Del campo a la olla: una posible revolución gastronómica en Colombia
Foto por Alejandro Osses | Revista VICE Colombia.

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Del campo a la olla: una posible revolución gastronómica en Colombia

REVISTA | Como pasó con Perú y México, en Colombia se está empezando a sembrar la semilla de una explosión culinaria.

Artículo publicado por VICE Colombia.

Este artículo hace parte de la última edición de VICE Colombia: UTOPÍA|DISTOPÍA. Pueden encontrar todos sus contenidos por acá.


Una corona de hojas anchas y resistentes sujeta los pies de Yonier contra un tronco delgado que se deja abrazar por las plantas gruesas de quien ha subido y bajado desde niño las palmeras de ese bosque virgen. Los pulgares anchos se agarran de los anillos dibujados sobre la estípite y empujan el cuerpo por ese camino vertical de 25 metros que conduce hasta un racimo de bayas púrpuras y redondas que se desprenden en cascada desde las alturas.

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Con la primera luz del día, Yonier y un grupo de otros 18 nukak makú, una de las últimas tribus nómadas de la selva amazónica colombiana, se despliegan por la maraña con sus cestos de fibra trenzada y sus botas pantaneras bien puestas, la única protección en ese laberinto de serpientes venenosas que se deslizan por debajo de las hojas.

Caminan mirando hacia el cielo, como quien ya conoce de memoria las coordenadas, y desde ya intuyen el color vino que se va a escurrir cuando la uña rasgue la cáscara y llegue hasta el interior carnoso del fruto del asaí, conocido en el mundo como un superalimento por su alto contenido de antioxidantes. Yonier, como otros tantos nukak, se sube a una de estas palmeras y recoge a diario más de 40 kilos durante la temporada de cosecha en una vereda en la Amazonía colombiana, en la que se encuentra el resguardo donde vive con sus hermanos de etnia.

Bertulfo Niño viaja todos los días hasta ese lugar en un camión de vagón sencillo para comprarle a los nukak lo que alcanzan a recoger antes de las diez de la mañana, hora en la que se termina su jornada de trabajo. En una báscula manual cada uno pesa su canasto y Bertulfo les paga y se lleva la fruta fresca hasta una planta de procesamiento de pulpa en San José del Guaviare, el casco urbano con mayor movimiento comercial de la región. Esta modesta fábrica pertenece a la Asociación de Productores Agropecuarios (Asoprocegua), liderada por Flaviano Mahecha, quien organizó a los campesinos de la zona para que dejaran de cultivar hoja de coca y trabajaran con él en un negocio que busca hacerle frente a la deforestación causada por la expansión agropecuaria. Además de asaí, aquí procesan borojó, arazá, piña, copoazú y moriche, frutas amazónicas muy populares en los países asiáticos para la fabricación de cosméticos.

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En las selvas del Guaviare, Yonier, junto a otros nukak maku, recogen a diario hasta 40 kilos de asaí, en épocas de cosecha. Foto: Alejandro Osses.

A su vez, Alejandro Álvarez y sus socios Antonuela Ariza, Catalina Álvarez y Mario Fernández, dueños de la empresa de helados Selva Nevada, le compran directamente a Flaviano la pulpa necesaria para hacer sus helados en la fábrica artesanal que tienen en el barrio Siete de Agosto, en Bogotá. Selva Nevada nació en 2007 desafiando el modelo de los monocultivos de gran extensión desde una propuesta que, en vez de explotarlos, busca aprovechar los bosques nativos a través de sabores de helados.

Para Álvarez, dibujar la línea entre lo que se entiende como producción alimentaria y lo que es considerado abuso a la naturaleza es todo un reto. “En Colombia siempre hemos asociado la intervención de la mano humana con un tema de explotación, cuando la clave es poder aprovechar la diversidad del suelo sin necesidad de despojarlo completamente de sus frutos”.
Y es que, para Álvarez, las exigencias en cuanto al volumen y a los estándares de calidad que imponen los compradores de la materia prima supone una presión tal que muchas veces los productores no pueden mantener esa coherencia que él menciona.

El café, una de nuestras exportaciones más importantes, es un ejemplo de esto, o al menos eso afirma Valentina Ochoa, una comerciante de café colombiano en Argentina y socia de la importadora LatinCor. Según ella, la Federación Nacional de Cafeteros le exige a los caficultores unos parámetros específicos en sus granos, condiciones que terminan estandarizando las producciones: “la Federación Nacional de Cafeteros y de la Compañía Nacional de Chocolates buscan homogeneizar las producciones para que sean exportadas con trazabilidad”, explica Ochoa, “es decir, conservando la misma calidad o, en su defecto, transformadas en productos industriales”.

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Para ella, el problema real aparece cuando los productores quieren darle un valor agregado a un producto como el café, e intentan conseguir certificaciones orgánicas o agroecológicas como la famosa Rainforest, en la que, cuenta Ochoa, por una finca de 20 cuadras, el agricultor tiene que pagar 2.800 dólares, un valor que se renueva cada año. Siendo así, puede que a primera vista los cafés especiales se vean como una oportunidad para los caficultores, pero sus ganancias siguen siendo insuficientes para compensar los costos inherentes a la producción y a las certificaciones necesarias. Para Ochoa, esta dinámica hace que las confederaciones y empresas encargadas de la comercialización de materias primas pongan a los campesinos contra la espada y la pared.

