habitante de ahí había chocado contra una camioneta de la policía con su motocicleta) y las cosas se estaban discutiendo en el patio de la fábrica. Le pregunté a Zain quiénes eran todos los hombres de traje. “Esos”, me dijo Zain, “son la Policía Industrial”.

Desde afuera, el edificio se veía casi intacto y me tomó un minuto darme cuenta de que estábamos en la escena del desastre. El área circundante no se veía tan dilapidada. Estaba rodeada de platanares y otros cultivos, con cabras y niños corriendo. Las viviendas residenciales de concreto, propiedad privada de los terratenientes (no los dueños de la fábrica) y las cuales se rentan a los trabajadores, no se veían tan destartaladas. Muchas eran compartidas por familias enteras y estaban divididas en habitaciones independientes cada cuatro metros, con una puerta de acero al frente. Sin embargo, estas características daban a las viviendas un aire de bloques de celdas tropicales.

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Zain, quien también trabaja como freelance para el Wall Street Journal, dijo que me presentaría a algunos de los sobrevivientes que entrevistó después del incendio. Pero cuando salimos del auto y le preguntamos a varios niños dónde podíamos encontrar a las víctimas, nos dijeron que muchas de las personas a las que Zain había entrevistado habían regresado a sus pueblos natales. “O consiguieron trabajo en otras fábricas y están trabajando”.

Zain le preguntó algo más a los niños en bengalí (una pregunta que me alegra no haber tenido que hacer). Básicamente les pidió lo siguiente: “Niño, llévame con alguien que haya sobrevivido a ese incendio que mató a más de cien de tus vecinos, y que probablemente te dejó marcado de formas que no puedes ni explicar”. Y después tomamos nuestro camino; la delegación de niños, perros y periodistas se dirigió rumbo a un pequeño patio entre tres de las viviendas. Ahí dentro, una mujer de mediana edad con un kameez amarillo nos trajo dos sillas. Llamaron a los sobrevivientes que habíamos ido a ver. Los niños se acercaron para observar.

Conocimos a dos mujeres jóvenes que habían estado en el tercer piso cuando empezó el incendio. Una, llamada Sakhina, era muy extrovertida y directa. Nos dijo que desde la tragedia había encontrado trabajo en una fábrica llamada Knit-Asia; había faltado al trabajo ese día. La otra, Mahmooda, seguía demasiado asustada por los incendios como para regresar a una fábrica.

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Les pedimos que nos narraran lo ocurrido, lo cual hicieron, y eso llevó a un agitado tour por las viviendas, siempre seguidos de cerca por los niños y varias personas que se iban sumando al grupo. Cada residente nos daba más información sobre lo que había ocurrido aquel día en el tercer piso, donde fueron recuperados 69 cuerpos.

El día del incendio había 1,100 en la fábrica. Sakhina y Mahmooda salieron de sus pueblos rurales hace siete años para venir a Tazreen. “No hay nada en los pueblos para nosotras”, dijo Sakihna cuando le pregunté si extrañaba su casa. Había sido contratada como la gerente de las viviendas hasta hacía ocho meses, cuando decidió que ganaría más dinero en la fábrica.

La noche del incendio, Sakhina había dejado de trabajar un momento y tenía los codos sobre la mesa. Un gerente de piso se le acercó. Me contó lo que ocurrió después de eso: “Me dijo: ‘¿Sakhina, estás rezando? ¿O estás durmiendo?’” Entonces sonó la alarma. “Habíamos tenido un simulacro unos días antes. Eso fue lo que me salvó”.

Creí que estaba bromeando. “¡Nunca antes había trabajado con textiles!” continuó. “No habría sabido el significado de la alarma. El gerente de piso levantó los brazos y dijo que nos sentáramos. Nos dijeron que no saliéramos. Pero yo lo dije: ‘Si no hay ningún incendio, regresaré’. Y bajé por las escaleras para salir. Había humo y la gente saltaba por las ventanas”.

Mientras tanto, Mahmooda se quedó quieta. Cuando el incendio cortó la luz, prendió la lámpara de su celular y la usó para abrirse paso hasta la ventana frente al andamio de bambú, la misma ruta que muchos de los trabajadores en el tercer piso usaron para escapar.

