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Así fue crecer en

Así fue crecer en: Veracruz

Bailar y saber nadar eran una obligación, sobre todo en mi familia que hacía grandes fiestas en el patio de la casa de mi abuela rumbera, espiritista e hija de un almirante de la Naval.

El autor vestido como Capitán Garfio posando en la Marigalante, una carabela antigua replica de la Santa María de Cristobal Colón que venía de vez en cuando al puerto de Veracruz para que turistas se tomaran una foto.

Crecí en el Puerto de Veracruz en los 90, antes de que la gente comenzara a desaparecer. Crecí con la salsa y canciones de Los Ilegales sonando en supermercados, en el centro y en el transporte público. Bailar y saber nadar eran una obligación, sobre todo en mi familia que hacía grandes fiestas —a las que llegaba todo mundo— en el patio de la casa de mi abuela rumbera, espiritista e hija de un almirante de la Naval.

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Veracruz era un paraíso tropical. Siempre. Sólo dejaba de serlo hasta que escuchabas o leías que la gente se agarraba a machetazos o a vergazos por algún amorío o por algún objeto aventado desde un carro alegórico en el Carnaval.

Lo digo —y puede que me equivoque— porque me críe en dos mundos diferentes:

En el de la clase media aspiracional como "hijo de padres respetables", estudiando en un colegio privado fundado por libaneses —que hasta tenían su club de ricos—; y en el barrial, con sus casas pequeñas de Infonavit, sus andadores empedrados, sus condominios con mecates en lo alto con ropa al viento, el señor de los esquites puntual a las siete, la señora de las picadas y las cáscaras de fut o beis en estacionamientos con porterías improvisadas.

Ese mundo de ferrocarrileros y obreros del muelle que contaban nuestros abuelos había quedado muy atrás. Ese "Veracruz de antes", en el que vendedores tomaban la noche para vender cocuyos a gente de buenos modales no eran más que cuentos.

En Veracruz todo mundo se conoce, directa o indirectamente, porque el puerto es eso: una tierra segmentada y semiapestosa en la que todo mundo sabe quién es quién y en la que todos convivimos, por lo menos una vez, en el mismo lugar; ya fuese en el Carnaval, en las playas durante semanasanta o en el estadio Luis "Pirata" Fuente, donde la música de fondo eran siempre las mentadas de madre entre se Los de Sombra y Los de Sol.

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Fiesta decembrina en la colonia 2 caminos. En Veracruz no hace tanto frío pero apenas llega "un nortecito" hay que sacar las chamarras apestosas a naftalina.

En el colegio privado te ganabas el respeto siendo buen jugador de fútbol o buen estudiante. Importaba mucho quiénes eran tus padres —a qué se dedicaban— y los maestros estaban al pendiente de todo, el cuadro de honor te daba prestigio: el reconocimiento llegaba cada mes durante el homenaje a la bandera. En la clase media aspiracional se quiere ser siempre más, el prospecto de esa idea que te hace sentir una mitocondria: "ser alguien en la vida".

Quizás por eso nuestras mamás siempre nos presumían y competían entre ellas para ver quién hacía la fiesta temática —de Power Rangers, Tortugas Ninjas o el superhéroe sensación del momento— más grande y concurrida en el salón climatizado de moda.

En esa primaria medio carcelaria llamada Antonio Caso a la que fui, los niños aspirábamos a ser Gokú o un caballero de Atena, Jorge Comas o Adolfo Ríos; las niñas querían ser Sailor Moon o la Power Ranger rosa.

Pero sobre todo queríamos convertirnos en profesionistas como nuestros padres y ganar mucho dinero. Además éramos algo nacionalistas: cantábamos con orgullo el himno nacional, sobre todo en los mundiales de fútbol.

Cuando se nos olvidaba el balón usábamos un Frutsi vacío, jugábamos a los tazos, pedíamos fiado en La Tiendita —nuestras mamás pagaban por quincena— y cuando no había nada de eso teníamos batallas pokemón a través del infrarojo de nuestros Game Boy. Recuerdo que una mamá histérica —o alguna maestra—pegó volantes sobre Pikachú —siempre con acento en la u— y decían que era como el diablo, que su nombre significaba "Diez mil veces más fuerte que Dios" y que un niño en no sé dónde lo había mirado a los ojos antes de terminar poseído.

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Nos espantaban con La Blancanieves del Reino Mágico —una muñeca que según se mueve poseída por espíritus del viejo panteón—, también con algún loquito del vecindario que según nos iba a robar o con Evangelina Tejera, la reina del Carnaval que descuartizó a sus hijos y los sembró en una maceta.

También nos contaban historias sobre avistamientos de OVNIS en la playa, en lo que se conoce como La Salida del Pulpo.

El autor con su abuela antes de convertirse en un gran bailarín. Era condicionado a bailar por lo menos 10 piezas de salsa con su abuela.

En las vacaciones familiares era obligatorio ir a "las albercas" de Mocambo con nuestras chanclas de pata de gallo o al río de la Condesa del Malibrán, cuya casona abandonada —La casa del Diablo— era un reto para los más atrevidos. Se decía que si entrabas quedabas todo loco, todo ido y pendejo.

En las navidades el colegio contrataba camiones para La Rama, cantábamos versos en casas de compañeros, donde se nos alimentaba con pambazos, dulces y hasta nieves del Güero Güero. Se armaban grandes fiestas con ponche y piñatas: las Posadas. Al regresar a clases, en enero, el director caradura de la escuela bautizaba los juguetes que nos habían dejado los Reyes Magos.