Las papas fueron uno de los productos que rodaron por las carreteras de nuestro país a modo de protesta en 2013, cuando entró en vigor el TLC con Estados Unidos. Foto: Alejandro Osses.

Antonuela, en cambio, asegura que en Selva Nevada ellos le garantizan la compra regular a los productores con base en las características de cada temporada. “Lo que buscamos desde el principio fue transmitir la confianza desde la ciudad a través de una estructura de agregación de valor que, por fortuna, estuvo respaldada por restaurantes de Bogotá, como Minimal y WOK, quienes hasta hoy nos siguen comprando regularmente los helados y las pulpas”, explica.
Por eso, iniciativas como la de Selva Nevada pueden promover nuevas formas y canales de comercialización. La colaboración entre los distintos eslabones de la cadena ha sido fundamental para que todos los actores que hay detrás de un bowl de asaí, de un batido de arazá o un helado de copoazú, se mantengan firmes sosteniendo su eslabón, haciendo su trabajo de la mejor manera, aunque todavía muchos dependan de las dinámicas del mercado tradicional. La presencia de estos ingredientes en un restaurante de Bogotá se ha vuelto, entonces, el resultado del esfuerzo colectivo que trae consigo una labor de pedagogía con los clientes, quienes al fin y al cabo son los que consumen.

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WOK, el famoso restaurante bogotano de comida asiática, fue uno de los primeros en trabajar directamente con las comunidades y en visualizar nombres de alimentos nativos como el arbusto camu camu y el pescado pirarucú, que hasta hace poco parecían más un trabalenguas que una fruta o un pescado. Benjamín Villegas, un viajero bogotano que se dedicó a bucear, a probar y a caminar Colombia hace más de 20 años para encontrar los sabores de la carta de su restaurante, fue uno de los pioneros del boom de restaurantes con filosofía de consumo local y sostenible que empezaron a aparecer en Colombia. Su aparente éxito se sustenta en la rápida expansión de su negocio; los ingresos anuales de WOK superan los 100 .000 millones de pesos.

Esta cadena de restaurantes que se preocupa por la coherencia entre la sostenibilidad familiar y la protección ambiental, intenta crear redes internas de comercialización del alimento, como muchas veces lo ha intentado definir Villegas, quien en compañía de su chef Tansy Evans, una cocinera inglesa que se enamoró de Colombia y se quedó a desarrollar los platos de WOK, encontraron la manera de crear un menú en el que, por ejemplo, se pudiera comunicar la importancia de las vedas (temporadas en que está prohibida la pesca) y la talla de madurez en la pesca. Al ofrecer comida asiática, el restaurante se enfrentó al enorme reto de la pesca responsable en un país donde la falta de estaciones nos hace inconscientes sobre la disponibilidad estacional de los alimentos.

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Entre muchas modalidades que manejan, WOK fue el primero en incorporar el concepto de “pesca del día”, que es el pescado que llega sin congelar y que se sirve en menos de 48 horas hasta agotar existencias. A su vez, Tansy creó una carta de pescados crudos donde ofrece carpaccio de sierra, maki de pirarucú y nigiris de trucha, cherna y pargo, en vez de 15 preparaciones de sushi a base de salmón importado. También se interesaron en visibilizar frutas como la gulupa, el arazá, el tamarindo y el copazú, que difícilmente se encuentran en las góndolas de los supermercados, mucho menos frescas, pero que ellos ofrecen en jugos y batidos, y se venden como pan caliente todos los días en los 19 puntos WOK que tienen en la capital.

Así como el ejemplo que empieza al amanecer con Yonier en los bosques amazónicos del Guaviare y termina al mediodía con un empresario que almuerza en un restaurante asiático en el parque de la 93 en Bogotá, hoy hay muchos más eslabones de la cadena, preocupados por la labor de promover un consumo más consciente, que no solo proteja nuestra biodiversidad, sino que logre recuperar ingredientes nativos de nuestra tierra y nuestras aguas, y que vele por el bienestar económico de más familias colombianas. Aunque el proceso de esto es apenas embrionario, no hay duda de que, poco a poco, se está gestando el primer momento de un movimiento que busca replantear la manera en la que producimos, comercializamos y consumimos alimentos en Colombia, al tiempo que se posiciona nuestra gastronomía a nivel regional.

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Desenvolver un tamal y sentir el vapor en los ojos es comparable con el placer que da el olor que emana una bandeja de almojábanas recién salidas del horno. El crujir de una colación caliente partiéndose en dos, la cantidad de colores que se encuentran en un cocido boyacense, así como la ternura de un envuelto de maíz y la plasticidad de una melcocha de caña tibia en la paila son ejemplos que nos recuerdan las posibilidades de nuestra cocina, que al fin y al cabo no son más que un reflejo de la biodiversidad colombiana, de su sabiduría empírica y de sus tradiciones. Es esa variedad la que se empieza a visibilizar a través de diferentes platos, ingredientes y preparaciones que nos enseñan a valorar nuestro mestizaje, como lo aprendió Perú hace más de una década.

