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Lo verdaderamente importante en la vida son las cobijas

Memorias de una tapatía en Alaska.

Ir a Alaska es una forma panorámica de decir “váyanse a la mierda”. Alaska forma parte de Estados Unidos, pero no está geográficamente unido a ese país. Además de que entre ellos se atraviesa un país enorme (Canadá), no encontré ninguna similitud con ninguna de las ciudades gringas que he visitado. Es un lugar muy raro, fascinante, hermoso y escalofriante. Es enorme y caro. No hay líneas de autobús, así que moverse de una ciudad a otra sin auto es muy complicado. Pero existen los tours y las agencias que rentan autos, también existe un sistema ferroviario en el que casi exclusivamente viajamos los turistas.

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Tomo el tren para llegar al Parque Nacional Denali, una reserva natural de más de 24 mil kilómetros dentro de la cual está el Monte McKinley, el pico más alto de Norteamérica. Mi color de cabello resalta entre las cabelleras blancas de los demás pasajeros, viejos de todo el mundo y decenas de orientales con cámaras costosas y bastones.

En la estación del tren descubrí que soy de los pocos pasajeros solitarios, hay otros dos chicos más, uno de ellos es un príncipe, además, su desinterés absoluto por mi existencia lo hace mucho más lindo. No alcanzo a adivinar de qué país es, pero su mochila está tan pequeñita y bien acomodada, que pienso que seguramente ha acampado varias veces y no es como yo, una loca que intentó meter todas las cobijas posibles a una mochila que me regaló mi mamá en navidad, como aceptando que toda la vida me voy a estar largando de viaje.

La facilidad con la que puedes ver un oso comiendo moras a la orilla de la carretera es al mismo tiempo absurda y brutal, y los habitantes hablan del encuentro con un oso como nosotros hablamos de la posibilidad de que a alguien le arrebaten la bolsa en el Centro.

Después de seis horas de trayecto llegamos a Denali. Busco el lugar donde me tengo que registrar para acampar, hay sol pero hace un frío de esos dolorosos que resecan las manos y las dejan blanquitas. El príncipe se baja también en el parque, pero lamentablemente acampa en otro sitio lejanísimo del mío y no me permite seguirlo admirando en el anonimato y la distancia. Después de una caminata como de 15 minutos encuentro el sitio que me corresponde y me dispongo a armar mi casa, temiendo que por la cercanía de este sitio con un río haya osos. Ilusa. Hay osos cerca no por el río, porque ya ni hay salmones, sino porque ahí viven. Cambio de lugar como tres veces y finalmente decido instalarme no muy lejos de otra casa de campaña, supongo que por cobarde y también porque pensé que si un oso llega, tiene más opciones alimenticias además de mi cuerpo.

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En realidad estoy acampando porque no había espacio en un hostal en el que quería estar y las demás opciones son carísimas. No es que no me guste hacerlo, pero hacía años de la última vez que acampé y nunca había acampado sola. Armo la casa y son las seis de la tarde, hace un frío inconcebible y empiezo a dudar terriblemente de que mis decisiones textiles hayan sido las correctas. La mezclilla es un infierno (de hielo). No hay nieve, solamente en las montañas, no estoy en un Alaska blanco, estoy en un bosque precioso, a una temperatura criminal. Estamos en septiembre, ¿qué les pasa? Wikipedia no me advirtió sobre esto. Decía que hacía 18° C, esto máximo es 5, a mí no me engañan.

Tengo tiempo de sobra y hambre, pero no es hora de comer, así que me hago güey caminando en círculos por el campamento, me da miedo perderme y tengo demasiado frío como para quedarme estática admirando el paisaje. Así que camino a lo idiota y me encuentro con una especie de teatro al aire libre en el que un Ranger, igualito al que salía con el Oso Yogui, da una plática sobre lobos. Tiene una piel de lobo y está explicando algo del pelaje, yo tengo las manos metidas entre las piernas pensando en qué chingón sería si me presta el cadáver de lobo para dormir con él, seguro no tendría frío. Tampoco tendría tanto frío si durmiera con el príncipe. O quizá sí, pero me distraería. O quizá no. De pronto el Ranger se pone a hablar de los osos, de lo que hay y no hay que hacer que hacer en caso encontrarse con uno. Entonces existe la posibilidad latente de que me encuentre con osos. No tengo conmigo bear spray, un spray de pimienta y que en realidad sólo sirve si estoy ya frente a frente con el animalejo.

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Recomiendan que no hagamos caminatas solos. Genial. Vine sola a este viaje al centro de la nada y tengo que hacer excursionismo cantando o aplaudiendo, como una loca. Ni modo. No quiero ser comida, no tengo interés en ver osos. Hacía unos días vi uno en la carretera y tuve suficiente. Les temo y quiero vivir. No pasan de las 8:30 y todavía hay luz, aún tengo hambre y frío. A la entrada del campamento hay una tienda y venden un atado de leña a diez dólares. Me resulta carísimo pero lo compro. No tengo ni puta idea de cómo se prende una fogata. No creí que iba a ser necesario. La semana pasada también acampé y no necesité de fogata, y asumí tonterías. Me enfrento ante dos verdades, estoy padeciendo un frío terrible y mi inocencia (estupidez) me ha llevado a ser imprudente.