Cuando crecimos comenzaron las tardeadas y con ellas las más grandes diferencias entre nosotros. En la secundaria muchos dejaron el futbol, se interesaron por el graffiti o por canciones de Blink 182 o algún grupo de rap, aunque los muy burros reprobaran inglés. Algunos comenzaron a vestirse de negro o a transformarse en emos, y aunque la mayoría quería sentirse grande yendo a un antro, algunos comenzaron hablar de toquines del grupo Insite.

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Entonces Plaza Las Américas dejó de ser el lugar al que íbamos a jugar Nintendo, para convertirse en el que ibas a ligar con estrategias de revistas para adolescentes y conversaciones sobre los videos más vistos de MTV. En este entonces hubo pandillas fresonas que se juntaban en las escaleras del Sanborns: los Pixies, los Pornotes, las Pelkaz. Todo mundo jura haber formado parte de alguna de ellas.

Fue la época en que ser chido era ir al Deportivo Veracruzano a pasar el rato o los fines de semana a Plaza, donde dábamos vueltas como caballos de hipódromo, veíamos películas dobladas en el cinépolis y hacíamos tonterías.

El equipo de barrio Hielo El Popo que entrenaba en el Infonavit Buenavista, a cargo del exjugador Jorge Enrico Pavessi quien decía haber entrenado a Maradona. Fueron Campeones de Liga y Campeón de Campeones, derrotando al equipo de ricos Peñarol, quienes se llevaron la copa.

Luego llegaron las salidas más frecuentes al antro, las drogas —había cierto rechazo para quien las consumía frecuentemente— las fiestas con Tonayan, música de reggaetón y la épica del antro: historias exageradas en las que se intentaba competir en número de pomos bebidos. Veracruz ya se había poblado de jugadores que habían entrenado en las Fuerzas Básicas de los Tiburones Rojos y nunca llegaron al primer equipo porque se lastimaron la rodilla.

Crecer en el barrio fue más rústico. A nadie le importaba cómo vestías, te mandaban a la verga por cualquier cosa, tenías que aprender a defenderte tú solo porque ahí valía verga quiénes eran tus padres: te nombraban con un apodo y así te llamarías para siempre. En mi caso fue "el Samo", por el karateka gordo de ojos rasgados que aparecía en la serie Ley Marcial.

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Eran mañosos: sabían en qué lugar jugarte para volarte los tazos.

Había un vago en cada esquina donde había maquinitas pasándose el King of Fighters con un solo peso o esperando a que fallaras para decirte "si quieres te lo paso carnal".

Los amigos no eran amigos, eran "la flota", "la banda" y nadie decía "hola", decíamos "oyeloco", "quépedoviehita", "quéiris". Nadie decía "mucho", sino "un guato" y nadie se enojaba, se "peía".

El sábado de Gloria se armaban batallas de globos con agua contra la calle enemiga. Esas mismas batallas se daban con almendrazos o con chinos. A veces simplemente eran los más jóvenes contra los más viejos del barrio.

Crecimos con historias de putos que morían frecuentemente por inflarse senos y nalgas con siliconas y aceite de comer o para motor. Y aunque éramos niños no faltaba el que te decía: "pa' mí que eres su mayate". Es decir, que te lo andabas comiendo. Porque en Veracruz si te comes un puto te hace doblemente macho.

También jugábamos videojuegos rentados en videoclubs. Se armaban las retas de Mortal Kombat en el Nintendo 64 y competíamos para ver quién se pasaba el Zelda más rápido. De vez en cuando jugábamos Winning Eleven, comprado pirata con El Jarocho del mercado. Los fines de semana, los trabajadores de barrios a la redonda venían al deportivo El Hoyo a jugar béisbol y al final bebían junto a una virgen mientras esperaban las picadas, empanadas y gordas de Doña Tere.

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Coleccionábamos hielocos, crecencios, pepsilindros. La flota se llenaba los dedos con polvo de Cheetos, andábamos en chanclas. Mitigábamos el calor con hielitos de cacahuate, el antojo con chicharrones preparados con col, crema, queso, pollo y salsa.

Las niñas saltaban la cuerda, el avioncito. Pero casi no las dejaban salir, se les cuidaba mucho y como las niñas siempre maduran más rápido, llamaban a la radio para pedir canciones románticas o de reggae panameño como las de El General, Fey o la Onda Vaselina.

Crecimos. El reggaetón se había apoderado de la ciudad. Algunos comenzaron a tatuarse el nombre del barrio en el que se forjaron, otros a perforarse la oreja con circonia. La izquierda, porque si lo hacías en la derecha eras puto. Las cáscaras de futbol se jugaban de madrugada, no por un refresco sino por una "kawasaki" y la señora del parquercito, de vez en vez, nos echaba a "la ley".

Se debía perpetuar la tradición del barrio respetado: si eras del Infona tenías que defenderlo, ser bragado, "no ser puto" y entrarle a los "refuegos" contra otros barrios. Y cuando los polis te subían en la camioneta para sacarte dinero, debías "aguantar machín".

La flota comenzaba a conectar sus primeras drogas "al punto", a charolear para "sacar las frías". Nos íbamos a la playa o al estadio en bola para ponernos hasta la madre.

Caer en los separos forjaba el orgullo, te iba creando fama entre la flota como un rifado aunque te sacaran tus papás. Al igual que la clase media, relatábamos épicas de antro, pero más teatralizadas y aderezadas con vergazos.

Crecí en un Veracruz donde el calor aplasta a sus muchas caras. No solo hay dos: son miles, incontables. Mirando cómo la gente se quedaba un buen rato frente al portón de las Telas Parisina "pa'agarrar clima" o se detenía en las esquinas, bajo la sombra, para comer un volován. En el de rumba, el castre y el cotorreo. En el Veracruz salitroso que se come a sus edificios demasiado lento, al mismo ritmo del oleaje que lo baña.