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Más tarde conocí a Swapna y Mominul, quienes también habían estado en el tercer piso cuando todo empezó a arder. “Pensaba que sería mejor saltar que ser calcinada”, me dijo Swapna. “Creo que muchas de las personas se sofocaron”.

Después de extinguir casi todo el incendio, los bomberos comenzaron a sacar los cuerpos para que se los llevaran en bicicletas de carga utilizadas para acarrear material de construcción. Más tarde, el departamento de bomberos dio una primera cifra de muertes: cien exactos, aseguraban. Más tarde, cuando le pregunté a la activista local, Kalpona Akter, por los números, se rio. “¡Qué estupidez! ¿Se te ocurre el número cien exacto, y dices que ese es tu total? ¿Quién lo va a creer?”

Un niño sostiene una orden de prendas de Kmart, encontrada entre los escombros de un incendio en la zona industrial de Ashulia, a las afueras de Daca, Bangladesh.

Al día siguiente, fui a una conferencia de prensa en el sindicato de periodistas en el centro de Daca. Cincuenta y tres víctimas no identificadas habían sido enterradas durante una ceremonia tras el incendio, pero todavía no se establecía un número final de muertos (fuera de la cuenta “oficial” de los bomberos). Un grupo de estudiantes de antropología del otro lado del país había transportado a los familiares de los trabajadores que nunca fueron encontrados hasta Daca. La sala de conferencias estaba repleta de reporteros, pero como Zain no pudo viajar conmigo ese día, no estaba muy seguro de lo que ocurría. Sabía que los estudiantes habían preguntado en la zona alrededor de la fábrica y habían encontrado a 68 familias que aseguraban que los cuerpos de sus familiares no habían sido recuperados; esto elevó el número de posibles muertos a 131.

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El número exacto de cuerpos recuperados de la escena es uno de los misterios que todavía existen en torno al incendio, aunque el New York Times, igual que muchos otros medios, se ha conformado con 112. Platiqué con una mujer llamada Rukiya Begum, cuya hija de 19 años había estado trabajando en el cuarto piso cuando estalló el incendio. Su cuerpo nunca fue recuperado, lo que implica que Rukiya no puede recibir los 7,500 dólares que el gobierno, la AFERB y algunas compañías extranjeras, están ofreciendo como compensación para los familiares de las víctimas. Resulta que muchas de las familias de los trabajadores no identificados seguían esperando su compensación, o que algún oficial reconociera que uno de sus familiares había muerto en ese infierno. “Traté de conseguir un certificado de muerte”, dice Rukiya, “pero me dijeron: ‘¿Dónde está el cuerpo?’ Me preocupa que haya terminado hecha cenizas y no haya un cuerpo que recuperar”.

Me alejé para fumar un cigarro. Un hombre con una camisa morada y una chamarra brillosa se acercó. Nos dimos la mano y con un buen inglés me preguntó mi nombre. Me dio mala espina, así que el dije que me llamaba Jim. Me preguntó qué hacía en Bangladesh. Casi no hay turismo en el país, así que no podía decir que estaba de vacaciones sin levantar sospechas. Cuando un extranjero llega a un hotel en Daca, le preguntan: “¿Cuál es el nombre de su compañía?”; asumen que nadie visita ese lugar sin que se le estén pagando, y para ser honestos, no lo haría. Sin saber bien qué decir, le dije que estaba “de visita”.

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—¿A quién visitas?

— A amigos.

—¿Amigos de dónde? ¿Cuál es tu país?

—Canadá.

—¿Qué haces en Canadá?

—Soy… artista.

—¿En qué hotel estás?

En ese momento, un hombre con una camisa blanca y una chamarra se acercó y le dijo algo en bengalí al hombre de la camisa morada. Después me miró y me preguntó si me gustaba el té. Le dije que sí, que me encantaba el té, y me dijo que lo acompañara. Nos fuimos.

Me llevó a un pequeño jardín, donde había periodistas sentados en mesas de plástico tomando té. Me dijo que trabajaba en televisión. “Ese hombre era de la División Especial”, me dijo, refiriéndose a mi interrogador. “Cuidan de diplomáticos, periodistas y extranjeros. Los mantienen fuera de problemas. No tienes de qué preocuparte”. Después me preguntó lo mismo que el supuesto agente de la División Especial me había preguntado: “¿En qué hotel estás?” y si tenía una visa de periodista.