Ya lo dijo el chef peruano Gastón Acurio en 2006: “El crecimiento, la estabilidad y la riqueza de un país nunca estarán del lado de los recursos naturales, sino de los productos que se elaboran de ellos. Por eso, lo suizos compran recursos como el cacao o el oro y con ellos elaboran chocolates, joyas y relojes”. En Perú, el país que lo vio posicionarse como uno de los chefs más importantes del mundo, hace menos de dos décadas el cebiche era simplemente un sinónimo de comida barata. Hoy en día, este plato típico peruano supo convertirse en un manjar deseado y llegar al otro extremo del planeta gracias a que los cocineros y los empresarios pudieron reconocer la riqueza natural de su país, y aprovechar su historia de mestizaje para convertir las cebicherías en una marca nacional. Los italianos hicieron lo mismo en su momento con el queso parmesano, los españoles también con el aceite de oliva, y los franceses con la champaña. Cada uno a su manera.

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En Perú, Gastón Acurio promovió el cambio en un momento en el que los comerciantes reemplazaban los carteles de “cebichería” por “restaurante de pescados y mariscos” como sinónimo de progreso. Y las autoridades sanitarias perseguían a las anticucheras, puestos de comida informal que ofrecen pinchos de carne marinada en especies y vinagre, pero le daban permiso al pollo broaster y a las hamburguesas para invadir la ciudad.

Gastón empezó a servir cebiche en su restaurante Astrid y Gastón, ubicado en un antiguo palacio residencial en el barrio San Isidro en Lima, e hizo honor a su origen con un impecable servicio ofrecido con manteles blancos y copas de cristal para demostrarle a la gente que ese plato podía llegar a ser la máxima expresión de la riqueza marina de su país. Astrid y Gastón empezó, como muchos otros “restaurantes de manteles”, a utilizar las técnicas de la cocina francesa para elaborar platos estilizados que fueran la representación de una comida elegante. Sin embargo, con los años se fue dando cuenta de que en su comedor tenía el público potencial para transformar el escepticismo hacia la comida popular, en el motivo de orgullo y unión de las clases sociales.

Gastón recorrió negocios familiares en el centro de Lima, puestos ambulantes y comedores comunales con manteles de plástico y letreros de neón para convencer a sus dueños de que en esos lugares estaban los secretos mejor guardados de la cocina de su país. Así, poco a poco fue convenciendo a las cocineras tradicionales de que el alimento que brotaba de esa tierra y nadaba en esa agua atravesada por los Andes, y las mezclas de ajíes preservada por generaciones en sus picanterías, eran la clave para alcanzar el bienestar económico que muchas de ellas necesitaban.

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En este proceso fue contagiando también a otros chefs de arriesgarse a incluir platos tradicionales en sus restaurantes. La demanda extranjera creció y las ganas de exploración de los locales se multiplicó al punto de que hoy Lima condensa una amplia oferta de restaurantes que representan cada piso térmico de Perú y cada proceso de mestizaje de esta nación, lo que la hizo sede del Segundo Foro Internacional de Turismo Gastronómico en 2016. La Organización Mundial de Turismo, a su vez, descubrió la gastronomía como una poderosa herramienta para la promoción turística gracias al caso limeño, y estimó que el turismo gastronómico genera anualmente un impacto económico de 150. 000 millones de dólares alrededor del mundo, de los cuales 350 millones de dólares se quedan en Perú.

En 2017 se importaron 45.000 toneladas desde países de la Comunidad Económica Europea, lo cual equivale a un 10 por ciento de la producción nacional. Foto: Alejandro Osses.

Fue así como este país vecino se exportó a través de su gastronomía. El turismo impulsó la economía nacional, y el cebiche, la causa y la chaufa se convirtieron en marcas no solo consumidas con dignidad y orgullo por los peruanos, sino demandadas internacionalmente con exotismo. Esto ha hecho que, por ejemplo, Central, el restaurante dirigido por Virgilio Martínez, quien hace parte de la serie de Netflix Chef’s Table, sea considerado actualmente el sexto mejor restaurante del mundo, según el reconocido listado The World’s 50 Best, y que a este le siga Maidó, de comida nikkei, que es el resultado del mestizaje japonés y peruano. Cebichería La Mar es otro de los reconocidos restaurantes de renombre que tiene sede en siete países y Astrid y Gastón, consolidado como una marca representativa de Perú gracias a su chef Gastón Acurio, quien además de Lima abrió una sede en Bogotá.

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¿Está acaso nuestro país empezando a ver en Perú un ejemplo? ¿Es posible que logremos construir una narrativa del desarrollo gastronómico en Colombia que nos permita no solo posicionarnos a nivel global, sino revivirle el sueño de la prosperidad a varios productores colombianos con un modelo que integre a productores, cocineros, comerciantes y comensales?

