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Nadie me odia más que yo

Malditos niños consentidos

NUEVAS VOCES | Se trata de una maldición, una etiqueta que trasciende edades y clases sociales.
Fotos tomadas por el autor.

Lo he oído antes, muchas veces de hecho, tantas que ahora vengo a cuestionarme a qué se refieren con eso: "Malditos niños consentidos". En efecto se trata de una maldición, una etiqueta que trasciende edades y clases sociales. Es fácil sentirse identificado, suena glamoroso, y no podría ser más acertado.

Sería en vano tratar de descifrar si lo dicen con envidia, desprecio o simple e incisivo odio, eso lo sabrán ellos. Lo que puedo ver es lo que está de este lado del espectro, y lo que veo es una vida difícil. Está en la forma en que nos expresamos, siempre tan quejumbrosos, tan desdeñosos, tan irónicos. Creamos nuestras propias confusiones, dramas y mitos. ¿De qué otra forma podríamos entretenernos?

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Más allá de la patológica necesidad de atención, las máscaras bonitas y las cortinas de humo desprendidas por el vicio, subyace una indiferencia al sufrimiento y a causa de ello una mente maquiavélica que no siente culpa al causar daño. Podría decirse que tenemos el límite corrido. Tal vez no nos aplaudieron por sacar la lengua y definitivamente no nos felicitaron por hacer pataletas, pero me inclino a pensar que esos impulsos jamás fueron erradicados, más bien lo único que hicimos fue aprender jugar un papel dentro de una ficción social.

Intentaron enseñarnos sobre el bien y el mal, pero poco a poco entendimos cómo tergiversar esa escala de valores a través de palabras bonitas, gracias sociales, sensibilidad y uno que otro ataque controlado de llanto victimizante. No diría que fui un hijo problemático, pero en medio de mi adolescencia me vi envuelto en una situación que me hizo tomar conciencia de esa habilidad para manipular todo a conveniencia.

Estando a punto de ser llevado a una correccional de menores, me tropecé con un límite aterradoramente tangible. Era un hecho, estaban llamando a la policía. Tenía poco tiempo antes de que la patrulla llegara, y como si se tratara de un instinto natural, me permití mostrar un arrepentimiento más cercano al miedo que a la vulnerabilidad. Hablé con esas personas, hablaba con uno y él me mandaba a hablar con su superior, y ese superior con su superior, y así sucesivamente. Todos me recordaron a las odiosas clases de ética, cívica y urbanidad, y en cada conversación llegaban las mismas frases de cajón, los mismos refranes, las mismas moralejas.

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Para cuando llegó el policía y les preguntó si querían poner el denuncio, respondieron: no.
El policía me llevó a la estación de todos modos y dijo que debía llamar a mis papás para que me recogieran. En el camino a la estación el oficial me dijo que yo parecía un niño "bien", que se notaba. me preguntó por qué hacía esas cosas, yo sólo dije: "Es que creo que mi papá no me quiere", por lo demás tenía derecho a permanecer callado.

Parece tonto, es el típico berrinche, ¿no? Culpemos a papi y mami. Ellos que nos dieron todo, tan generosos, tan comprensivos, tan permisivos, fueron los que nos mostraron el arma más poderosa de manipulación. Sólo piensen en lo difícil que fue revelarse contra esa figura cuya autoridad está basada en el cuidado, el consentimiento y el afecto.

Malditos niños consentidos, tan fríos, tan blandos, tan dulces.

Y simplemente no lo pensé. No pensé que cuando llegara en el carro a recoger a su hijo, que estaba ahí sentado mirando al suelo, mi papá y el policía cruzarían palabras. No pensé que la conversación de esas dos figuras de autoridad terminaría volcada al reproche afectivo, a una casual pero poderosa victimización. Mi crimen fue justificado y absuelto, era culpable, pero no sentí la culpa, ni siquiera al ver el dolor que esas palabras podían causar.

Habiendo destruido hasta el último eslabón de la cadena de la moral a punta de tergiversaciones maniáticas, sólo queda el apático inconformismo. En esta vida difícil no quedó de otra, tocó ser un rebelde sin causa en busca de un poco de libertad hedonista bajo el régimen represivo del amor. Nunca tuvimos que pensar en lo que necesitábamos, así que nos angustiamos con lo que queremos. –Mocosos caprichosos– dirían los que jamás han probado la empalagosa ironía de perseguir la satisfacción, maquillando cualquier impulso perverso o impuro. Supongo que es eso a lo que llaman felicidad, a una conformidad consecuencia de una actitud más agradecida.

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Pero conservamos aberraciones, deseos y hábitos insanos. Vamos corriendo más y más el límite con tal de explorarlos. ¿De qué otra forma podríamos entretenernos? Obviamente no conformándonos con lo que nos fue servido y paladeado como justo y beneficioso.

Malditos niños consentidos, tan fríos, tan blandos, tan dulces. Se juntan y disfrutan manipularse entre ellos, sólo se tienen los unos a los otros. Crean grandes obras de teatro para entretenerse, las llaman noviazgos, enemistades y amistades platónicas. De alguna manera han de complicarse la vida.

Están ahí sentados en un andén tan desolado como sus expectativas, junto a botellas tan vacías como sus propios deseos, tacones en mano cuál diva en desgracia, entregándose los unos a los otros con embriaguez sensata y plena conciencia de sus decorosas maneras, de su desmedido comportamiento, pero sobre todo de su maldita condición.

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* Este es un espacio de opinión. No representa la visión de VICE Media Inc.

Una versión de este texto fue publicado originalmente en el blog MI PC.