La División Especial y la Policía Industrial son sólo dos de una desconcertante serie de fuerzas policiacas en Bangladesh. También está la thana, o policía del pueblo; la División de Detectives vestidos de civiles; una subdivisión de la División Especial que vigila los aeropuertos y aduanas; un Batallón de Acción Rápida de paramilitares; y el servicio de Inteligencia y Seguridad Nacional (ISN), que a veces vigila a los activistas laborales.

El ISN sirve, hasta cierto punto, a los intereses del gobierno en turno, que en este momento es dirigido por un partido llamado Liga Awami, con la primera ministra Sheikh Hasina a la cabeza. Luego de que Bangladesh se independizara de Pakistán, en 1971, su política se transformó en un concurso entre pequeños círculos sobornables alrededor de Hasina y otra mujer llamada Khaleda Zia, quien dirige a la oposición, el Partido Nacional de Bangladesh. Los dos partidos tienen pocas diferencias ideológicas fuertes; la política electoral en el país es básicamente un juego de poder. El gobierno en turno se enriquece a sí mismo y a sus círculos cercanos a través de la corrupción; los perdedores esperan hasta que los ciudadanos se cansen del status quo y voten por alguien más. Ningún gobierno en Bangladesh ha sido reelecto, a pesar de que existe esta posibilidad en las leyes del país.

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Con el apoyo del gobierno, las fábricas textiles de Bangladesh se han convertido en la primera opción de negocio la clase alta.

Según la AFERB, que se ha convertido en una de las principales fuentes de poder político en el país, la industria textil da empleo a 3.5 millones de trabajadores, y el número de prendas casi se ha duplicado desde 1999. Este rubro equivale al ochenta por ciento de las ganancias totales por exportación, así que es básicamente la única industria del país.

El gobierno, cuidando de no perjudicar una de sus principales fuentes de ganancias, tiene un interés doble en ignorar las exigencias de los trabajadores en términos de mayor seguridad contra incendios y mejores salarios. Primero, es importante para los fabricantes mantener los costos bajos porque los precios que ofrecen los clientes occidentales son tan bajos que es casi imposible mantener un margen de ganancias decente. Dos, el gobierno está preocupado por conservar ese mercado extranjero. “Tienen como objetivo evitar que los activistas laborales hagan su trabajo, que es elevar los salarios y los estándares de seguridad, lo que podría implicar que Bangladesh deje de ser el país con la mano de obra más barata”, me dijo Theresa Haas del Worker Rights Consortium, un grupo de derechos laborales en Estados Unidos que monitorea las condiciones en Bangladesh. “Ésta es su estrategia de desarrollo”.

Sakhina, izquierda, y Mahmooda, derecha, en el patio de las casas que Sakhina solía administrar, cerca de la fábrica Tazreen.

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En nuestro siguiente viaje, Zain y yo fuimos a visitar a la viuda de Aminul Islam, un activista laboral asesinado. Su caso es bien conocido entre los activistas occidentales y los oficiales del gobierno, y quería escuchar la historia de alguien que intentó cambiar las condiciones que prevalecen en la industria. Manejamos ochenta kilómetros hasta el pequeño pueblo de Hijolhati, al norte de la capital, donde vivió Aminul. Debido al tráfico, nos tomó tres horas y media llegar hasta el lugar. Nos detuvimos en un bazar para preguntar en dónde quedaba la casa de Aminul. El hombre al que le preguntamos resultó ser el imán de la mezquita donde rezaba la víctima. Explicamos por qué estábamos ahí, y nos dijo que nuestra presencia era algo bueno. “Era un hombre honesto”, nos dijo y se subió a nuestro auto para mostrarnos el camino.

Manejamos media hora por un camino de tierra, arruinando la suspensión de nuestro Corolla rentado. El imán nos dijo que, al igual que muchos trabajadores de la industria textil en la zona, Aminul recorrían esa misma ruta todos los días, excepto cuando caminaba por la terracería hasta el bazar para tomar un camión. Esto debe haberle tomado horas.

La casa de Aminul era una pequeña vivienda, como las que habíamos visitado en Tazreen. El nombre de su viuda es Hosni Ara Begum Fahima. Parecía resignada a tener que hablar con nosotros, porque yo era extranjero y Zain es de clase alta, pero el imán le pidió que nos contara su historia; Zain y yo nos sentamos en su cama. Ella hablaba sin entusiasmo, narrando la historia de Aminul.