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Una hoja pequeña, verde y ovalada, que se despliega como el petróleo cuando se encuentra con el agua, cubre gran parte de las diagonales de nuestras montañas. Esa planta amarga, que se demora tres meses en crecer, mediodía en ser recogida y ocho horas en ser procesada para transformarse en varios gramos de un polvo blanco que lleva fascinando a los estadounidenses desde inicios de los años ochenta, se convirtió, por esa misma época, en el negocio más rentable y a la vez peligroso para los agricultores colombianos, los principales productores del cultivo de coca en el mundo.

Su efecto estimulante, el halo de violencia que dejaba a su paso en nuestro país y sobre todo su rentabilidad atractiva, en parte generada por la ilegalidad en la que se mantiene y la guerra que le declararon países como Estados Unidos, terminó por darle todo el protagonismo a esta planta, por encima de otros productos agrícolas que crecían en las mismas tierras fértiles. Según el académico y economista Juan Manuel Ospina, más de 200 .000 hectáreas cubren el territorio colombiano de las que salen aproximadamente 900. 000 toneladas de cocaína anuales.

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Sin embargo, con el pasar de los años, muchos productos empezaron a encarar este protagonismo. El palmito, un vegetal pálido untuoso, mantequilloso y cremoso, que es el corazón de la palma de chontaduro, fue uno de los primeros en enfrentarse a la planta sagrada de los indígenas. En territorios como las selvas del Putumayo, hace 15 años, el palmito quiso ganarle hectáreas a la coca, convenciendo de su viabilidad a quienes antes tenían que esconder sus cultivos con miedo a la lluvia de los aviones de glifosato.

Uno de los que se dejó convencer fue Édgar Montenegro, un agricultor nacido en Puerto Asís, Putumayo, que creció viendo cómo la hoja de coca era la moneda de cambio en el parque principal de su municipio. Convencido de que el panorama podía ser diferente, Montenegro vendió su bicicleta a los 15 años para poder comprarse un pasaje de bus que lo llevara a Bogotá. Sin nada en los bolsillos, este agricultor logró no solo mantenerse en la capital, sino regresar a su natal Putumayo con un diploma de Comercio Internacional de la Universidad Jorge Tadeo Lozano y con esta base educativa fundar la empresa Corpocampo, que hace quince años empezó a sembrar palmito, primero en Guapi y Tumaco, zonas históricamente guerrilleras, con la convicción de que ese era el camino. Esta empresa hoy exporta cuatro millones de dólares al año a Francia, Estados Unidos, México y Japón y, por su labor excepcional en la construcción de paz, Montenegro estuvo en Oslo recibiendo el premio Bussiness for Peace Foundation.

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Corpocampo envasa los palmitos pasteurizados en frascos de vidrio y se los vende a empresas como el grupo de supermercados franceses Casino. También se los manda frescos al chef Harry Sasson, quien desde hace 15 años conoció este alimento y se convenció de que desde los sartenes también se podía combatir el narcotráfico. “Yo estoy enamorado del palmito”, confiesa el chef, “primero porque es un producto muy versátil, y segundo, porque tiene detrás el apoyo de un grupo de campesinos que durante décadas se dedicaron a la plantación de la hoja de coca en sitios apartados donde no llegaba la ley, por la alta ocupación de la guerrilla. El único que llegaba el sábado era el narcotraficante o la persona que procesaba la pasta de coca y la transformaba en cocaína”. Sasson cuenta que al principio los palmitos le llegaban en aviones militares; luego, cuando se abrieron las carreteras, un periodo que inició en el gobierno del entonces presidente Álvaro Uribe, empezaron a llegar en camiones. Hoy ya existe una distribución local gracias a que, según él, hay más presencia del Estado.

Este chef ofrece en su restaurante un plato de palmitos a la parrilla con sal gruesa y aceite de oliva en 29 .000 pesos, un precio que es módico solo para una élite reducida, entre la que se cuelan políticos y empresarios, que a diario toman las decisiones que afectan a una gran parte de los habitantes de Colombia. Un grupo reducido que hace parte de los círculos con más poder en el país, a quienes Harry les habla a través de la comida. En eso también concuerda Alejandro Gutiérrez, chef de Salvo Patria: “La labor del restaurante, además de servir comida rica, es también popularizar los productos para que aumenten sus volúmenes de compra. Es necesario que entre los restaurantes generemos suficiente demanda para que los pequeños y medianos productores mantengan un pedido regular y se interesen en continuar con la buena calidad”.

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Foto: Alejandro Osses

Juliana Zárate es una las empresarias que aprovechó el panorama optimista que empezó a ofrecer el posconflicto, y que está redescubriendo su país a través de la comida. Esta politóloga es socia y fundadora de MUCHO, una plataforma reciente que promueve la conexión entre el campo y la ciudad, mientras invita a la reflexión sobre el consumo local como una herramienta para el cambio social. Concretamente, MUCHO funciona como un enlace entre productores, restaurantes y compradores a partir de alimentos sostenibles que hacen parte de una cadena de comercio justo, en la que el 60 % de los ingresos queda en manos de los agricultores. “Actualmente en Colombia, entre el 7 y el 11 % de las utilidades generales de los negocios agrícolas está en manos de los productores, el resto se lo reparten las grandes superficies y los intermediarios que transportan los alimentos a las centrales mayoristas”, explica Zárate.

