Pánico a Menorca y puros: el Dream Team en Barcelona 92
Todas las fotografías cortesía de la editorial Contra

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Pánico a Menorca y puros: el Dream Team en Barcelona 92

Michael Jordan, Magic Johnson y Larry Bird maravillaron al mundo en los Juegos Olímpicos de 1992, pero su majestuosidad en la cancha de baloncesto contrastó con su comportamiento fuera de ella.

Este artículo se basa en el libro sobre la aventura olímpica en Barcelona de los mejores jugadores del mundo 'Dream Team: la intrahistoria del mejor equipo que ha existido jamás', escrito por el reputado periodista de Sports Illustrated Jack MacCallum. La editorial Contra publica ahora el relato en España.

"Entrenador, no vamos a ir a esa Menorca de los cojones". Eso dijo Charles Barkley tras escuchar a su entrenador Chuck Daly en la primera reunión del mejor equipo de baloncesto de la historia. El Dream Team que deslumbró al planeta en los Juegos Olímpicos de Barcelona vino a España pensando que Menorca era un lugar oscuro y desangelado, un paraje con un elevado índice de suicidios.

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El fallecido Chuck Daly, que además de a la selección estadounidense había dirigido a los Detroit Pistons que ganaron dos anillos, les había vendido la isla balear como si se tratase de un lugar terrible. Les dijo que si perdían irían allí, pero que si ganaban irían a Mallorca, un lugar idílico, un sitio para llevar a "novias y esposas". Una técnica un poco extraña pero que sirvió para espabilar a sus estrellas. Daly era el encargado de llevar el transatlántico de los Jordan, Bird, Magic y compañía a buen puerto en ese inolvidable verano de 1992 y cualquier truco era bienvenido si funcionaba.

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Está claro que el entrenador, como buen guiri que era, no tenía ni idea de lo bonitas que son ambas islas, y los jugadores jamás las visitaron. Minutos después de colgarse el oro en el podio del Pavelló Olímpic de Badalona, un vuelo chárter se los llevó de vuelta a la realidad, a Estados Unidos y a la NBA.

El relato del periplo del mejor equipo de la historia en Barcelona no parece, sin duda, el de un equipo profesional de baloncesto. O sí, aunque hoy en día los detalles que desvela Jack MacCallum en Dream Team, gracias a su estrecha relación con todos los miembros del equipo, son una quimera periodística.

Golf y doble dosis de ibuprofeno

Michael Jordan aceptó viajar a Barcelona bajo dos premisas: primero no podía estar Isiah Thomas, su archienemigo de los Detroit Pistons; en segundo lugar, MJ quería ir a su bola, tener plena libertad para jugar al golf cuando él quisiera. Así explicaba la ascendencia de Jordan en el equipo uno de sus capitanes, el legendario Magic Johnson: "Chuck nos preguntaba: 'Entonces, ¿entrenamos mañana?'. Michael y yo nos mirábamos, y, si él no tenía ganas, le decíamos que no a Chuck. O el entrenador nos decía: '¿A qué hora queréis empezar mañana?' Y Michael contestaba: 'Pronto porque quiero jugar a golf'".

En Montecarlo, donde el Dream Team se preparó para los Juegos, la rutina era más o menos la siguiente: dos horas al día de baloncesto y las veintidós restantes para jugar al golf, apostar en los casinos y admirar boquiabiertos las atracciones turísticas, las playas nudistas y las modelos. Los empleados del casino le pidieron un favor a Magic: que pagara los cincuenta mil dólares de deuda que había contraído un tal monsieur Jordan.

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Daly, que compartía hoyos con su jugador estrella, le llegó a recetar una "doble dosis de ibuprofeno" tras una de las numerosas juergas en Montecarlo. El fenómeno Dream Team aterrizó en Barcelona bajo unas medidas de seguridad excepcionales. Las "vacaciones" de 14 días que pasaron en la ciudad, en realidad, fueron un encierro a cal y canto en el recién estrenado hotel Ambassador, ocupado por los jugadores y su séquito. Con helicópteros sobrevolando la zona, francotiradores apostados en la azotea y centenares de curiosos a las puertas del hotel, la estampa era única incluso para unos JJ.OO. Ni que fueran a montar un referéndum.

Los periodistas norteamericanos fueron los únicos en abstenerse a levantarse y aplaudir en la primera rueda de prensa del equipo, que era agasajado no solo por los aficionados sino también por los árbitros y los rivales, que incluso se tomaban fotografías con sus ídolos a medio partido. "Los árbitros me decían: 'Pregúntale a Michael si puede regalarme sus zapatillas después del partido'", recuerda Scottie Pippen. ¿Quién iba a pitarle falta si querían sus zapatillas?

La sala más guay del mundo

Después de la sesión diaria de golf, los jugadores volvían al hotel para retarse a ping-pong. Michael Jordan, como en todo, quería ganar, pero el universitario Christian Laettner era el más habilidoso con la raqueta y le provocó varios cabreos a su líder. Todo esto ocurría en el segundo piso del Ambassador, en una sala acristalada en la que desde fuera se podían ver los videojuegos, cajas de pizzas y latas de cerveza tiradas por el suelo y las colillas de los habanos en el cenicero.

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"Vale que cualquiera con quinientos millones en el banco resulta atractivo, pero si fueras un fontanero, no te comerías un rosco", bromeaba Barkley, el miembro más nocturno del Dream Team, con Jordan. Su majestad se reía y, mientras tanto, Charles se escabullía por la puerta trasera sin guardaespaldas y le daba un par de billetes de 100 dólares al primer barcelonés que se cruzaba por la calle: "Hoy me llevas de fiesta". Por la mañana, durante los entrenamientos, los jugadores sudaban más alcohol que otra cosa.

A la final de empalmada

La sala común del Ambassador estaba a rebosar. Los mejores jugadores del planeta sabían que era la última noche del Dream Team. Solo quedaba un partido, la gran final. "Aquella partida de naipes era especial, una especie de ritual, una despedida antes de volver a ser rivales en la NBA", narra McCallum. A les seis y cuarto de la mañana, todos se fueron por fin a dormir… menos Jordan. El astro tenía que grabar un vídeo promocional de la NBA, así que se duchó, se vistió otra vez y se pasó la mañana del día D delante de las cámaras.

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Cuando acabó con sus compromisos publicitarios, a primera hora de la tarde, Jordan pidió que le llevaran al Real Club de Golf El Prat. Jugó 18 hoyos, volvió al hotel y, sin tiempo ni para una siesta, se dirigió al pabellón para lograr el oro. Estados Unidos ganó a sus ocho oponentes por un promedio de 43 puntos de diferencia. Él sumó 22 en la final, así que nadie diría que Dios iba de empalmada. Supongo que por eso era y será, para siempre, el Dios del baloncesto y un atleta irrepetible, igual que aquel equipo de astros que podía irse de fiesta y, a pesar de todo, dejar una huella imborrable en la historia del deporte.