Sin referentes

FYI.

This story is over 5 years old.

Materia Prima

Sin referentes

La poeta manizalita Fátima Vélez nos cuenta su íntima historia familiar: cómo decidió dar a luz a un par de mellizos con una pareja gay.

La foto de portada es deDaniel Santiago Salguero.

En un momento de mi vida tuve la sensación de que yo era un hombre homosexual atrapado en un cuerpo de mujer. La historia empieza cuando tomé una decisión que para mis veintitrés años era una locura: tener un hijo con mis dos amigos entrañables. Había renunciado a la forma de amor convencional con la certeza de que tener un hijo con un hombre heterosexual, (por lo menos, con el tipo de hombres con los que me había metido hasta ese momento) era vivir una vida de abnegación, de una separación inminente, de tener que llamar al tipo todos los meses para pedirle la plata para mercado, la matrícula, el arriendo, como le había pasado a mi mamá con mi papá, cosa que le dejó a ella unas bolsitas muy marcadas en los párpados.

Publicidad

En nuestro Swift modelo 92, con mi perro Tolomeo y mi panza de ocho meses de embarazo de mellizos, emprendimos el viaje hacia una finca en el Quindío, que había sido un hotel pero que cuando llegamos estaba en un limbo entre finca hotel y carpintería orgánica. El tío de uno de mis amigos, que era el dueño de la finca, nos dejó que la manejáramos con tal de que la pusiéramos a producir plata y nosotros decidimos hacer una residencia para artistas. Lo de la residencia y el escepticismo de mi papá y de casi todas las personas a las que le contamos la idea es otra historia. La cosa es que yo estaba embarazada de dos hombres que se amaban ––y que me amaban de una manera no erótica, pero me amaban–– y nos fuimos a vivir al campo a fundar una familia de amigos y durante un poco más de un año ellos se convirtieron en mi mundo.


Lea también: "Las dificultades de sentarse a escribir", la primera columna de Fátima Vélez.


A medida que pasaba el tiempo mi mundo se reducía, como pasa en el campo por muy abiertos que parezcan el aire y el paisaje. Se reducía como pasa también con este tipo de decisiones, que en la idea suenan muy bien, pero que en la práctica requieren pasar por un túnel del que no se sabe con certeza cuando se pasará al otro lado, no se sabe ni siquiera si habrá otro lado. Por poco la circunstancia de este triángulo desbarata nuestro proyecto de familia. Dada nuestra situación había que reinventar el amor, pero en ese momento, con dos niños recién nacidos y ese mar de leche en el que me había convertido, no tenía cómo saberlo. Desolada en la isla de la leche, no tenía un referente para saber qué se hacía en esos casos. Sentía que había transgredido todos los límites y, en mi paranoia, no podía ver eso maravilloso que me estaba pasando y había escogido, y sólo esperaba el castigo por mi transgresión, un rezago de mi educación católica de la que todavía me estoy recuperando. No tenía ni siquiera un referente literario. Ni mucho menos una telenovela. Ni una película. Ni un chisme. Ni un manual de colegio que me hubiera dicho que existen múltiples maneras de quererse.

Publicidad

Quizás la razón por la cual las religiones monoteístas son tan violentas es por tratar de imponer una visión única. Puede que ocurra lo mismo con la monogamia. Sin embargo, aunque ahora vivo en monogamia, cosa que para mí resulta una excentricidad, la disfruto, es parte de la manera en que he decidido vivir porque es una decisión y no algo impuesto. Lo que me parece terrible es la imposición, que a uno le digan desde chiquito cuál debe ser el dios que debe adorar y cómo y cuál debe ser el objeto del deseo, y que uno debe casarse de tal manera y tener hijos a los treinta y tantos, cuando ya haya hecho muchas carreras y maestrías y tenga suficiente plata para mantenerlos, en fin.

"Por ahora, nos negamos a entrar en un sistema educativo que promueva la desigualdad y el elitismo, que, además de todos los problemas de matoneo homofóbico, separa desde la infancia a la gente que puede pagar de la que no".

Entonces, volviendo a nuestra historia, cuando tuve a mis hijos y mi panza quedó hecha la flacidez en piel, mi cuerpo de mujer se volvió un concepto muy abstracto, y mi objeto del deseo era el amor homosexual, los cuerpos de dos hombres que se amaban. No había una cirugía de cambio de sexo para mi caso, ni tampoco un psicoanalista que me tratara. Tenía la idea de que nuestra familia podía funcionar pero seguía con el chip del amor posesivo, pretendía que esto funcionara como una pareja tradicional. Hasta que una amiga me dijo algo que cambió el curso de los acontecimientos, que estaban al borde de tornarse trágicos. Me dijo que volviera al principio, que me acordara de la razón por la que todo esto había empezado, de lo increíbles que eran esos hombres con los que yo estaba, del acuerdo entre los tres, de la idea de fundar una familia entre amigos precisamente en oposición a una manera insana de querer, de no dejarme ganar por las pasiones, de reflexionar sobre lo que de verdad estábamos logrando y podíamos lograr. Mi amiga plantó la reflexión y en un proceso muy difícil, muy racional, dejé poco a poco de sentirme hombre gay no correspondido, decidí dejar de enmarcarme en tal cuerpo y tal identidad y tal orientación, y así volví a encontrarme con un yo femenino inclasificable. El semestre pasado tomé una clase del doctorado de literatura hispanoamericana en NYU, "Sexualidades impropias". El profesor, Gabriel Giorgi, propuso una definición de lo queer como "eso que excede los regímenes de propiedad de un cuerpo". Podría decir que la manera en que yo me siento frente a mi cuerpo y mi identidad resuena con esa idea de lo queer propuesta por Giorgi.