Para ella no puede existir una relación horizontal con la periferia sin antes haber entendido el territorio y sus cadenas de comercio. “Esa articulación debe generar una salida comercial que le permita a la gente acceder a la forma de vida que quiere tener”, explica Zárate cuando se refiere a la retribución que reciben quienes integran la red que MUCHO, ha ido construyendo poco a poco. Zárate asegura que en Colombia todavía se mantiene una visión centralista, en donde quienes habitan en la ciudad denotan cierto grado de superioridad intelectual: “El problema de la visión urbana es que cuando llegamos a un lugar tratamos de cambiar lo que ya existe, como si desde la ciudad tuviéramos la solución”. Para Zárate, la verdadera solución es el entendimiento de las realidades. “No es darle plata a la gente como si se tratara del papá Mesías, sino pararnos como iguales para poder intercambiar”, complementa Alejandro Osses, socio de la misma empresa.

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A pesar de llevar muy poco de fundada, esta empresa ha logrado sobreponerse a las limitaciones de infraestructura que nos presenta constantemente nuestro país, creando alianzas en las que se pactan compromisos directamente con los agricultores, para que sean ellos quienes despachen sus pedidos. “Lo que pensamos fue: si no hay carreteras terciarias, traigamos el pescado en vuelo chárter hasta Bogotá”, explican. Y así lo hacen. El pescado, entonces, llega de todas partes del país a su oficina ubicada en Bogotá, y ese mismo día lo despachan a los restaurantes que ofrecen pesca fresca. Salvo Patria, Mesa Franca y otros, que en su mayoría están localizados en el barrio Chapinero, son algunos de sus compradores.

La intención de Selva Nevada, Harry Sasson, MUCHO, WOK, y el resto de iniciativas que están empezando a replantearse las cadenas de consumo de alimentos en el país, va más allá de los platos que se cocinan en los restaurantes. Zárate lo sabe explicar, cuando habla de un espectro que debe abarcar los tres niveles que componen la cadena de la gastronomía. La base de la pirámide que dibuja la componen los productores, personas que, según ella, han sabido resistir en el campo, y que a pesar de la adversidad causada muchas veces por la violencia, o por la ausencia del Estado, no han dejado de producir el alimento. “Ellos son los dueños de un conocimiento que necesita ser conservado y transmitido”, asegura. En la mitad se encuentran las instituciones del Estado, que para ella son las encargadas de crear las políticas que van a permitir la preservación de nuestro patrimonio culinario y crear la infraestructura necesaria para que el comercio rural sea un hecho.

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Finalmente, en la punta, están los restaurantes y los chefs que hacen el trabajo de investigación y posicionan los productos a través de sus menús. “Esta pirámide cimentada en la ciudad”, explica Zárate, “tiene la capacidad de visibilizar los procesos individuales para que las organizaciones del Estado logren ponerle atención a lo fundamental”.

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Según cifras de la Federación Colombiana de Productores de Papa (Fedepapa), en Colombia se cultivaron en 2017 aproximadamente 130. 000 hectáreas de papa en manos de 100. 000 papicultores que dieron como resultado 2,7 millones de toneladas. Esto sugiere que a cada agricultor le correspondió la siembra de poco más de una hectárea.

Casi tres toneladas al año no son mucho, si tenemos en cuenta que la papa es uno de los productos más importantes de nuestro país, superado apenas por el arroz y el trigo. Y a pesar de ocupar el puesto número 36 entre los 183 países productores de papa a nivel mundial, según Fedepapa, la exportación de este producto es casi nula actualmente. Es probable que la única manera en la que nuestro producto esté llegando a países como Estados Unidos, España y Argentina, por mencionar algunos, sea solo a través de su forma más procesada y, quizá, más universal: las papas chips. Margarita y Súper Ricas, dos de las empresas líderes de este alimento en Colombia (una internacional, la otra nacional), demandan 65. 000 toneladas de papa al año, según la revista Portafolio, para producir sus papas de paquete y demás productos, cerca del 2.5 % del lote de producción nacional. El tipo de papa que utilizan estas compañías, de entre las casi 250 variedades que crecen en el país, son las pastusas, las sabaneras, las criollas y las conocidas R-12, las mismas que crecimos viendo nadando en caldo en los sancochos, los ajiacos y los sudados.

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"Hoy queremos que se nos reconozca lo bueno que estamos haciendo. Durante muchos años no pudimos hablar de lo malo, y ahora que podemos hablar de lo malo, no queremos". Foto: Alejandro Osses.

Las papas fueron uno de los productos que rodaron por las carreteras de nuestro país a modo de protesta en 2013, cuando entró en vigor el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos. Simultáneamente, miles de campesinos colombianos salieron a bloquear las carreteras de sus territorios, exigiendo una renegociación por parte de Juan Manuel Santos, pues con resoluciones como la famosa 970, que obligaba a los campesinos a dejar de guardar sus propias semillas para adquirir semillas certificadas, nuestros productores estaban en una clara desventaja.