Este lugar cuenta con Wi-Fi. Fuera la gente se sienta con su computadora en las rodillas y se detiene en medio de cualquier lado para checar su teléfono. Es sorprendente la cantidad de sitios inhóspitos en Alaska con acceso a internet. Es más, puedo subir fotos a Instagram mientras cago en una letrina. Fantástico. Pinches gringos. Este tipo de detalles me recuerdan que estoy en Estados Unidos. Uso mis restos de pila para googlear “cómo prender una fogata”. Yahoo Answers, no me falles. En el informe del clima pegado en la tienda advertían una mínima de -3°, me dan ganas de llorar y me río. La temperatura actual, según mi teléfono es 9°C. Me da más risa y creo que hasta me salen lágrimas. ¡Esta chingadera planea descender todavía 12 grados! Pienso que qué pinches metas pendejas me pongo. Yo ni sé escalar ni nada, soy lo menos deportista posible. Las escaleras de la línea naranja del metro son un ejercicio tremendo y el cambio de estación de La Raza me parece un maratón. Ya ni me acuerdo por qué quise venir a Alaska. Creo que me traía el hecho de que está lejos de todos y de todo, y que quieren legalizar la mariguana. Realmente no es tan lejos de México. Pero como idea, Alaska representa un lugar aislado y solitario. Una isla pegada a un país. Una mandada a la chingada absoluta en forma de boleto de avión.

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Vuelvo al campamento e intento prender la fogata. La hojarasca necesaria para iniciar el fuego está mojada así que tengo que usar todo el papel que traigo conmigo: una servilleta con mocos, el boleto de entrada y el mapa del parque. Le hablo al fuego para que continúe prendido: “No mames, no te apagues, por fa”. En la soledad, uno dota de vida a casi cualquier cosa. Me asombra lo fácil que es hablar en voz alta cuando uno está solo. De eso a la locura hay pocos pasos. Entiendo a los vagabundos que terminan orates. Con el fuego prendido soy invencible, saco mi comida del contenedor a prueba de osos y me doy un festín. Tengo una botella de vino y la bebo toda. La gente que pasa frío tiene todo el derecho de emborracharse. Es más, los exhorto a hacerlo. Ayuda muchísimo. Debo provocarme sueño antes de que se termine el fuego. Faltan horas y sé que no moriré de frío, ni siquiera tengo el consuelo de la muerte. Sólo la voy a pasar muy mal, por muchas horas. Cuando se acaba el fuego me dan ganas de construirle un templo como agradecimiento, y otro al vino. Con razón eran considerados dioses. Este par me ha ayudado más que Jesucristo. Me meto a la casa y me quedo dormida con terror, pensando que a las 7 am me despertaré con todo el frío del mundo lista para comprar otros diez dólares de leña.

Milagrosamente, no despierto sino hasta las diez de la mañana. Lo que quiere decir que dormí cómoda, o quizá muy peda. Pero qué importa. Sobreviví a mis estúpidas decisiones. Estoy tremendamente feliz. He logrado una de las cosas más importantes de mi vida y no tengo con quién compartirlo, más que con los osos que espero no encontrar. Estoy tan feliz, que me cuesta trabajo pensar que dentro de unas semanas, volveré a mi vida habitual y compraré mis caguamas en el Oxxo de siempre.

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Al día siguiente subo al mirador del Monte McKinley, me dan ganas de gritarle a todos que prendí una fogata yo sola, pero seguramente todas las personas ahí presentes lo habían hecho antes de los 12 años. Frente a las montañas no hay nadie, hace mucho frío y la montaña está cubierta por niebla. La mayoría de los visitantes se resguardan en un pequeño edificio que tiene información sobre el parque. Las montañas están solas como yo. Al día siguiente hay sol y el cielo está limpio, finalmente puedo ver la montaña, es preciosa, enorme, lejana y blanca. Es mi último día acá. No puedo estar más horrenda. Tres días sin bañarme, casi nulo contacto humano, un olor a sobaco tan brutal que es casi rico, raspada de todos lados, con al menos dos moretes en cada rodilla, cansadísima. Y de pronto, sentado en una banca cualquiera del parque, me encuentro al príncipe del tren. Sigue ignorándome y se sigue viendo guapísimo. ¿Cómo le hizo? Está perfectamente peinado y leyendo A Call of the Wild. Yo para ese entonces ya estaba a punto de convertirme en simio. Me siento al lado de él mientras me coloco en el dedo gordo un curita de Bob Esponja sobre una herida que me provoqué cortando una manzana.

En Alaska aprendí que lo realmente importante de la vida son las cobijas. También aprendí a disparar una escopeta. Sabidurías que en mi caliente y calmada ciudad de origen, son obsoletas.

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