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Cultură

Yonquis hardcore en un hotel cuatro estrellas en lituania

Platicamos con personas que han consumido más drogas de las que puedes imaginar.

Estoy en un Radisson cuatro estrellas en Vilnius, la capital de Lituania, para una de las reuniones más cosmopolitas entre yonquis y ex yonquis. Hay heroinómanos de los barrios pobres de Nairobi, consumidores de opio de las calles de Nepal, y fumadores de crack de Kabul, junto con un grupo de profesionales de la salud, defensores de los derechos humanos, y políticos.

En total, hay 750 personas en la Conferencia Internacional de Reducción de Daño en un intento por descifrar la manera de reducir el daño provocado a los consumidores de drogas por la guerra contra las drogas de los gobiernos del mundo. Durante cuatro días, el Radisson se transforma en una burbuja de inmunidad para los fanáticos de los narcóticos de Rusia, Tailandia, Vietnam, y otros estados cuyos ciudadanos son golpeados, arrojados en centros de detención remotos, y que no reciben atención médica para sus adicciones.

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En el hotel hay botes para jeringas en cada baño (todo el personal del hotel está entrenado en el deshecho de agujas), una clínica temporal de metadona, un centro de intercambio de agujas, y una enfermera especializada en sobredosis de heroína para revivir a los muerto (al final de la conferencia, había salvado tres vidas).

En el lounge del primer piso, un taller para fumadores de heroína llamado “Demostración: Técnicas para fabricar una pipa de aluminio”, organizado por un empleado de Kent de nombre Neil Hunt, llama la atención de cientos de curiosos, mientras que Neil, usando azúcar como sustituto de heroína, demuestra la mejor manera de hacer una pipa casera. Esto no es algo que se vea todos los días: un taller para heroinómanos en un hotel corporativo en un estado ex soviético. Aunque para ser justos, tampoco es algo que salgamos a buscar todos los días.

Decidí dejar la demostración de Neil para conocer a algunos de los invitados y averiguar más sobre las vidas que los habían traído hasta aquí.

Afuera, platiqué con Sergey Uchaev, un activista de 30 años, ex adicto a la heroína, de Uzbekistán. Su traductor me informa que él está preocupado de que yo sea de la KGB. Creo que es broma, pero resulta que no. Las autoridades rusas tienen un historial de espionaje contra activistas en ex países soviéticos. Además, es un activista yonqui, así que no me sorprende que esté preocupado.

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A Sergey le amputaron la pierna hace 13 años debido a una infección por inyectarse. Tenía 17 años en aquel entonces y llevaba ya tres años inyectándose. Me cuenta que no tenía idea de que fuera adictivo o que pudiera contraer enfermedades como VIH y hepatitis C por usar agujas. Más adelante en su vida, fue sentenciado a cinco años en prisión cuando lo agarraron con un porro.

Anastasia Teper, de 30 años, quien trabaja en una organización caritativa llamada Vocal que ayuda a adictos jóvenes, me cuenta con un marcado acento neoyorquino que venir a esta conferencia tan cerca de Rusia era cerrar el círculo. A principios de los noventa, su familia gitana-judía huyó de Moscú por temor a ser perseguidos. Se refugiaron en Nueva York, y a los 15 años se enamoró de un consumidor de heroína, seis años mayor que ella. A los 18 ya se inyectaba y era adicta al crack y la heroína.

“Me di cuenta que, todo ese tiempo, mi novio sólo quería hacerme adicta a la heroína para tener con quien compartir las drogas y el dinero”. A los 21 ya había terminado en rehabilitación dos veces y había tratado de suicidarse el mismo número de veces. “Estaba lista para morir. Quería morir. No me veía pasando de los 25”, me contó. “Pero cuando cumplí 22, me di cuenta que quería vivir. La mayoría de mis amigos están muertos, pero ahora cuido de la gente, y eso es lo que siempre quise”.

Daniel Tinga es de Nairobi, Kenia. Debe ser el hombre más alto que haya visto, con unos dos metros diez de estatura. Empezó a consumir heroína a los 26, y empezó a cuidar la casa de seguridad de un narcotraficante. “Guardaba kilos de heroína en mi casa, donde vivía con mi esposa y dos hijos. Me pagaba unos 460 dólares al mes por kilo. Al principio no sabía qué era lo que cuidaba… pero entendí todo cuando empezaron a llevar a yonquis para que la probaran.

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"Tenía curiosidad, así que robé un poco, la fumé y se sintió bien, como una sensación de euforia. Usaba 1.5 gramos al día en secreto, pero eventualmente mi esposa se enteró y decidió dejarme. El narcotraficante descubrió que había estado fumando su mercancía y me despidió. Caí en depresión. Para comprar heroína, empecé a vender. También contrabandeaba. Creo que tengo la complexión para el trabajo”.

Fred, un francés que hablaba muy rápido, tiene tatuajes de tigres en el cuello. Pasó sus veintes trabajando como DJ en las pasarelas de  París, consumiendo entre cuatro y cinco gramos de coca al día; durante nueve años.

“Fue demasiado, lo sé, y a veces no podía ni dormir, pero nunca tuve problema financieros. La vida seguía; coca, antros y sexo. Pensaba en ese producto, la coca, más que en mi existencia.

“Me enteré que tenía VIH a los 18. Mi futuro era morir joven. Estaba deprimido, pero la pasaba tan bien con la coca. El público tiene una mala opinión de los yonquis, nos consideran criminales, pero todos ellos toman alcohol, y eso es mucho más mortal”.