Los disturbios paperos se concentraron en Boyacá, el departamento con mayor producción de papa en Colombia. Varios voceros de organizaciones, como el Movimiento por la Dignidad Papera, se pronunciaron durante los fuertes disturbios que los paperos tuvieron con el Esmad, exigiendo que no se importara más el tubérculo y que el Estado estableciera precios de sustentación para los productores.

En ese entonces, según cifras de Fedepapa, se estaban importando 13. 000 toneladas del tubérculo al país, principalmente desde Francia. Por esos días, los noticieros y periódicos nacionales registraron a cientos de hombres y mujeres vestidos de ruana y armados de palas y machetes, dispuestos a montar la presión en los estómagos de los congresistas. Cuatro años después del paro, en 2017, se importaron 45. 000 toneladas desde países de la Comunidad Económica Europea, lo cual equivale 260 .000 toneladas de papa fresca nacional, un 10 % de la producción nacional.

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Don Pedro, un agricultor de Ventaquemada, Boyacá, fue uno de los campesinos que participó en estas protestas, pero al mismo tiempo se dio cuenta de que una forma de competir en el mercado era salir a ofrecer un producto diferente. En este caso, se trataba de sus papas rojas, amarillas, negras y moradas, variedades que solo crecen en Colombia, Perú, Bolivia y Ecuador. Don Pedro convenció a sus colegas de recuperar las semillas de esas papas que parecían en vía de extinción porque hacía años no eran atractivas para las plazas de mercado, para que las elevaran a una categoría premium. Fue así como, costal al hombro, este campesino llegó a Bogotá a ofrecer sus papas multicolores de restaurante en restaurante. Los primeros en acoger esta iniciativa, y empezar a comprar estas papas para ofrecerlas en sus menús fueron La Bifería, Bogotá Beer Company y Minimal, un restaurante a cargo del chef Eduardo Martínez.

Minimal fue uno de los primeros restaurantes bogotanos en hacer de su carta una expresión de la diversidad biológica de Colombia. Siendo estudiante de agronomía de la Universidad Nacional de Bogotá, Martínez conoció al profesor Carlos Ñústez, quien coordinaba el banco genético de papas más importante en ese momento, y desde ahí se fascinó con estos frutos de la tierra. Los estudiantes ayudaban a Ñústez a recoger, cosechar y seleccionar las semillas para conocer la variabilidad genética de cada especie, mientras iban construyendo el banco en vivo. Esa experiencia lo hizo preguntarse por qué en Colombia seguíamos atados a una expresión tan limitada de la biodiversidad, si teníamos tantos alimentos disponibles.

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“Por esa época empezó a llegar la cooperación internacional para apoyar la lucha antinarcótica instalada por el Plan Colombia”, cuenta Martínez. En esa época, según él, muchos países empezaron a invertir en programas de sustitución de cultivos ilícitos, pero a los seis meses se iban, muchas veces sin responder por la comercialización de las cosechas. “Nadie acompañaba a los productores en el riesgo y por eso fue que muchos terminaron quedándose con maquinaria inservible, centros de acopio y cosechas sin compradores”, comenta Martínez. Explica que por eso hace 16 años quiso abrir Minimal, como una respuesta que llenara ese vacío. “Si creíamos en la biodiversidad había que hacer una plataforma que pudiera hablar de eso. Había que hacer un gesto profundo que irradiara en los colegas”. Martínez ofreció una nueva manera de vincularse con lo rural y desde ahí construir una noción de identidad, lejos de lo que los medios y los comerciales de televisión colombianos habían convertido en un cliché: la típica mujer con su canasto o un campesino sonriente con sombrero y azadón.

Este chef sabía desde el inicio que su restaurante no iba a tener la cobertura para cambiar las circunstancias de un país, pero su iniciativa gastronómica empezó a desatar preguntas, tanto en cocineros como en comensales, quienes comenzaron a entender la temporalidad de las cosechas, la variabilidad de la naturaleza y, por ende, de lo que servían o lo que llegaba a sus platos.
La decisión inicial de don Pedro, la de arriesgarse a vender papas de otras variedades en Bogotá, fue el primer paso de una red conformada actualmente por productores de diferentes veredas de Boyacá, Fedepapa, el Instituto Colombiano Agropecuario (ICA) y varios chefs de Bogotá. A pesar de esto, las papas nativas que promueve don Pedro todavía no se encuentran en las plazas de mercado ni en los supermercados convencionales. Para que esto suceda, según Zárate y Martínez, se necesita impulsar una siembra escalonada que permita mayor volumen de producción, acciones que podrían ser apalancadas por el Gobierno.

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Pero mientras las intenciones de los productores y de los restaurantes crecen, las entidades del Estado que podrían apoyar estas iniciativas siguen desarticuladas entre ellas. Un ejemplo de esto se encuentra en un informe de 2015 de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), titulado “Comida, territorio y memoria”, sobre la situación alimentaria de los indígenas colombianos, una de las poblaciones que más defiende la soberanía alimentaria y la preservación de las tradiciones relacionadas con los alimentos.