Publicidad

Por suerte nuestro proyecto de familia no se tornó en una situación dramática por las pasiones del amor, sino en un equipo de amigos que la pasan bien con sus hijos y pueden enseñarles que hay muchas maneras de vivir, de convivir y de quererse. Después de siete años de esta aventura, y a pesar de que el principio no fue fácil y hubo varios procesos de adaptación y de aceptación por parte de las familias, puedo decir que logramos construir una familia de amigos, entender y respetar al otro sin imponer formas enquistadas de querer, sino inventando cada día esto de convivir.


Lea también: "Los poemas porno de Jacobo Cardona".


En parte por creer en esas formas diversas es que no queremos estar en Colombia. No ahora. Quisiéramos vivir en un lugar donde nuestros hijos puedan tener legalmente los tres apellidos y no tengamos que dar tantas explicaciones. Aún no existe, pero en nuestra unión lo vamos forjando. Por ahora, nos negamos a entrar en un sistema educativo que promueva la desigualdad y el elitismo, que, además de todos los problemas de matoneo homofóbico, separa desde la infancia a la gente que puede pagar de la que no, y no ofrece la oportunidad de que los niños estudien en un ambiente sano y libre en un colegio público de barrio, donde puedan ir todos, sin importar color ni procedencia socioeconómica, ni situación familiar. Un sistema de educación que está pensando en cartillas de identidad y orientación sexual es sí, avanzado, importante, tal vez crucial, pero aún no se han resuelto problemas de fondo como la desigualdad social que significa el tema de los colegios en Colombia. Y estudiando el panorama desde varios ángulos es probable que estas cuestiones no se vayan a resolver. Nunca he visto un debate al respecto. Me pregunto por los colegios donde podría encajar una familia como la nuestra. Si es que los hay, o son carísimos, o lejísimos, o demasiado alternativos y malos académicamente. Es contradictorio que el colegio Montessori de Bogotá, por ejemplo, que promueve una pedagogía de inclusión, sea uno de los colegios más caros. No puede ser que el dinero sea lo que determine la calidad educativa de un país. Tener de dónde escoger no debería ser una cuestión de riqueza.

"Hay algo de razón en que los referentes literarios y culturales influyen en nuestras emociones y comportamientos. No hay que ser niños para que esto suceda".

Y hablando de colegios y cambiando un poco el ángulo, leí en Arcadia un artículo de hace unos años de Francisco Barrios a propósito del escritor bogotano Fernando Molano Vargas. Barrios dice algo que me parece muy acertado. Que la novela de Molano Vargas, Un beso de Dick (1992) (si no la han leído, léanla, es de lo mejor, hay una versión en línea de la Cámara de Comercio de Medellín), sobre dos adolescentes que se aman, sería un buen libro para que los niños lean en el colegio y tengan un referente sobre lo hermoso y complejo que puede ser el amor homosexual. Pero antes, más que educar a los niños habría que educar a los padres. Si la novela se leyera en los colegios con seguridad algunos padres de familia saldrían furibundos con un argumento sobre la ideología de género, que se les está inculcando la homosexualidad a los niños desde pequeños. Hay algo de razón en que los referentes literarios y culturales influyen en nuestras emociones y comportamientos. No hay que ser niños para que esto suceda. Le pasó a Alonso Quijano. Y a Emma Bovary. Y a una niñera de mis hijos que después de leer Rosario Tijeras quiso convertirse en sicaria. Pero entonces, habría que advertirles a los padres de familia que no dejen ver a sus hijos series de mafiosos y paramilitares y guerrilleros, de pronto el hijo o la hija se les vuelve quién sabe qué. Si yo tengo tantas taras sobre el amor en parte se debe a que la base de mi educación está en las telenovelas mexicanas. A mí me educó fundamentalmente la trilogía de Talía: Marimar, María la del Barrio y María Mercedes. A la hora de enamorarme el referente talíano abunda.

Pero la idea no es convertirnos en lo que vemos ni en lo que leemos. La literatura y las estructuras narrativas en general nos dan la opción, o la trampa, nos provocan, quieren que nos sintamos identificados porque eso es lo que garantiza su funcionamiento; lo vislumbró Aristóteles siglos atrás en su reflexión sobre la tragedia. La literatura y todas las formas que la suceden tienen la capacidad de hacernos sentir con el otro, de entender el sufrimiento sin tener que sufrir, y, yendo más lejos de lo propuesto por Aristóteles, la capacidad de comprender que hay formas no convencionales de vivir que también son posibles. A mí la literatura me ha enseñado que es aburrido imitar las formas establecidas, me ha dado la fuerza y las ganas de probar, no sólo en la escritura, sino en la vida. La literatura, sobre todas las cosas, me ha permitido sortear las categorías morales, estéticas, sociales, políticas, familiares. Me ha mostrado el camino del "entre", la paradoja, los intersticios; me ha entregado la fascinación por los lugares difusos. Así las cosas, no me queda sino decir que ninguna mejor cartilla para respetar al otro en su diferencia y diversidad y lo inclasificable que la literatura.