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En 1998, Aminul llevó a Hosni y a su hija a Hijolhati, en el distrito de Sherpur (unos 160 kilómetros al norte) porque quería un trabajo en la industria textil. En la fábrica donde encontró trabajo fue elegido presidente de una asociación de trabajadores. Ese cargo le exigía confrontar a los gerentes de la fábricas sobre los salarios y la seguridad. Cuando lo despidieron por su activismo, demandó al dueño de la fábrica y ganó, pero en lugar de devolverle su trabajo, el dueño lo desterró de la fábrica y simplemente empezó a pagarle un salario mensual. El caso eventualmente llamó la atención del Centro de Solidaridad, un grupo de activistas por los derechos laborales patrocinado por la AFLCIO (American Federation of Labor and Congress of Industrial Organizations) en Daca. Luego fue contratado por una ONG en Bangladesh.

“Después de eso, la policía del pueblo empezó a llegar”, dijo su viuda. “Caminaban por ahí preguntando qué tipo de persona era, y todos decían: ‘Es un buen hombre’. Y después venían aquí y amenazaban con llevárselo”.

En marzo de 2010, la policía levantó a Aminul. “Estaba en Daca por una junta”, dijo Hosni. “Recibí una llamada de alguien que decía trabajar en una fábrica textil. No pensé que podía ser la policía, así que el dije que Aminul estaba en esa junta”. La policía irrumpió en la oficina y se lo llevaron a Mymensingh, un pueblo 130 kilómetros al norte. “Lo dejaron todo golpeado. Después de eso dijo que tenía hambre y que quería comer algo de fruta”. Los agentes lo llevaron a un puesto de frutas. “Estaban ahí parados, fumando. Estaba herido, pero logró huir y tomar un tren”.

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Más tarde platiqué con una persona que había visto el interior de una cámara de tortura del ISN: “Había ganchos y cadenas para colgar gente; látigos y cosas así. Lo que te imaginas. Y a un costado, vi una estufa con huevos. Y pregunté: ‘¿Por qué tienen huevos aquí?’ Y [el encargado] me respondió: ‘Estos no son huevos de verdad, son de goma. Los calentamos en la estufa y se los metemos a la gente por el ano’”.

Desde el tren, Aminul llamó a su esposa para decirle que estaba a salvo. “Pero creo que los teléfonos estaban intervenidos”, dijo, “porque cuando el tren llegó a la estación, la policía lo estaba esperando”. Aminul vio a las autoridades y se escabulló hasta el último carro. Tomó prestado el teléfono de un vendedor para llamar a un amigo activista. Más tarde escaparon en motocicleta. “Después de eso, pasó una semana en el hospital. Mientras lo golpeaban, les preguntó por qué le hacían eso, y si quien pedía la tortura era el jefe de alguna fábrica pero no le decían nada, sólo lo golpeaban”.

Después de ése y otro arresto a manos de la Policía Industrial, Aminul le dijo a su esposa que estaba pensando en dejar el activismo y convertirse en comerciante. Pero nunca tuvo la oportunidad. El 4 de abril de 2012, un hombre llamado Mustafiz, un amigo de la familia, visitó a Aminul en su oficina, en Ashulia. Mustafiz le dijo que quería casarse pero necesitaba un testigo. Aminul hacía este tipo de favores a los trabajadores todo el tiempo, pero esta vez estaba confundido por la petición de Mustafiz. Hizo tiempo. Mustafiz insistió. Aminul fue. Más tarde aparecieron algunas fotografías de Mustafiz en compañía de agentes del ISN. La noche que Aminul desapareció, la casa de Mustafiz fue vaciada, la puerta cerrada con candado y su celular apagado. Días más tarde, apareció una nota en un periódico de Tangail, 160 kilómetros al este de Daca, con la foto de un cadáver no identificado en la zona. La policía local lo había enterrado en la tumba de un indigente. Más tarde se confirmó que el cuerpo pertenecía a Aminul.