En este informe, varias organizaciones indígenas afirmaban que si bien existían algunas entidades estatales que desarrollaban proyectos para la generación y la protección alimentaria en comunidades indígenas en Colombia, como el Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (Incoder), la Unidad Administrativa Especial de Gestión de Restitución de Tierras Despojadas, el Instituto Colombiano Agropecuario (ICA) y Corpoica o el mismo SENA, estos proyectos “carecían de continuidad”. Aparte de esto, en el informe se denunciaban “demoras y dilaciones en proyectos de constitución de resguardos, entrega y restitución de tierras, restricciones para la utilización de semillas y desinformación sobre el uso de semillas certificadas”.

Álex Salgado, un economista que trabaja como profesor de gastronomía, quiso conocer a fondo los secretos y tradiciones de estas comunidades, muchas de ellas transmitidas a través de la palabra. Salgado, quien plasma la diversidad indígena en sus preparaciones, hace parte de ese grupo de cocineros quienes, desde distintas disciplinas y con Bogotá como base de operaciones, empezaron a preguntarse por la biodiversidad y terminaron convergiendo en la cocina.
Su restaurante Ocio, en el barrio La Macarena, es un elogio al achiote, esa raíz anaranjada que le da color al guiso, al hogao y al sofrito. En su cocina se cruzan distintas regiones del país y se replican técnicas como la cocción lenta en fogón de leña.

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“Lo que hago se podría describir como etnogastronomía, que es el estudio de las plantas, las hierbas, las flores, las frutas y las especias, y su interacción con los seres humanos y las etnias”, explica Salgado. “El uso y el aprovechamiento del alimento a partir de sus propiedades organolépticas, de las preparaciones, de los valores nutricionales, y de las temporadas de cosecha y recolección”.

Álex no solo ha recuperado las técnicas sino a sus proveedores, a quienes reconoce como coautores de sus platos, y por eso los llevó en su menú al Embassy Chef Challenge en Washington D. C., donde obtuvo el People Choice Award. Dibujar el camino del plato hasta la mesa es otra de las propuestas de esta anunciada revolución.

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A orillas del río Orteguaza, en Caquetá, se esconde uno de los primeros intentos de ganadería sostenible en Colombia, un concepto que para muchos sonaría un absurdo en una tierra dominada por la ganadería extensiva y el latifundismo. Las aguas frías que bajan desde la cordillera oriental se filtran hasta los espejos transparentes que son los bebederos naturales de las 470 vacas que pastan en La Esmeralda, la primera Reserva Forestal de la Sociedad Civil del Caquetá, una finca silvopastoril que produce carne y leche ecológica en compañía de otras 39, que comparten tres principios: cero deforestación, producción de quesos de calidad y comercialización estable.

Felipe Eslava recorre todos los días la tierra que le dejó su papá, quien fue asesinado por los paramilitares en 2003, y lo obligó a exiliarse en Francia, donde se formó como enólogo en el Instituto Internacional de Vinos de Burdeos. “De los franceses aprendí que el éxito de una empresa agropecuaria está en trabajar con los procesos naturales de los ecosistemas; estar en sintonía con el contexto y la naturaleza, no en contra de ella. En mi caso, fue la Amazonía”.

Cuando Eslava regresó a Colombia encontró la finca enmontada, llena de maleza. Entonces se internó al monte para intentar modelar los árboles que habían crecido allí durante tantos años; no los taló, sino que esculpió sus ramas para que le sirvieran de sombra y alimento a los animales. Él no quiso colonizar esa tierra, sino aprovechar lo que para muchos ganaderos habría sido rastrojo. Así redescubrió las formas orgánicas de la tierra. Eslava se reencontró con su finca y a través de ella se volvió a enamorar del Caquetá. Se quedó allá no solo con ganas de sacar su terreno adelante, sino de contagiar a otros para transformar los suyos en reservas naturales y transformarlos en espacios que invitaran a conocer la región a través del turismo en un proyecto demoninado “La ruta del Queso”.

La cocina de un país no solo es el pretexto para hablar de todas las circunstancias que lo atraviesan, sino que se convierte en un eje articulador de muchas vidas y lugares.

El trabajo en conjunto hizo del queso del Caquetá una denominación de origen, y crearon una marca colectiva bajo el mismo nombre, en la que trabajan más de 30 fincas campesinas que son las que producen los lácteos para varios restaurantes de Bogotá; la mozzarella para las pizzas de Cacio e Pepe, la mantequilla para los cruasanes de Árbol del Pan, el quesillo para los burritos de Sipote, el relleno para el dedito de queso de Mistral, la base para la fondue Caquetá de Bistronomy o el chedar de Ugly American, entre otros quesos artesanales para distintos restaurantes. Hoy los productores aceptan el reto de entregar la leche como la necesita cada cliente.

Así explica Eslava su metodología de trabajo en el campo: “Es un tema de gestión de la cadena, para que cada quien aprenda a hacer su pedacito y reciba un beneficio individual. Si tenemos que surtir 400 bloques semanales, nos toca aliarnos entre fincas para poder cumplir con la meta. Somos una empresa en la que la gente trabaja para sí misma y por eso la gente entiende el proceso para llegar a un buen queso”. Eslava resume diciendo que la importancia de crear una cadena de valor en la que los productores promuevan acciones políticas y decisivas que ayuden a preservar los activos naturales más valiosos de la finca se da través de una manera responsable de gerenciar los lotes.