Brun Gonzalez, 24, también usa sus experiencias para ayudar a otros. Cuando le pregunté sobre drogas, me dijo que ha “vivido un poco”, lo cual, después de platicar un rato, resultó ser una subestimación. Su cuerpo es un pozo andante de drogas.

Una persona recluida en su escuela en la Ciudad de México (“porque mis padres eran hippies”), mezclaba “sin cesar una serie de pócimas químicas… lo que pudiera encontrar” desde los 13 años, y se encerraba en su estudio a tocar un blues psicodélico en su guitarra.

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En la adolescencia ya se inyectaba coca, mezcalina, y opio en la misma sesión. Se había convertido en un psiconauta; alguien que explora la mente usando una serie de sustancias psicoactivas nuevas y viejas. “Lo que me gusta de las drogas es la introspección”, me cuenta.

Si hay un rey entre los yonquis, es Eliot Albers. Es el director ejecutivo de lo que podría ser considerado el sindicato global de yonquis, la Red Internacional de Personas que Consumen Drogas (Inpud), la cual tiene un puesto en la conferencia y playeras con lindos diseños. Un ex punk de Londres cuya carrera comenzó tras leer Junky de William Burroughs, Eliot era “un adolescente existencialista relativamente introvertido, deprimido y melancólico, al que le preocupaban las cuestiones cósmicas, la muerte, y el mal”.

“La heroína me sonó a algo que realmente tenía que probar”, me cuenta. Y lo hizo. Saliendo de la escuela viajó al Triángulo Dorado, una de las dos regiones productores de opio en Asia, y pasó todo un año fumando heroína de primera. comprada directamente de fábrica con otros dos güeyes en un cuarto en Chiang Mai. “Parecía ideal para mi temperamento; me hacía sentir cómodo, relajado y seguro”.

La pasión de Eliot por los opiáceos lo llevó a comer opio en Palestina y de orador de filosofía fumando heroína. Ahora, es uno de los pocos cientos de personas en el Reino Unido que recibe morfina por parte de la NHS.

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“Nunca he creído en la idea de que la adicción es una enfermedad. Me ayudaba a funcionar como quería funcionar, me caía bien. Tengo un lazo muy fuerte con las drogas. Es una pasión”.

Lo extraño de Abdur Raheem, 49, de Kabul, es que después de llevar una de las vidas más duras que te puedas imaginar, es la persona más dulce del lugar. Empezó a comer opio en una prisión iraní (donde fue sentenciado a 12 años por participar en una pelea) para calmar el dolor que sentía en una pierna y así poder jugar futbol en el patio.

"Cuando comía opio, era un momento muy especial que no puedo expresar en palabras”, me cuenta. Tras salir de prisión, adicto al opio, descubrió que su prometida había desaparecido y que sus padres estaban muertos. Después lo deportaron a Kabul, donde se quedó en la calle y se unió a una comunidad de 700 adictos a la heroína que vivían en el ex centro cultural ruso.

Un absceso por inyectarse en la entrepierna lo llevó a una nueva clínica de Medecins de Monde, y Abdur se convirtió en el primer afgano en ser tratado con metadona. Después de siete desintoxicaciones, dejó la metadona, lleva dos años sin ella y ahora forma parte del Movimientos Afgano de Consumidores de Drogas. Esperando que lo negara fehacientemente, le pregunté si consumía drogas hoy en día. “A veces coca y crack”, me sonrió, “pero sólo en fiestas con mis amigos”.

En otra parte del hotel se proyectan cortos, uno de ellos llamado Carpet Drugged. En él aparecen niños en una choza en un pueblo afgano comiendo opio de mano de sus padres para calmar el dolor después de tejer tapetes todo el día. Este güey, Bikash Gurung, 26, ganó el premio a mejor película en el Festival de Cine de Drogas por Journey of Change, una película sobre el secuestro, tortura y las detenciones de jóvenes yonquis en Nepal. Cuando Bikash fue encontrado con un grupo de heroinómanos adolescentes, fue interrogado y golpeado durante 53 días, antes de pasar nueve meses en una prisión donde la mitad de los reos estaban ahí por cargos falsos de posesión.

Hay otras presentaciones sobre inhaladores de pegamento en Mombasa y adictos a la mefedrona en Bucarest. Hay un taller sobre heroína contaminad con ántrax y uno sobre el respetado sistema de tratamientos en Suecia, y cómo en realidad no es tan bueno como todos creen.

Organizar una conferencia para evaluar la mejor manera de ayudar a personas con graves problemas de salud es una idea razonable y loable. Pero lo que hace que esta conferencia de yonquis en el Radisson de Vilnius sea algo tan absurdo es lo ridículo de las leyes antinarcóticos que reunieron a estas personas en primer lugar. Ninguna de las personas a las que conocí eran monstruos. Parecían personas buenas que habían sufrido profundamente, se habían sometido a un proceso exprimidor de químicos, y habían logrado seguir adelante con su lucha. En general, parecían haberse hecho más daño a ellos mismos que a los demás. Sin embargo, una cosa queda clara después de hablar con ellos, fueran de donde fueran, el estado había hecho que fuera más difícil sobrevivir y escapar de su situación por una simple razón: porque consumían drogas.

No era la primera vez que me daba la impresión de que los gobiernos del mundo están menos interesados en librar una guerra contra las drogas, que una guerra contra quienes las consumen.

Sigue a Max en Twitter: @Narcomania