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Pedí a Zain que le preguntara a Hosni si posaría para unas fotografías. Ella aceptó de forma pasiva y en silencio. Le pedí que posara para unas tomas al aire libre. Una vez más, aceptó tímidamente. Más tarde, nos mostró algunas fotos del cuerpo de Aminul; se alcanzaba a ver un hoyo en su rodilla derecha, probablemente resultado de la tortura.

¿Hubo dueños de las fábricas involucrados en su asesinato? ¿El gobierno? Varias personas me dieron el nombre y el celular de un agente del ISN supuestamente involucrado en el secuestro de Aminul. A veces parece que no hay mucha variedad de nombres en Bangladesh, pero me pareció casi increíble que el nombre del agente fuera también Aminul Islam. Me informaron que lo acababan de transferir al sureste del país. Marqué el número siete u ocho veces, pero sólo recibí respuesta la primera. Zain me tradujo: “¿Qué quieres con Aminul Islam?” dijo el hombre en el otro extremo de la línea, antes de colgar.

Hosni Ara Begum Fahima sostiene un póster de su esposo, Aminul Islam, un activista laboral asesinado en abril de 2012.

La respuesta de Walmart al incendio y al acoso de trabajadores por parte de sus jefes, ha sido: No es nuestro problema. El sistema de evaluación ética de la compañía, da a sus proveedores calificaciones estilo Homeland Security, en una escala de verde a rojo. Estas calificaciones, que cubren elementos básicos de seguridad y evalúan la calidad de vida de los trabajadores, se asignan a través de auditorías realizadas por investigadores subcontratados. Al momento del incendio en Tazreen, una calificación anaranjada implicaba que la fábrica en cuestión debía ser auditada de nuevo dentro de seis meses. Si las condiciones no mejoraban para la segunda ocasión, la fábrica recibía nuevamente una calificación anaranjada, lo que implicaba que volvía a ser auditada seis meses después. Una tercera calificación anaranjada implicaba que el proveedor pasaba al rojo, lo que implicaba que Walmart dejaba de trabajar con la fábrica en cuestión.

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Dos días después del incendio en Tazreen, representantes de Walmart emitieron un comunicado: “Nuestras oraciones está con las familias y las víctimas de esta tragedia”, decía. Después hablaba sobre las grandes cantidades de prendas para Walmart que se encontraron entre los escombros. “La fábrica Tazreen no estaba autorizada para producir mercancía para Walmart. Un proveedor subcontrató a esta compañía sin autorización y en directa violación de nuestras políticas. Hoy hemos terminado nuestra relación con nuestro proveedor”.

El uso del singular en el comunicado de Walmart (“un proveedor”) es engañoso. Documentos fotografiados por Zain y otros periodistas tras el incendio, parecen indicar que no uno, sino al menos tres proveedores de Walmart habían maquilado en la fábrica Tazreen en los meses previos al incendio. Es verdad que Walmart terminó su relación con un proveedor afiliado a la fábrica Tazreen, una compañía basada en Nueva York llamada Success Apparel, pero hasta hace poco no se ha hablado de otros proveedores. Walmart se negó a comentar sobre las razones por las cuales canceló sus contratos con Success Apparel.

Se sabe que Tazreen recibió dos auditorías y una calificación anaranjada. Pero no está claro si recibió o no una tercera auditoría. Cuando pregunté a Kevin Gardner, representante de Walmart, si habían emitido algún comunicado en el que se dijera explícitamente que la fábrica Tazreen estaba la lista roja, se negó a emitir alguna declaración. Tras la insistencia, Walmart se negó a decir cuándo, exactamente, habría ocurrido la auditoría o cómo se vigilaría a Tazreen ahora que estaba en la lista roja. Cuando pregunté cómo era que la fábrica había terminado en la lista roja sin recibir una tercera auditoría, también se negó a responder.

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Las auditorías, cabe resaltar, no toman en cuenta las medidas de seguridad como salidas de emergencia o escaleras a prueba de humo; el sistema deja las violaciones al códigos en manos de los gobiernos locales. Así que no está claro quién habría estado en una posición para evitar un desastre como el de Tazreen. Los empresarios occidentales han creado una infraestructura en la que las fábricas de Bangladesh con las que trabajan son tratadas como subcontratistas lejanos; a los ojos de Walmart, tomar acciones directas como instalar salidas de emergencia, van más allá de las responsabilidades de la compañía.