El sombrero aguadeño es la única arma que protege a Felipe Eslava del sol que lo acompaña todas las mañanas, mientras recorre en su caballo zaino los corrales cercados por árboles nativos. “Hoy queremos que se nos reconozca lo bueno que estamos haciendo. Durante muchos años no pudimos hablar de lo malo, y ahora que podemos hablar de lo malo, no queremos. No queremos que ni siquiera quede el recuerdo de ellos”, dice.

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Así como Eslava y los ganaderos de Caquetá, varios agricultores ya no se limitan a la producción de materias primas. Por fin, aunque todavía son muy pocos, ellos comprendieron que el éxito no está en el alto volumen de bienes, sino en generar un valor agregado. Empresas como Cacao Hunters, Azahar Café, Amor Perfecto se la jugaron con la compra directa de café y cacao a los agricultores por fuera de los precios impuestos por las organización reguladoras que exigen estándares de calidad homogéneos.

Juan Manuel Ortíz, socio de Azahar Café, cuenta que su “relación con los agricultores se basa en el compromiso. Ellos tienen que producir granos con estándares altos de calidad sin importar las particularidades de cada cosecha siempre y cuando mantengan prácticas ambientales responsables, volúmenes suficientes y un precio justo que nos beneficie de lado y lado”.
Con el cacao ha pasado lo mismo: los productores se dieron cuenta de que el margen del negocio no estaba en venderle a la Nacional de Chocolates, sino en producir cacao de calidad. Cacao Hunters y Chuculat, por nombrar algunos, hoy trabajan con productores de Arauca, la Sierra Nevada de Santa Marta y Tumaco, para producir barras de chocolate que compiten en el Salón de Chocolate de París.

Esta relación horizontal, entre un agricultor que sabe lo que se merece por su producto y el empresario que transforma la materia prima en un producto especial, es lo que le ha devuelto a algunos jóvenes campesinos la ilusión de regresar a cultivar la tierra. A muchos la violencia los obligó a salir desplazados con sus familias cuando todavía eran niños, por eso crecieron en la ciudad o, en su defecto, se acercaron al narcotráfico, pues era el único negocio que les aseguraba un ingreso regular. Esta secuela transformó las aspiraciones de muchos que hoy prefieren el estilo de vida citadino, así como lo sugiere el académico Juan Manuel Ospina, director del programa de Estudios Rurales de la Universidad Externado de Colombia.

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Yonier ya no se pinta la cara con achiote o la tinta roja que sale del arbusto de carayurú antes de salir a cazar en el bosque. Él creció cerca de la Coca-Cola y de los Motorola, después de que su tribu fuera desplazada, primero por la guerrilla y luego por los paramilitares, de un millón de hectáreas ubicadas en la Amazonía colombiana, por las que caminaban libremente y a las que llamaban su tierra ancestral.

Desde entonces, los nukak maku están dispersos en 12 territorios, uno de ellos ubicado en la vereda Agua Bonita, a 20 minutos de San José del Guaviare. Según el Centro Nacional de Memoria Histórica, de 2005 a 2013 tuvo lugar el periodo más importante de desplazamiento masivo en Colombia. Más de dos millones de personas, de las cuales el 5 % eran pertenecientes a comunidades indígenas. Yonier hace parte de esta lista y por eso, antes de que se le cayeran los dientes de leche, ya había conocido el azúcar refinada. Hoy sus deseos inmediatos se parecen a los de cualquier joven del mundo occidental.

Tras la firma del Acuerdo de Paz, según La Comisión de Derechos Humanos de los Pueblos Indígenas de Colombia, se han presentado “11.445 casos de desplazamiento forzado, han ocurrido más de 60 asesinatos, 79 atentados, 20 casos de abusos sexuales, 13 desapariciones forzadas, 7 secuestros y 8 torturas a personas y comunidades indígenas”. Esto sugiere que, a pesar de que durante las negociaciones se mantuvo cierto grado de estabilidad en términos de seguridad en las zonas rurales del país, después de la firma del Acuerdo parece haber regresado una oleada de violencia que vuelve a poner en riesgo a los habitantes de nuestro campo.

Así como el asaí le permitió a muchos nukak maku encontrar un medio de trabajo que es garantizado por una cadena de comercialización justa y sostenible a través de iniciativas como la de Selva Nevada, hay muchos otros casos de pescadores, recolectores, y cultivadores que están en proceso de recuperar la esperanza en la agricultura. El desarme de la guerrilla de las FARC permitió un nuevo escenario que ha hecho posible no solo el trabajo en las zonas rurales, sino también la experimentación con el alimento desde las ciudades.

De la historia que quiera escribir el nuevo Gobierno del presidente Iván Duque depende que estos esfuerzos sigan floreciendo, pues la cocina de un país no solo es el pretexto para hablar de todas las circunstancias que lo atraviesan, sino que se convierte en un eje articulador de muchas vidas y lugares; realidades que, aunque distantes en su geografía y lenguaje, dan cuenta del panorama de la biodiversidad colombiana.