Al parecer, el costo de proporcionar condiciones seguras de trabajo y pagar salarios justos es algo que los compradores y gobiernos occidentales esperan que sea absorbido por los productores locales subcontratados. Pero como Scott Nova, director del Consorcio de Derechos de Trabajadores, me explicó, si los gobiernos responsables de vigilar estas condiciones permiten que sus trabajadores se sindicalicen, y si los productores intentan eliminar la negligencia que ha permitido que cientos de trabajadores mueran en incendios en sólo unos años, entonces los compradores tendrán que pagar; ya sea de forma directa o a través de los precios elevados exigidos por los fabricantes subcontratados. “Pero las marcas no quieren hacer nada, porque la principal razón por la que están en Bangladesh, es para reducir costos”, agrega Scott.

Este sentimiento lo compartió un representante de Walmart durante una junta en 2011, en respuesta a dos incendios letales que acabaron con fábricas en la zona industrial de Bangladesh. Representantes del gobierno, activistas y fabricantes se reunieron en las oficinas de la AFERB en Daca y discutieron una propuesta que habría implementado algunos estándares, menores pero obligatorios, para la seguridad en caso de incendios para las fábricas locales. “El representante de Walmart se puso de pie”, me dijo Scott, quien estuvo en la junta. “Primero reconoció que existían problemas de seguridad que debían ser atendidos. Después dijo que no había manera de que Walmart pagara por ellos”. En resumen, no había manera de implementar garantías que vinieran desde arriba.

Si el incendio de Tazreen pudo haber sido evitado con medidas de seguridad que debieron haber sido implementadas, pero que fueron ignoradas, la respuesta demuestra lo difícil que es repartir la responsabilidad entre las partes involucradas en la producción de textiles en Bangladesh y, probablemente, en cualquier otro lado. Inspectores del gobierno visitaron Tazreen semanas antes del incendio y, en teoría, debían haber reportado los riesgos de seguridad, como las ausencia de escaleras a prueba de humo. Sin embargo, los principales descubrimientos post mórtem del comité de investigación respaldado por el gobierno se enfocaron en la posibilidad de que el incendio hubiera sido un acto de sabotaje industrial. Aunque esto sea cierto, no es excusa para la falta de medidas de seguridad básicas que debían, según las políticas de contratistas occidentales, haber sido implementadas por los dueños de las fábricas desde hace mucho. Clientes como Walmart y Sears se rehúsan a asumir la responsabilidad; argumentan que ni siquiera sabían que estaban comprando a Tazreen. Delowar Hossain, gerente de Tuba Group, la matriz de Tazreen, no ha sido juzgado, como lo recomendó el comité del gobierno, por “negligencia imperdonable”. En efecto, las únicas personas acusadas de algo son tres gerentes de mediano rango; los hombres acusados de ordenar a sus empleados que ignoraran las alarmas y siguieran trabajando el día del incendio. Encontrar a los responsables se complicó aún más por el hecho de que horas después del incendio las computadoras de la fábrica fueron destruidas y sus discos duros desaparecieron.

El 26 de enero estalló otro incendio en la fábrica de textiles Smart Export, en Daca. Siete trabajadores murieron en el fuego. No se encontró ningún equipo contra incendios en la escena, y los periódicos locales reportaron que una de las salidas estaba cerrada, lo que obligó a los trabajadores a romper ventanas y saltar, como sucedió en Tazreen.

En el piso de la fábrica de Smart Export, Zain encontró ropa producida para una marca llamada Lefties, propiedad del conglomerado español, Inditex. Un auditor que trabaja para dicha empresa habló con Zain. Su declaración ilustra lo fácil que es negar toda responsabilidad en este sistema de subcontratación tan complejo: “Este es un basurero al que ninguna marca que se respete daría una orden de producción”.

Walmart, por su parte, actualizó sus estándares y advirtió a sus proveedores sobre maquilar en fábricas no autorizadas. Pero el sistema fundamental sigue en pie: una serie de regulaciones que deben ser aprobadas por las compañías.

Durante nuestro último día juntos, Zain y yo platicamos con Abdus Salam Murshedy, el dueño de una fábrica que produce para Walmart y quien también sirve como líder de las Asociación de Exportadores de Bangladesh. Hijo de un maestro en la zona rural y pantanosa del país conocida como Subdarbans, Abdus creció para convertirse en el capitán de la selección nacional de futbol, pero ahora trabaja como director del Envoy Group, un conglomerado que creció con la industria textil y que ahora se ha extendido al sector hotelero y el procesamiento de carne, con ganancias de 220 millones de dólares anuales. Es un hombre muy poderoso en Bangladesh.

Abdus nos recibió en su oficina, donde tomamos té alrededor de su escritorio. Es un hombre pequeño pero en forma. Nos habló de su primer trabajo en una procesadora de yute. “Era tan ordenado”, nos dijo, “todo se hacía tan bien”. Esto para decir que era todo lo opuesto a muchas de las cosas que ocurren hoy en día en Bangladesh. “Y pensé, ¡Voy a ser un industrialista!” Disfrutaba contarnos su historia, tanto que siguió hablando abiertamente cuando cambiamos de dirección y empezamos a preguntarle sobre la Policía Industrial: “¡Ese fui yo! ¡Yo empecé eso!”, y sobre los costos impuestos por los compradores occidentales. “Los compradores son nuestro dios”, nos dijo. Después se corrigió. “Son nuestro segundo dios… ¡No podemos hacer todas estas cosas que piden, como seguridad contra incendios, cuando los precios son tan bajos!” Incluso él tenía un problema con el esquema de precios: “Algo que me gustaría saber es por qué tienen que vender cosas al dos por uno. Ese es dinero que nos quitan a nosotros. ¿Por qué venden al dos por uno?”

Abdus dijo que tenía una gran relación con sus empleados y que exigía estrictos estándares de seguridad contra incendios en todas sus fábricas. Sentía que la fabricación de prendas era una buena manera de llevar a su país hacia la prosperidad. “¡Ochenta por ciento de los trabajadores son mujeres!” Le pedí que me describiera sus sentimientos cuando supo lo de Tazreen. Me dijo que estaba en Londres al momento del siniestro, y agregó: “Me sentí mal porque conozco al dueño, el Señor Delowar Hossain. Es un buen hombre, y ahora todos son problemas financieros, tienes deudas, se quedará sin negocio”. En su cartera, Abdus tenía la tarjeta de Douglas McMillon, presidente de Walmart Internacional. Nos la mostró. Era de la mitad del tamaño de una tarjeta normal. Zain comentó al respecto. “Le pregunté sobre esto”, dijo Abdus. “Dijo que es pequeña para ahorrar dinero”.

Fuimos a la sala de conferencias para tomar algunas fotografías. Tuvo tiempo de pensar en lo que había dicho, y empezó a ponerse muy nervioso. “¡No sabía que me iba a preguntar sobre Walmart!” le dijo a Zain en bengalí. “Ahora entiendo lo que intentan hacer”.

“Esta podría ser la última entrevista que doy,” me dijo. “¡Me podría costar todo!” Sonrió y nos dimos la mano. Me preguntó, casi implorando, que le enviara una copia de la historia antes de imprimirla.

Abdus era decente, moderno, evolucionado; fue por eso que Zain me llevó a verlo. Quería saber cómo se vería la industria en unos años, mientras afianza su lugar en el sistema global y, con suerte, los productores empezarán a adoptar las ideas de Abdus. Antes de partir, Abdus y yo platicamos sobre la logística de seguridad. “Hay cuatro escaleras en mi fábrica y cada una va a un lugar diferente”, me dijo. “¿Para qué necesitas una salida de emergencia?” Le pregunté por Aminul Islam y el acoso contra activistas en la industria textil. “Algunas personas están causando problemas”, me dijo desestimando la pregunta con un movimiento de su mano.

Hoy, tres meses después de haber escapado de Tazreen, Swapna ya encontró un nuevo trabajo con una compañía llamada S21 Apparel, la cual asegura fabricar productos para AllSaints, esa marca de ropa trashy popular entre la clase media alta suburbana de Inglaterra. Mominul, mientras tanto, me dijo que está tratando de conseguir trabajo en una fábrica del grupo Ha-Meem: una lugar donde, el 14 de diciembre de 2010, 23 empleados murieron durante un incendio en el octavo pisto. “Le damos a la gente comodidad y los hacemos verse bien”, me dijo Mominul. “Y haciendo esto, logramos que la gente escuche el nombre de Bangladesh.”

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